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sábado, 4 de junio de 2022

¿Quién es Luis?

Eran las cuatro de la madrugada cuando desperté sobre el asiento trasero de un auto desconocido. Delante no había conductor y tampoco copiloto, salvo una mochila antigua tan gordita que parecía estallar. El contenido misterioso no lo quise averiguar y supuse que debía de inspeccionar en las afueras antes de salir a caminar.

El celular era tan de antaño que solo me indicaba la hora. La calle se veía desolada, en neblina como en una historia de Stephen King y no pude diferenciar a las personas con los autos que iban, imaginé, que despacio.

No recordaba bien la razón por la cual estaba allí; aunque por la falta de seguro en las puertas, la ausencia de esposas o cadenas, no habría sido secuestrado; quizá, me habían abandonado mientras se enlistaban en la cola de un restaurante o un banco; en el trayecto de ida y vuelta a la casa para recoger algo olvidado o tal vez, simplemente era mercancía de un contrato entre fulanos y oficiales. Los pensamientos se aglomeraban en mi cabeza y el cuerpo no se movía por miedo a lo que ocurriera en las afueras.

No estaba seguro que lugar era más sensato para estar. Si abría la puerta y un auto impactaba contra mí por estar en la avenida o si caminaba y me devoraba algún ser maligno inventado tras una catástrofe nuclear. Había visto tantas películas y leído tantos libros que cualquier escenario podría manifestarse sin asombrarme.

De pronto, golpearon el vidrio de la ventana. Una cara conocida apareció sonriente como si estuviera emocionada de verme. Era mi madre, tendría unos años menos que ahora; aunque lucia casi idéntica. Del otro lado, abrieron la puerta, mi padre ingresó tan amable como de costumbre, afectuoso fue mostrándome el calor de su cariño en palabras al son de preguntas que iban desde, ¿Qué tan bien dormiste en el auto nuevo?, ¿ahora si podemos sintonizar música? Ambos rieron cómplices de sus cuestiones y mientras que él prendía el motor, ella volteaba el cuerpo para verme sonriente como si el reflejo de aquella cara estuviera en mí. Pensé de inmediato en mostrarme frente al retrovisor, algo que había ignorado por ansioso o meticuloso, por analítico o temeroso, y puesta en escena mi cara frente al vidrio entendí que era yo, en el presente, ubicado en un pasado distante sin que los presentes en frente lo supieran.

Mis viejos se mantuvieron con la vista adelante creyendo que todavía andaba medio sonámbulo, razón por la cual, no hablaba y actuaba extrañado como perdido. Mi padre me miraba por el espejo cada cierto tiempo mostrándose preocupado y luego sonriente, mi mamá escogía emisoras para deleitarnos con su voz al ritmo de la música y aquel camino de neblina y penumbra iba deshaciéndose al tiempo que avanzábamos en una carretera que, al parecer, acababa, dándole inicio a una calle más angosta y luminosa que conducía a nuestra casa.

Nos detuvimos. Ellos bajaron pidiéndome que hiciera lo mismo. Hice caso como si tuviera la edad con la que me miran. Adentro, todo era igual que ahora, salvo algún que otro detalle, no tenía hermanos y tampoco mascota, me indicaron que fuera a la habitación hasta la hora de la cena, y para allá me dirigí sin poner excusas.

Me sentí desentendido, era como si estuviera tranquilo y a la vez inquieto, como si estuviera en casa y sintiera la sensación que no lo estoy; motivos por los cuales callaba y aunque para mis viejos fuera un acto distintivo de mi durante la niñez, entendían que debían de preguntarme, de rato en rato, con gritos desde abajo, si me encontraba bien. Yo estaba regado sobre la cama con la vista en el techo, por ciertas raras razones, me sentía agotado; quizá, también por eso no hablaba. Era como si hubiera salido de un hospital y me habrían dicho que repose. De repente, esa era la verdad de tanta amabilidad; aunque, ellos siempre lo han sido.

Al cabo de unos minutos, mi madre subió para advertir la cena y comentar que, por el atuendo estelar que llevaba consigo, saldrían juntos a una reunión de amigos. De nuevo vi la hora como automatizado. Eran casi las diez de la noche de un viernes. Supuse que también debía de salir a divertirme; pero me percaté de, ¿Cómo y a quien voy a avisar si tengo un celular tan antiguo como la piedra roseta? Aquello me resultó chistoso, le regalé una sonrisa a mi mamá, ella correspondió en un beso rápido y comentó que, cuando quisiera, bajara a servirme la comida. Le dije que lo haría, se vio en el espejo de mi habitación y salió con destino junto a mi padre a dicha festividad.

