Mi nuevo libro

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sábado, 18 de noviembre de 2023

Chatín

- Su hidalguía se mofaba de su anatomía. Era grande a pesar que encaja en un rincón. Solía estar tiernamente inquieto en una caricia sana y locuaz ante los némesis de la calle. Amó a alguien de excelso tamaño con su advenediza personalidad pudiendo robarse el cariño de una casa lejana. Relatan que los seres de luz reciben afecto a donde quiera que vayan alejados de una casa ingrata porque los corazones nobles corresponden a almas puras. Solía abrir el hocico para capturar atenciones en un enérgico movimiento de cola que culminaba en una mano sobre la nuca, la barriga o la mandíbula. El alimento lo acogía después, devoraba desesperado por obra de un hambre feroz, por causa de un estómago ligero, prócer de dueños nefastos que nunca supieron valorar su existencia, que no tuvieron ojos en el alma para mirar más allá de una cara extraña. Pues, caracterizarlo de lindo era difícil, razón por la cual, siempre se logró amar, es que el amor es oxígeno de seres brillantes que deambulan sin arribo, despejados de sus patrones, eximidos de un respeto, y cobijados por suerte en hogares donde sí aprecian su efímera existencia. En sitios cálidos donde se entiende sin ciencia, solo por bondad, que amar a un sabueso es el fruto de la nobleza, aquella que engendra el alma sin nombre, y el corazón sin culpa. Los animales nunca tienen la desdicha de tener paupérrimos hospederos que los presumen en collares y agobian en áticos. Cuando Dios creó al hombre y lo vio tan débil decidió dibujar al perro para acompañarlo.
Chatín, un nombre acorde a su cuerpo, más nunca a su ferocidad, llegó a casa un julio de lluvia torrencial huyendo de la trágica vida debajo de una mesa a oscuras en el fin de un sitio empobrecido de afecto. Al inicio, cayó cristalina su melena cobijado en el rincón del umbral a la espera de alguien capaz de abrirle la puerta para regocijarse en calor. Era tímido; todavía sin mostrar su verdadera nula cordura, entrando a casa para acomodarse al filo de un mueble gris que le propició un lugar donde no recibir las aguas del cielo. Tenía la cara esquiva, metódicamente extraña como si al dibujante de su anatomía se le hubiera escapado el lápiz, la piel blanca, jamás como la nieve, siempre con los estragos de la calle y su suciedad, tal cual, sus muelas perdidas abiertas para los bocados más particulares de la mesa, nunca indispuesto a comer, pues, él, era incluso capaz de devorar panes con mantequilla, pasando por camote, carnes y, por supuesto, pescado.
Fue adoptado a medias debido a su ímpetu por vivir en las afueras, esa naturaleza rara por abandonar cualquier casa para incursionar en las aventuras de la frenética calzada, dispuesto naturalmente a rebuscar en los escombros de la pálida sociedad algo que nadie ha logrado entender, hallando a su vez, a enemigos mortales por obra de su caliente temperamento.
Chatín solía deambular por un mercado cercano cada vez que escapaba de casa luego de devorar los alimentos necesarios para la incursión natural de su enigmático viaje a un destino incierto. Él quería, a como dé lugar, salir por los desconocidos recorridos del laberinto de afuera a pesar de las vicisitudes altamente peligrosas de un mundo inhábil para con el cuidado de los seres de cuatro patas. Anhelaba, sin el entendimiento de la restricción necesaria, ir en busca de una vida rítmica en parafernalia peleonera como si la contraparte a su aspecto dócil y tierno fuera el hecho de querer hallar líos, esquemas vagabundos y situaciones peligrosas que, a mi parecer, nunca comprendió lo difícil que eran. Pues… solo vivía.
