Mi nuevo libro

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viernes, 24 de junio de 2022

El contrato

- Abrí la puerta y la vi. Era una señora de altísima edad con ojos blancos y apariencia tétrica. Los cabellos cortos y blancos, las grietas en la cara parecían cicatrices en lugar de arrugas; vestía de blanco con calzado negro, era enana y escondía las manos por detrás como si fuera a darme un obsequio.

Nunca la había visto en mi vida, razón más que suficiente para preguntar: Disculpe, ¿Quién es?

Ella pronunció mi nombre y apellido en voz lenta y cruda denotando su escasez de dentadura para enseguida sacar el brazo derecho de su espalda señalándome con el índice en una frase que difícilmente he logrado olvidar: Tú y yo nos veremos en el infierno.

Recuerdo que el dedo carcomido como si de tocarlo se hiciera cenizas fue acercándose a mi pecho logrando que sintiera inmovilidad de mi cuerpo, quizá, por el estado en shock donde me encontraba por obra de su frase o puede que por alguna fuerza hipnótica proveniente de su ser.

No llegó a tocarme. Se deshizo poco antes como humo negro siendo reemplazado por una risa horrenda con boca abierta como si los labios untados se hubieran despegado con brutalidad y se notara destrozos en sus cartílagos.

Al apagar la risa, comprendí la situación –o de repente, resolví asimilarla de otro modo- respondiendo a su acusación con una duda irónica: ¿Satán tiene ron para este especial invitado? A lo que, ante dicha pregunta totalmente bromista, ella contestó: Nadie es especial en los vagones del infierno. Todos se queman por igual.

Volvió a reír como si se tratara de un chiste luciendo un fétido aliento y desquebrajando las grietas en la cara como si tratara de una momia.

¿Por qué? Le dije con rotunda seriedad.

Ella silenció. Sabía que iba a acotar algo más.

¿Por qué me han invitado al más allá?

Me di cuenta que el otro brazo empezó a salir de atrás con la misma intención que el derecho, el cual, curiosamente, había dejado de existir; pero no me daba la impresión de estar ante alguien sin una extremidad, sino que, era como si, simplemente, de nuevo, lo hubiera ocultado.

Al instante, la anciana contestó a mi duda con seriedad: ¿Recuerdas el vagón treinta y tres de las seis de la tarde en noviembre hace ocho años?

La miré asombrado, porque juro, no lo recordaba.

Allí comenzó a escribirse tu nombre en este recordatorio.

Abrió la palma de su mano izquierda débilmente estirada como si pesara y pude notar una hoja muy pequeña capaz de caber en aquel vejestorio.

Inevitablemente, la recogí.

Abrí la hoja con la punta de los dedos ante su espera nada ansiosa y al notar la numeración minúscula del uno al diez de frases que no leí con atención, salvo la inicial, me clavó un dejavú.

Sentado en el vagón de un tren de la capital rumbo a un destino en entonces conocido; pero en el presente tan olvidado como un pasado nunca habitado, me hallaba con la cabeza agacha secando la ansiedad con frotes de palma en el rostro ignorando la música en los oídos por parte de los audífonos y el resto de personas que me acompañaron dicha tarde de un mes alejado de los recuerdos contemporáneos, pensando en hechos angustiosos que hoy son meramente monumentos a la experiencia que he dejado de usar y que en algún momento rompí; desaforado en un frenesí interno por descubrir las razones que afectaron un camino y que dolieron mucho en tal época, me hallaba indispuesto a luchar por el sendero que vi venir y de pronto se oscureció como si fuerzas de otro mundo obstaculizaran una buenaventura; opacado en sonrisas y aguantando decibeles que querían estallar, sentía como el vagón avanzaba hacia la respuesta inevitable de una verdad que no quería que pasara porque añoraba el contexto opuesto a la tragedia.

Allí, al borde de un colapso emocional, me di cuenta que la existencia de un Dios protector parecía estar nula como si su nombramiento fuese tan solo una fantasía de seguidores ciegos; y alguien, de pronto, asumió un rol ubicándose a mi lado a pesar de las sillas dispuestas, preguntándome una trivia que no dejé de repetir; aunque al cabo de los años olvidé.

¿De qué lado quieres estar?, ¿De quién abandona o de quien concede?

