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miércoles, 1 de junio de 2016

Aquel payaso triste

- Estaba sentado muy cómodo en un asiento individual al lado de la ventana escuchando a Joaquín Sabina cantarme al oído.
El transporte estaba detenido en el Ovalo Higuereta por causa del congestionado tráfico. Sin embargo, no me encontraba apurado; disfrutaba escuchar a Sabina mientras miraba los autos pasar por debajo del puente.
De repente, un sujeto con el rostro pintado de muchos colores claros, la nariz roja, el cabello amarillo, con enormes zapatos y un gracioso atuendo subió al bus haciendo ruido con un pito del mismo color de su cabello, agitando las manos y riendo a cada instante.
Al verlo, detuve la música pero no me quité los audífonos. El payaso se burlaba del primero que veía y provocaba la risa de los pasajeros.
Su divertida vestimenta llamaba mucho mi atención; parecía como si hubiera transformado al arco iris en un overol.
Hacía reír a los pasajeros, al cobrador y hasta al chofer. Los liberaba del estrés del tráfico con los divertidos chistes que contaba.
Sonreía y soltaba alguna carcajada prolongada cuando aquel sujeto de cabello amarillo se gastaba la garganta contando chistes.
Después de tanto crear risotadas, la graciosa voz que contaba los chistes cambió de repente. Dejó las bromas a un lado y aun manteniendo su sonrisa pintada de rojo se explayó ante su público: Señores y señoras, ha llegado el peor momento del show. Sacó una especie de bolso de su largo bolsillo y comenzó a pasar asiento por asiento en busca de alguna moneda.
Quienes rieron de sus bromas, quienes gozaron con sus chistes y quienes fueron su público por escasos momentos agacharon la mirada e ignoraron a aquel que los salvó del aburrimiento.
Fui el único que le entregó una moneda. Los demás, lo evitaron.
—Señores, por favor, no les estoy pidiendo millones de dólares, tan solo alguna moneda, dijo el hombre detrás del rostro pintado y algún corazón ablandó.
Fue una señora de avanzada edad, quien sacó una moneda de su viejo monedero para dejarla caer sobre su mano.
— ¿Alguien más? Preguntó, luego de agradecerle a la señora; pero nadie se atrevió a contestar. Amigo, le dije haciéndole un ademan para que se acercara. 
Le entregué las seis monedas de un sol con las que seguramente me compraría una cajetilla de cigarros al bajar.
—Creo que esos seis soles le servirán más a él que a mí, pensé.
Los agarró, aferró a ellos su esperanza y me agradeció. Luego los metió a su bolso.
Se alejó, volvió a su lugar de inicio y dijo sus últimas palabras:
Hoy he madrugado. Tengo a un hijo enfermo de tuberculosis y he estado a su lado toda la noche intentando crearle una sonrisa con alguno de los chistes que he contado aquí. Mi pequeño dice que soy bueno haciendo reír. Es por eso que decidí realizar el papel de payaso. Me pinté el rostro y encontré este atuendo debajo de la almohada como si el de arriba me lo hubiese regalado.
Yo no vengo a pedirte dinero para vicios ni para comida, tan solo quiero el medicamento que cure a mi hijo.
El silencio se adueñó de los pasajeros, seguramente se le hizo un nudo en la garganta a más de uno y todos fueron testigos de las lágrimas que recorrieron el pintado rostro feliz de aquel payaso triste.
Era la primera vez en mi vida que veía a un payaso llorar.
No sé si las lágrimas ablandaron el corazón de los pasajeros o fue un poco de conciencia quien los llevó a obsequiar monedas llenando por completo aquel bolso.
El payaso triste con el rostro contento agradeció con un último acto y se marchó a comprar las medicinas para su pequeño hijo.
Mantuvo su sonrisa pintada y puede que por un instante su triste corazón haya sentido esperanza.

Fin




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