Cuando oí la puerta cerrarse aproveché en levantarme de la cama con intenciones de indagar en la casa; pero al momento en que impactaron mis pies sobre el suelo aparecí de nuevo en la parte trasera del auto. Otra vez con la calle en neblina, la soledad y las puertas cerradas sin seguro.

Decidí aventurarme tras recoger una monedas en el buzón del carro si por ahí requería de algún alimento o bebida. En tal ínterin, moví la palanca y por torpeza puse en marcha el carro sin saber cómo detenerlo por mi falta de experiencia, debido a la edad, tal vez a la insensatez, de repente a la ausencia absoluta de conocimiento de autos o meramente por casualidad. Me di cuenta que el carro avanzaba lento; pero directo hacia un sitio desconocido por la neblina que iba diluyéndose mientras nosotros estábamos dirigiéndonos, yo tratando de detener el rumbo con curiosos movimientos, queriendo acordarme de unas clases de manejo hace muchos años, olvidando por completo ni siquiera como frenar la llanta y viendo que en frente aparecía –como esas escenas repentinas- una muchedumbre en un paradero. Todos desconocidos y a la vez perdidos, enfocados netamente en lo suyo: La espera de un bus. Que, al parecer, sería un auto familiar que viene de atrás con un idiota que los iba a atropellar.

Antes que pudiera suceder la tragedia, aparecí de nuevo sobre la cama, asustado, tembloroso, miedoso y con sudor cayendo por las sienes.

Me pregunté, ¿Qué rayos ha ocurrido? Y rápidamente volví a levantarme de la cama sin volver al pasado como hace un rato.

La casa era la misma, nada había cambiado, ni siquiera el confort de la sala, tampoco el movimiento de las sillas y la mesa, era como la recordaba; pero… ¿hace cuánto que no estaba aquí?

De pronto, antes que pudiera realizar alguna actividad más de curioso, oí al timbre inquietarme.

¿Quién es? Pregunté en voz alta.

Yo, dijeron por atrás.

Era una figura mediamente alta, de cabello corto y aparente cuerpo voluptuoso.

Soy yo, abre, repitió.

Pero… ¿Quién yo? Repetí preparando una voz dura para no poder evidencia mi intriga.

Luis, dijo seguro.

¿Quién rayos es Luis? Pensé tratando de hallar un rostro conocido en la memoria.

Luis, tu amigo, añadió.

No tengo a ningún amigo, pensé.

El hombre movía el pomo de la puerta a sabiendas que estaba detrás.

Abre, hombre, que debemos hablar, vengo de muy lejos, dijo apurado.

¿De dónde? Quise saber.

De Camerún, me dijo.

El asunto se ponía todavía más inestable.

Me ganó la curiosidad y abrí.

Era un hombre no tan grueso como pensé, su casaca enorme de esquimal lo hacia verse gordo, era de tez morena, mediamente alto y con el rostro sereno como si fácilmente pudiera parecer un tipo amigable.

Hola, le dije estirando la mano.

¿Quién eres? Añadí velozmente.

Luis, tu amigo, me dijo intentando pasar.

No le di ese espacio.

Debemos hablar, me dijo.

Asentí y lo dejé pasar.

Luis ingresó sin verificar la casa, fue directo al sofá y se sentó como hombre educado.

Fui asomándome despacio y sospechoso por su repentina actitud tan encandecida.

No temas, soy tu amigo, repitió Luis.

Bien, ¿Qué ocurre? Le dije parado frente a él.

¿Te das cuenta que estamos en una situación irreal, no? De hecho, no es un sueño, sino una realidad alterna, me dijo tan sereno que no parecía tomarme el pelo.

Es lo que creo que es, le dije inquieto.

Asintió suavemente.

En primer lugar, esta casa es una bomba de tiempo. Va a explotar si sales. En segundo lugar, tus padres no son tus padres y en tercer lugar, yo tampoco existo, soy nada más que una creación de ti para ayudarte a salir, me dijo con igual sentido de pertenencia capaz de llenarme el nulo de la incertidumbre.

Espera, ¿es un sueño, verdad? Como en esa película ‘El vengador del futuro’ o Terminator cuando el T-500 llama a la casa de John. ¿Verdad?