No fue difícil asimilar el contexto si con ira y coraje me sentía como si estuviera indefenso y a la vez pusilánime buscando indirectamente algo o alguien que pudiera darme una solución contraria a la situación; y, justo al rato, una presencia particular, de traje, rostro sobrio, conocido como cualquiera, habitante de la misma tierra y sin singularidad para no olvidar, apareció para consultar sin saludar como si conociera mi sentir sin conocerme.

Del lado de quien concede, le dije automatizado.

Entonces, ¿Por qué el agobio? Si de buscarlo, tendrás lo que quieres.

¿Cómo?, ¿A quién? Le dije confuso.

La parada se acercaba.

Búscalo, él recluta sin prejuicios, me dijo el hombre común y corriente.

¿A quién? Le dije al borde de la llegada.

Pronuncia el nombre que más le gusta y te dará lo que buscas.

Araziel, lo oí cuando me levanté para acercarme a la puerta y presionar el botón verde de arriba.

Nunca lo dije.

Nunca dije su nombre, le dije a la anciana frente a mí, quien parecía estar levitando. Lo curioso era que nadie de mi casa salía preocupado a curiosear por la inesperada visita o preguntaba por detrás de quien se trataba.

Al parecer, estaba solo y aquello le gustaba. Lo intuía, porque me esperaba mientras que yo pensaba en tales recuerdos leyendo atento. Tras el viaje al ayer, cada oración en enlistado que a mi criterio era como si me hubieran incriminado por hechos nunca antes realizados; aunque, en efecto, dicen que las fuerzas oscuras conocen mejor tus secretos que nadie porque ellos se aprovechan de la maldad que raras veces concierne a personas que viven humanamente en una faceta superficial de bondad mientras que los seres angelicales ignoran tu dolor y agonía que se fermenta en repudio para eventualmente transformarte en quien cometió tales atrocidades que no cuenta a nadie.

Es una ironía. Es como cuando Dios arrojó a Lucifer por querer ser como él. Porque en el fondo, Dios no quiere que nadie sea como él. Y por eso, los deja ser como el otro disfrutando de ese vaivén entre ser del bien o del mal.

¿Por qué vino si nunca dije su nombre? Le dije a la anciana a pesar de leer las frases en la numeración con mayor atención.

Siempre creí que se trató de mí, pensé antes que la vieja dijera algo.

Cuando quieres algo con el corazón no tienes que gritarlo, dijo la longeva con suavidad en su voz.

Satán entiende a las personas desesperadas, ellos vienen a él cuando Dios los abandona, les concede lo que buscan y piden y después se los lleva a su reino, dijo estirando una malévola y asquerosa sonrisa sin dentadura.

Pero… todo lo que he leído no ha ocurrido al pie de la letra, traté de engañarla.

Por ejemplo, le dije, el dinero me costó la muerte de un amigo, comenté mostrándole el punto cuatro. En ningún momento dije que debía de morir alguien para que yo tuviera tanto en los bolsillos, le recriminé olvidando que trataba con alguien con la fuerza suficiente para ahorcarme.

Por cada acción, alguien debe morir.

¿Qué hizo Dios para que creyeran en él?

La inquisición, comentó segura.

Pero…

Pero… ¿acaso te duele? Te hemos visto reír con el dinero en tus manos al punto que olvidaste su funeral, dijo de nuevo con una carcajada diabólica.

Las personas solo piensan en su bienestar. En su propio beneficio. Ellos son el núcleo de sí mismos, filosofaba la anciana.

Bueno, tienes razón, no me importa, de hecho, estoy satisfecho con el trabajo del inciso cuatro. Quería dinero, lo tuve, lo disfruto y soy feliz; pero… todavía hay tiempo para contar sobre los otros puntos, ¿verdad?

Por ejemplo, el sexto, ¿Por qué no soy inmortal como se lo exigí?

¿Y quién dice que no lo eres? Recriminó la vieja.

Irás a construir palacios al infierno por el resto de la eternidad, añadió solemne.

Me gusta la idea, le dije. Este mundo me aburre. Ya no puedo comprar nada con tanto dinero, tenerlo todo es un martirio voluntario porque no puedo; aunque quisiera, colgar a la luna en mi sala, le dije simpático.

Ella no se mostró así.