En los compendios del mercado, tenía un archienemigo, un enorme sabueso de múltiples razas, vigilante del planetario de vegetales y frutas, destinado a morir entre tales laberintos, un cancerbero del mercado negro cuando la noche apremia, un perro con garras filosas, dientes gigantes, cuerpo musculoso y rabietas feroces, un ser que nunca conoció el amor, solo el desenfreno, el odio y el coraje, razón por la cual, jamás se le vio con una caricia, y debido a ello buscaba motivos para morder, tal vez, por ello, andaba anclado a una cadena tan gruesa como sus piernas siendo liberado únicamente cuando los comerciantes se iban y el local podría ser atracado; aunque nadie podría ser capaz de entrar a sabiendas que ese monstruo andaba suelto. Sin embargo, Chatín no le temía, jugaba a ser el héroe o el idiota, lidiando con su actitud viajera y ese afán de reyertas, poniéndose cuerpo a cuerpo ante el ser más terrible del sitio.
Los ladridos solían ser débiles, mordiscos ligeros, mirada penetrante, ¿Quién sabe cuál habrá sido la historia de aquellos dos enemigos mortales?
Que destinados a una batalla final estaban como si los matices de la vida misma se juntaran para atraparlos en un último combate, en un imperioso deseo, totalmente insano, de asesinarse.
Una vez comprendí que tanto desamor por parte de sus verdaderos dueños le dejaron un estigma de coraje en el interior, y por tal suceso en su corazón, creyó despertar de noche, partes que no mostraba en el hogar que lo adoptó. Él deseaba la lucha, la riña y la locura cuando el mundo dormía, cuando las calmas parecían perpetuas, cuando los alimentos se hallaban en la barriga y cuando la cama no era su sitio acostumbrado.
Creo que, Chatín tenía una duplicidad dentro de sí, el ser gracioso, divertido, dócil y tierno, y el ser laberintoso, desquiciado y frenético. Ambas dualidades, pronto, llegarían a un colapso.
Hubo un romance, se enfrentó a su inevitable compromiso con Dolly, con quien convivía como un matrimonio en el presente, entre lucha libre y complicidad, entre peleas por la comida, y juegos amatorios en las esquinas, entre poses para la fotografía y ladridos estruendosos, así como las parejas se aman en un eterno pasión – rencor que hemos normalizado en la sociedad ignorando que también se trata de animales.
La vez que se pegaron no estuve, dicen que fue a hurtadillas, jamás se corroboró el ligue ideal, Dolly nunca manifestó pruebas de embarazo y ante la supuesta disciplina de no tener más animales, le dieron un antídoto ante cintas. Al parecer, el romance sería puramente sexual, mas no con correspondencia en crías. Presumiblemente bien porque el mundo es una carta al azar cuando se trata de adoptar cachorros.
Además, el vertiginoso Chatín, tenía una cita final con el destino.
Cuando las vías del destino se encienden y las luces te señalan el recorrido, uno asienta y acepta su porvenir. La noche de un viernes trece, se oyeron voces en las afueras de la casa, un repertorio de gritos agónicos, lisuras y desespero llegaron en coro a mis oídos. No quise salir. Sabía que algo había ocurrido. Que la muerte al fin, nos tocaba el timbre.
La batalla final traslució por completo. Dos enemigos mortales compuestos por un mismo objetivo, matarse a sí mismos. Era imposible luchar contra la naturaleza, no tendría sentido pensar en evitarlo, hubiera sido aquel viernes o en unos años, habría ocurrido alguna vez. Se enroscaron en un poderoso desnivel emocional y de adrenalina, dicen que fue brutal, tanto que ni siquiera un autor de horror sería capaz de descifrar. Literal, se acribillaron.
El can murió en el sitio donde nunca salió. Chatín tuvo tiempo de caminar a paso cansino hacia el umbral donde durmió aquella noche de lluvia cuando por primera vez se asomó y se dejó caer escondiendo con su pelaje una herida de gravedad.
Es curioso pensar que nunca vimos el cadáver, no hubo misa y tampoco entierro; quizá, se desvaneció en destellos de luz, el polvo de estrellas o en brisas de primavera, en aquello en lo que se convierten los puros de alma.
Y, unos meses más adelante, como tantas otras veces sacándole la vuelta a su idiosincrática forma de ser, Dolly dio a luz, y una hija de nombre Sofi, carga con el aspecto como reflejo en un lago, del perro tildado Chatín, cuyo ladrido es el eco de cada alba.