Luis, mi supuesto amigo, sonrió. Tienes razón, me dijo. Tiene mucho que ver lo que mencionas. Eres ingenioso como siempre, acuñó con una larga sonrisa que no compartí.

Bueno, la pregunta es, ¿Cómo desactivamos la bomba para poder salir de aquí e irnos a la realidad de dónde vienes? Dijo como si se tratara de una mera situación banal.

¿Esto es real? Le dije.

Más real que una banana, dijo sonriente y se levantó para cogerme el hombro y decir: ¿Me ayudas?

¿A qué? Dije pareciendo un lerdo.

A que sobrevivas, me dijo adentrándose velozmente en la alacena. Perseguí sus huellas hasta llegar a la estufa de la cocina la cual desmanteló con tenacidad y comentó, ¿ves? Aquí no hay ninguna bomba. Vayamos hacia el otro sector.

Espera, ¿quieres decir que mis viejos quieren matarme con una bomba?

Así es, asintió en una frase cortante. Y no lo olvides, no son tus padres, añadió seguro.

Yo seguí confundido; pero no dejé de seguirlo por la casa hasta que se detuvo en el baño debajo de la escalera. Un clásico para ocultar cosas raras.

Allí nos detuvimos en busca de dicha bomba, la cual, a principios, creí que era nada más que una ilusión; sin embargo, Luis la halló dentro de una mochila.

El artefacto era pequeño, tanto como un limón. Pudo recogerlo asombrado y fascinado colocándolo en la palma de su mano preguntándome si quería tocarlo. No quise, obviamente. Luis dejó su fascinación porque oímos el sonido de la puerta. Maldijo, yo me mantuve quieto y él creyó conveniente no realizar ruido para evitar que nos descubran y de ese modo poder desmantelar la bomba con sus manos a fin de zafar sin que nos vieran.

Luis demoraba, desarmar la bomba era como construir de un color un cuadrado lúdico. La angustia aumentaba porque mis viejos preguntaban por mí con una voz distinta, como si estuvieran intuyendo algo, quizá, una revolución silenciosa.

Apúrate, le dije. Luis siguió trabajando a paso lento.

De pronto, mi vieja se asomó a la escalera, dio una pregunta en busca de mi respuesta, al no escucharla quiso subir a la habitación, ambos oímos sus pasos, se sentían metálicos, no por los escalones, sino por su calzado. Por un agujero verifiqué que subía tratando de encontrarle fallas en su anatomía. Era ella, mi madre, ¿Quién más podría ser? Pensé confuso hasta que, de pronto, al bajar, creyendo que estaría dormido, me sorprendió demasiado que se quitara la peluca y mostrara una cabeza ovalada y metálica como si hubiera perdido el color blanco de sus mejillas para enseguida transformar su mano de jebe piel en un artefacto de fuego, el cual, cándidamente[B1]  ayudó a encender el cigarrillo de mi padre, quien se asomó por detrás pidiéndole un favor. Ambos sonrieron. Yo quise gritar. Luis seguía trabajando. Ellos algo pensaron; pero se fueron al otro sector. Definitivamente, no eran humanos.

Listo, lo tengo. ¡Vamos! Me dijo, gritando. Yo seguía inerte, idiotizado y confuso. ¡Hey, vamos! Repitió sujetándome de la mano. Volví a la realidad, a esa realidad, y salimos juntos del baño andando en cuclillas hasta llegada la salida.

Voy a tirar la bomba en la sala, salimos y nos tiramos. O corremos tan rápido como podemos, sugirió.

Abrió la puerta. Uno de ellos se dio cuenta, enseguida los dos nos vieron. Yo corrí, Luis quiso dar la cara, tenía la bomba en la mano, ellos vinieron hacia mí; pero mi amigo se interpuso diciéndome: Te estoy devolviendo el favor en África.

Mis padres, de caras extrañas por lo exagerado de sus gestos, olvidaron las pelucas y los guantes para mostrar sus verdades, no pudieron manipular en emociones porque me di cuenta que no eran. Corrí hacia la calle sin voltear oyendo una explosión detrás de mí.

Afuera, me encontré con un niño lloriqueando en una esquina, de inmediato me asomé a preguntarle, ¿Qué ha pasado? A lo que el muchacho respondió: Mi abuela es un robot.

 

 

Fin.


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