Quisiste tener hijos, añadió la vieja.

Sí; pero cuando se volvieron mayores se fueron por sus propios caminos usando el dinero que les doy para sus goces nocturnos. Fue divertido durante la niñez, le dije con otra risa que no soportó mirar.

¿Qué tipo de ron toma Satán? O es un hombre de whisky. Yo lo he visto en pinturas bebiendo sangre, a mí no me gusta eso. Prefiero la cerveza antes que la sangre, le dije en broma.

La vieja se mostraba cada vez menos comprensiva y más furiosa luciendo una vena en la frente en señal de rabia.

¿Te resulta divertido morir en el infierno? Me dijo irónica.

¿Acaso voy a morir?, ¿No es que iba a estar quemándome por el resto de la eternidad? No me cambien el trato, eh, le dije imitando su actitud.

Bueno, dijo serena, ¿a qué hora nos vamos? Preguntó como si se tratara de una invitación cordial.

Supongo que ahora mismo, porque despedirme de todo lo que me han regalado, no me resulta apetecible; e incluso, ¿sabes? Dije en un gesto de pensar, ella me miraba asombrada, me agrada mucho la idea de salir de aquí e ir a las flamas del Hades, porque estoy aburrido en este lugar, le dije en un ademán por cerrar la puerta adelantándome un par de pasos de ella, quien, efectivamente, no tenía brazos y tampoco pies; levitaba, tal cual, un fantasma endemoniado.

Me pregunto, ¿Quién se quedará con tu yate de tres pisos y veinte habitaciones? Dijo de nuevo con ironía.

¿Cuál yate? Le repetí la duda.

El yate que pediste, dijo viéndome de reojo. Yo encendía un pucho.

Ah, se hundió. Vino jodido, le dije fastidiado. Creo que a tu jefe lo estafaron, añadí displicente en una piteada que cayó en su cara.

Pediste el yate de un actor de cine famoso con quien te encontrarás en el mismo infierno, dijo con su horrenda sonrisa.

¿En serio? Y yo que amo sus películas de vaqueros. Dime algo, ¿Sabes si también está la Srta. Monroe? Porque me encantaría conocerla. No pedí una máquina del tiempo para tenerla por el resto de la eternidad, ¿notas lo inteligente que soy? Le dije sonriente, ella no compartió ninguna gracia de mi argumento ignorando responder a mi segunda duda.

Podía notar que la señora, la empleada del Diablo, se sentía acorralada e irritable con mis argumentos, tal vez en anteriores ocasiones tuvo que recibir oraciones, ruegos y demás para que no se llevaran a alguien. Sin embargo, yo estaba feliz de irme al mismísimo averno.

Nunca conocí a nadie que quisiera irse para abajo, me dijo, todavía caminábamos con rumbo desconocido por unas calles silenciosas como si se tratara de una pesadilla que disfrutaba.

La gente se aferra a lo material, a lo absurdo, a lo que dura poco, en cambio yo, quiero tenerlo todo mientras estoy abajo. ¿Sabes? He leído mucho sobre el Hades, allí te encuentras con los sujetos más locos de la historia.

Ella asintió viéndome de reojo con la cara confusa.

Ellos están ahí por asesinos, criminales y desgraciados, mientras que tú, pobre angelito, irás por un contrato con mi rey, dijo tratando de darme temor.

Qué suerte la mía, ¿no? Invitación sin asesinato. Un golazo, le dije sonriente y nos adentramos en un bosque oscuro que apareció de pronto.

La idea es que no lo disfrutes, me dijo irritada.

¿Por qué? Quise saber.

Porque es un lugar horrendo donde nadie quiere ir y quienes están no la pasan bien a pesar de sus tragedias.

Pero, a mí me gustaría estar ahí y tal vez entablar amistades honestas, le dije.

No se trata de eso, debes de sentir miedo, pavor y rogar por quedarte, me indicó encarecidamente logrando abrir una especie de hoyo frente a nosotros.

Creí que habría una compuerta rumbo al sótano, no un agujero de mago, le dije y fue la última frase que soportó.

Entonces, ¿tu vida en la Tierra es miserable? Me dijo parándose frente al hoyo negro.

Asentí con un puchero. Más o menos. El único problema es que odio a la gente, le dije con una risa.

Ella sonrió, sacó el contrato de alguna parte de su interior como quien mete una mano renovada a su cuerpo y me dijo: Voy a destruir esto y te quedarás a vivir noventa años aquí.

¿En serio? No, que tragedia, le dije sobreactuado.

Ella me hizo un gesto de dedo medio elevado y se adentró en el hoyo.

No volví a verla. De repente, el bosque se volvió la calle de mi zona con luces y gente, caminé a la casa, abrí la puerta, me recosté en el sofá y tras una palmada, dije: Ya se fue la visita, salgan todos.

Sentí el sonido del zapateo en la escalera, adentré la mano por debajo del sofá y sentí el filo de un cuchillo.

De alguna manera u otra, quiero irme para allá.

 

 


Fin

 

 

 

 

Te esperamos

Te esperamos, preciosa,

Para tenernos al ritmo de la creciente luna

En noches que parezcan infinitos en pasos

Porque amarte es tan perpetuo como este cielo

Que nos concede coincidir en manos

Tu madre y yo dentro de este mundo sólido para ti.

Te esperamos, preciosa

Porque te amamos desde antes de conocerte

Y la vida nos aclara que estamos enamorados

De tus pies, tu carita, tus caricias y tus pasos

Tus manitos, tus besitos y tus momentos

Tus cabellos, tus voces y tu misterio.

De todo lo que provenga de ti.

Te esperamos, preciosa

Porque la vida nos ha mostrado que amarte

Es lo que haremos de hoy en adelante

En este porvenir que juntos hemos creado

Para tenerte y cuidarte

Durante el tiempo que dure la vida

Porque estamos aquí para amarte debido a que ya mucho te soñamos

Y tendremos el amor que nos resta unidos

Para concederte el placer de amor de cada mañana.

Te amamos, preciosa,

Para amarte hasta que el amor nos contagia

Y se vuelva eterno como tu risa en luna.

sábado, 4 de junio de 2022

Quiero

Quiero hacerme cargo de tu gracia al ritmo de tu magia en la sonrisa.

Que los componentes que inventan mi literatura sean los matices que provienen de tus suspiros.

Que nos sujetemos de la mano y bailemos enamorados de una vida que nos ha querido untar como dos brisas en un verano infinito.

Quiero que las esmeraldas en tu mirada penetren y descubran los estigmas guardados en mi corazón. Que despiertes en mí las emociones que los humanos no supieron germinar.

Que nos quedemos un rato de la eternidad mirando las estrellas que el pintor nos regaló.

Yo estaré ahí para tus dudas, tus risas y tu elocuencia. Para la gracia divina salida de un pozo estelar dentro de tu alma. Para la calma en el abrazo compuesto por orquídeas. Para el silencio debajo de una terraza mostrándote el reino. Para el motivo de tu existencia a los compás de la maravilla que es convivir en una vida que nos aprieta en dulzura.

Quiero que nos miremos y sentimos las semejanzas de las almas como dos mitades iguales.

Quiero que mi inspiración tenga tu nombre y la luz del sendero tus pasos de porcelana sobre una planicie conquistada por tu magia.

Que los astros del cielo te envidien, divina. Que bajen autores para manifestar versos en tu nombre. Que artistas de los barrocos te inventen inmortal y hermosa como aquellas flores que solo nacen cuando tú las evocas.

Quiero que sujetes mi mano y entiendas que el destino es nuestro.

Que somos un hoy y un futuro sin fronteras, que has venido para que la vida surja como un imán de buenaventuras hacia nuestros cuerpos en adelante. Que la risa sea mutua y los besos constantes, que el amor nunca se detenga y el calor jamás se apague. Que podamos vivir unidos con los porvenires magistrales que esta coincidencia maravillosa ha querido para nosotros.

Quiero amarte hasta que el amor se reinvente cada mañana que te vea abrir la mirada y sentir que estoy aquí… solo para ti.

¿Quién es Luis?

Eran las cuatro de la madrugada cuando desperté sobre el asiento trasero de un auto desconocido. Delante no había conductor y tampoco copiloto, salvo una mochila antigua tan gordita que parecía estallar. El contenido misterioso no lo quise averiguar y supuse que debía de inspeccionar en las afueras antes de salir a caminar.

El celular era tan de antaño que solo me indicaba la hora. La calle se veía desolada, en neblina como en una historia de Stephen King y no pude diferenciar a las personas con los autos que iban, imaginé, que despacio.

No recordaba bien la razón por la cual estaba allí; aunque por la falta de seguro en las puertas, la ausencia de esposas o cadenas, no habría sido secuestrado; quizá, me habían abandonado mientras se enlistaban en la cola de un restaurante o un banco; en el trayecto de ida y vuelta a la casa para recoger algo olvidado o tal vez, simplemente era mercancía de un contrato entre fulanos y oficiales. Los pensamientos se aglomeraban en mi cabeza y el cuerpo no se movía por miedo a lo que ocurriera en las afueras.

No estaba seguro que lugar era más sensato para estar. Si abría la puerta y un auto impactaba contra mí por estar en la avenida o si caminaba y me devoraba algún ser maligno inventado tras una catástrofe nuclear. Había visto tantas películas y leído tantos libros que cualquier escenario podría manifestarse sin asombrarme.

De pronto, golpearon el vidrio de la ventana. Una cara conocida apareció sonriente como si estuviera emocionada de verme. Era mi madre, tendría unos años menos que ahora; aunque lucia casi idéntica. Del otro lado, abrieron la puerta, mi padre ingresó tan amable como de costumbre, afectuoso fue mostrándome el calor de su cariño en palabras al son de preguntas que iban desde, ¿Qué tan bien dormiste en el auto nuevo?, ¿ahora si podemos sintonizar música? Ambos rieron cómplices de sus cuestiones y mientras que él prendía el motor, ella volteaba el cuerpo para verme sonriente como si el reflejo de aquella cara estuviera en mí. Pensé de inmediato en mostrarme frente al retrovisor, algo que había ignorado por ansioso o meticuloso, por analítico o temeroso, y puesta en escena mi cara frente al vidrio entendí que era yo, en el presente, ubicado en un pasado distante sin que los presentes en frente lo supieran.

Mis viejos se mantuvieron con la vista adelante creyendo que todavía andaba medio sonámbulo, razón por la cual, no hablaba y actuaba extrañado como perdido. Mi padre me miraba por el espejo cada cierto tiempo mostrándose preocupado y luego sonriente, mi mamá escogía emisoras para deleitarnos con su voz al ritmo de la música y aquel camino de neblina y penumbra iba deshaciéndose al tiempo que avanzábamos en una carretera que, al parecer, acababa, dándole inicio a una calle más angosta y luminosa que conducía a nuestra casa.

Nos detuvimos. Ellos bajaron pidiéndome que hiciera lo mismo. Hice caso como si tuviera la edad con la que me miran. Adentro, todo era igual que ahora, salvo algún que otro detalle, no tenía hermanos y tampoco mascota, me indicaron que fuera a la habitación hasta la hora de la cena, y para allá me dirigí sin poner excusas.

Me sentí desentendido, era como si estuviera tranquilo y a la vez inquieto, como si estuviera en casa y sintiera la sensación que no lo estoy; motivos por los cuales callaba y aunque para mis viejos fuera un acto distintivo de mi durante la niñez, entendían que debían de preguntarme, de rato en rato, con gritos desde abajo, si me encontraba bien. Yo estaba regado sobre la cama con la vista en el techo, por ciertas raras razones, me sentía agotado; quizá, también por eso no hablaba. Era como si hubiera salido de un hospital y me habrían dicho que repose. De repente, esa era la verdad de tanta amabilidad; aunque, ellos siempre lo han sido.

Al cabo de unos minutos, mi madre subió para advertir la cena y comentar que, por el atuendo estelar que llevaba consigo, saldrían juntos a una reunión de amigos. De nuevo vi la hora como automatizado. Eran casi las diez de la noche de un viernes. Supuse que también debía de salir a divertirme; pero me percaté de, ¿Cómo y a quien voy a avisar si tengo un celular tan antiguo como la piedra roseta? Aquello me resultó chistoso, le regalé una sonrisa a mi mamá, ella correspondió en un beso rápido y comentó que, cuando quisiera, bajara a servirme la comida. Le dije que lo haría, se vio en el espejo de mi habitación y salió con destino junto a mi padre a dicha festividad.

Cuando oí la puerta cerrarse aproveché en levantarme de la cama con intenciones de indagar en la casa; pero al momento en que impactaron mis pies sobre el suelo aparecí de nuevo en la parte trasera del auto. Otra vez con la calle en neblina, la soledad y las puertas cerradas sin seguro.

Decidí aventurarme tras recoger una monedas en el buzón del carro si por ahí requería de algún alimento o bebida. En tal ínterin, moví la palanca y por torpeza puse en marcha el carro sin saber cómo detenerlo por mi falta de experiencia, debido a la edad, tal vez a la insensatez, de repente a la ausencia absoluta de conocimiento de autos o meramente por casualidad. Me di cuenta que el carro avanzaba lento; pero directo hacia un sitio desconocido por la neblina que iba diluyéndose mientras nosotros estábamos dirigiéndonos, yo tratando de detener el rumbo con curiosos movimientos, queriendo acordarme de unas clases de manejo hace muchos años, olvidando por completo ni siquiera como frenar la llanta y viendo que en frente aparecía –como esas escenas repentinas- una muchedumbre en un paradero. Todos desconocidos y a la vez perdidos, enfocados netamente en lo suyo: La espera de un bus. Que, al parecer, sería un auto familiar que viene de atrás con un idiota que los iba a atropellar.

Antes que pudiera suceder la tragedia, aparecí de nuevo sobre la cama, asustado, tembloroso, miedoso y con sudor cayendo por las sienes.

Me pregunté, ¿Qué rayos ha ocurrido? Y rápidamente volví a levantarme de la cama sin volver al pasado como hace un rato.

La casa era la misma, nada había cambiado, ni siquiera el confort de la sala, tampoco el movimiento de las sillas y la mesa, era como la recordaba; pero… ¿hace cuánto que no estaba aquí?

De pronto, antes que pudiera realizar alguna actividad más de curioso, oí al timbre inquietarme.

¿Quién es? Pregunté en voz alta.

Yo, dijeron por atrás.

Era una figura mediamente alta, de cabello corto y aparente cuerpo voluptuoso.

Soy yo, abre, repitió.

Pero… ¿Quién yo? Repetí preparando una voz dura para no poder evidencia mi intriga.

Luis, dijo seguro.

¿Quién rayos es Luis? Pensé tratando de hallar un rostro conocido en la memoria.

Luis, tu amigo, añadió.

No tengo a ningún amigo, pensé.

El hombre movía el pomo de la puerta a sabiendas que estaba detrás.

Abre, hombre, que debemos hablar, vengo de muy lejos, dijo apurado.

¿De dónde? Quise saber.

De Camerún, me dijo.

El asunto se ponía todavía más inestable.

Me ganó la curiosidad y abrí.

Era un hombre no tan grueso como pensé, su casaca enorme de esquimal lo hacia verse gordo, era de tez morena, mediamente alto y con el rostro sereno como si fácilmente pudiera parecer un tipo amigable.

Hola, le dije estirando la mano.

¿Quién eres? Añadí velozmente.

Luis, tu amigo, me dijo intentando pasar.

No le di ese espacio.

Debemos hablar, me dijo.

Asentí y lo dejé pasar.

Luis ingresó sin verificar la casa, fue directo al sofá y se sentó como hombre educado.

Fui asomándome despacio y sospechoso por su repentina actitud tan encandecida.

No temas, soy tu amigo, repitió Luis.

Bien, ¿Qué ocurre? Le dije parado frente a él.

¿Te das cuenta que estamos en una situación irreal, no? De hecho, no es un sueño, sino una realidad alterna, me dijo tan sereno que no parecía tomarme el pelo.

Es lo que creo que es, le dije inquieto.

Asintió suavemente.

En primer lugar, esta casa es una bomba de tiempo. Va a explotar si sales. En segundo lugar, tus padres no son tus padres y en tercer lugar, yo tampoco existo, soy nada más que una creación de ti para ayudarte a salir, me dijo con igual sentido de pertenencia capaz de llenarme el nulo de la incertidumbre.

Espera, ¿es un sueño, verdad? Como en esa película ‘El vengador del futuro’ o Terminator cuando el T-500 llama a la casa de John. ¿Verdad?

Luis, mi supuesto amigo, sonrió. Tienes razón, me dijo. Tiene mucho que ver lo que mencionas. Eres ingenioso como siempre, acuñó con una larga sonrisa que no compartí.

Bueno, la pregunta es, ¿Cómo desactivamos la bomba para poder salir de aquí e irnos a la realidad de dónde vienes? Dijo como si se tratara de una mera situación banal.

¿Esto es real? Le dije.

Más real que una banana, dijo sonriente y se levantó para cogerme el hombro y decir: ¿Me ayudas?

¿A qué? Dije pareciendo un lerdo.

A que sobrevivas, me dijo adentrándose velozmente en la alacena. Perseguí sus huellas hasta llegar a la estufa de la cocina la cual desmanteló con tenacidad y comentó, ¿ves? Aquí no hay ninguna bomba. Vayamos hacia el otro sector.

Espera, ¿quieres decir que mis viejos quieren matarme con una bomba?

Así es, asintió en una frase cortante. Y no lo olvides, no son tus padres, añadió seguro.

Yo seguí confundido; pero no dejé de seguirlo por la casa hasta que se detuvo en el baño debajo de la escalera. Un clásico para ocultar cosas raras.

Allí nos detuvimos en busca de dicha bomba, la cual, a principios, creí que era nada más que una ilusión; sin embargo, Luis la halló dentro de una mochila.

El artefacto era pequeño, tanto como un limón. Pudo recogerlo asombrado y fascinado colocándolo en la palma de su mano preguntándome si quería tocarlo. No quise, obviamente. Luis dejó su fascinación porque oímos el sonido de la puerta. Maldijo, yo me mantuve quieto y él creyó conveniente no realizar ruido para evitar que nos descubran y de ese modo poder desmantelar la bomba con sus manos a fin de zafar sin que nos vieran.

Luis demoraba, desarmar la bomba era como construir de un color un cuadrado lúdico. La angustia aumentaba porque mis viejos preguntaban por mí con una voz distinta, como si estuvieran intuyendo algo, quizá, una revolución silenciosa.

Apúrate, le dije. Luis siguió trabajando a paso lento.

De pronto, mi vieja se asomó a la escalera, dio una pregunta en busca de mi respuesta, al no escucharla quiso subir a la habitación, ambos oímos sus pasos, se sentían metálicos, no por los escalones, sino por su calzado. Por un agujero verifiqué que subía tratando de encontrarle fallas en su anatomía. Era ella, mi madre, ¿Quién más podría ser? Pensé confuso hasta que, de pronto, al bajar, creyendo que estaría dormido, me sorprendió demasiado que se quitara la peluca y mostrara una cabeza ovalada y metálica como si hubiera perdido el color blanco de sus mejillas para enseguida transformar su mano de jebe piel en un artefacto de fuego, el cual, cándidamente[B1]  ayudó a encender el cigarrillo de mi padre, quien se asomó por detrás pidiéndole un favor. Ambos sonrieron. Yo quise gritar. Luis seguía trabajando. Ellos algo pensaron; pero se fueron al otro sector. Definitivamente, no eran humanos.

Listo, lo tengo. ¡Vamos! Me dijo, gritando. Yo seguía inerte, idiotizado y confuso. ¡Hey, vamos! Repitió sujetándome de la mano. Volví a la realidad, a esa realidad, y salimos juntos del baño andando en cuclillas hasta llegada la salida.

Voy a tirar la bomba en la sala, salimos y nos tiramos. O corremos tan rápido como podemos, sugirió.

Abrió la puerta. Uno de ellos se dio cuenta, enseguida los dos nos vieron. Yo corrí, Luis quiso dar la cara, tenía la bomba en la mano, ellos vinieron hacia mí; pero mi amigo se interpuso diciéndome: Te estoy devolviendo el favor en África.

Mis padres, de caras extrañas por lo exagerado de sus gestos, olvidaron las pelucas y los guantes para mostrar sus verdades, no pudieron manipular en emociones porque me di cuenta que no eran. Corrí hacia la calle sin voltear oyendo una explosión detrás de mí.

Afuera, me encontré con un niño lloriqueando en una esquina, de inmediato me asomé a preguntarle, ¿Qué ha pasado? A lo que el muchacho respondió: Mi abuela es un robot.

 

 

Fin.