Fin



viernes, 3 de noviembre de 2023

Santino: Primer año.

La luz de luna se halla en el iris de tu mirada,

Y los hilos de las capas doradas de dioses cuelgan de tus cabellos.

Es multicolor tu aura, y mágica como un cuento tu existencia prístina.

Asomas de repente por una vida mostrando el sendero con brillo

Y emerges un renovado amor dentro de un corazón aventurero

Que le puso fin a mil y un historias…

Para escribir la obra maestra junto a ti.

Todavía es imposible descifrar el soneto de tu risa,

Aunque poetas intentan escribir sobre tu sonrisa.

Y es estéril recordar cómo era la vida sin ti

Porque de repente los días se pintaron del color de un alba

Dentro de una eterna primavera

Y las noches se convirtieron en jornadas de inspiración perpetua.

Quiero decirte, hijo, que nunca voy a dejar de sujetar tu mano,

Y a pesar que el mundo sea un vidrio roto,

Te voy a mostrar los lados opuestos

¡Para que puedas anidar con alegría en esta vida!

Tus pasos de porcelana por la planicie de mi casa

Dejan huellas imborrables como playa en el cielo

Y la melodía de tu carcajada inocente

Es el fruto de cuanto amor he plasmado en ti.

Un día como hoy, hace un año atrás, viste la luz del atardecer

Y me enseñaste a amar sin distinción ni restricción.

¡Eres el humano más perfecto que existe!

Un escalón encima de cualquier ser llamado Dios.

Con el corazón sano como caudal de lago en un olimpo inventado

Con el alma pura como nube pintada por un infante

Con la mirada impuesta en el horizonte de la verdad.

Con el andar parsimonioso de quien tiene un destino escrito.

Con la fortuna de nacer en la cosecha ideal.

Con el ADN de tu padre impregnado.

Y con una carita feliz que me entrega años luz de vida.

Te amo, mi Santino, feliz primer año de vida.

Y que alguna vez, todos tus más locos y extravagantes sueños se hagan una realidad; 

aunque, mientras tanto, goza, ama y ríe que tu padre siempre estará aquí para elevarte.

 





miércoles, 25 de octubre de 2023

Bartolito

En el tercer cumpleaños de mi hija le compré una piñata de Bartolito, su personaje favorito, se veía muy emocionada con ganas de jugar con la figura de cartón; pero enfermó poco antes de la celebración y tristemente no pudo vencer a la trágica neumonía.

Cuando ella murió, su madre y yo nos separamos, ella se fue a vivir con los suyos porque no podía seguir viviendo en la misma casa donde crió a su hija y yo me quedé a la espera de que alguien pudiera comprarla.

Poco antes de su cuarto cumpleaños empecé a despertar de madrugada por causa de un inesperado sonido proveniente de la televisión en la sala.

La voz salida de la pantalla era la del personaje cantando un solo teniendo como bailarines al resto de sus compañeros de granja. La canción no la había vuelto a oír jamás con tanto detenimiento, quizá, por el silencio y la pena.

Bartolito, el gallo carismático y colorido, flotaba y flotaba sobre una terraza manifestando onomatopeyas erradas a su propia condición para que los niños que vieran la televisión le mostraran su equivocación. Enseguida, la imagen del animal a quien pertenece el sonido, se asomaba al lado del gallo en cordial simpatía, mientras que el ave seguía danzando para volver a su terraza de inicio y soltar, otra vez, onomatopeyas erradas desesperando, quizá; a más de un infante que corregía su error como lo dictaba el narrador: Bartolito, ese es un gato. Bartolito ese es un pato.

Finalmente, aquel irritante gallo –luego de dos noches sin poder dormir por causa de su voz- podía soltar su verdadero cacareo siendo ovacionado por el narrador y los niños en frente de distintas casas con televisión.

Fui a apagar la tele antes que pudiera terminar. No soportarlo era mi única ambición, y no por pena; aunque al inicio lo fue, sino por desesperación y angustia. No es fácil conciliar el sueño de madrugada después de una derrota emocional, y se convierte en un sistema irracional mi ser de mañana al no poder tener horas de descanso.

Lo odiaba. Odiaba a Bartolito despertándome en la madrugada al punto en que resolví desconectar la televisión y esconderla en un desván. Allí, en donde por casualidad, hallé la piñata olvidada del año pasado.

La pena aumentó, mi dolor no se pudo sofocar y aunque tuve un conato de melancolía, pude reponerme golpeando fuertemente al cartón con los ojos clarísimos y profundos de aquel desgraciado gallo que no sabe su propio idioma; aunque, no pude destruirlo, era una especie de pena y cólera que solo me llevó a doblegarlo.

 No obstante, a pesar de ello, no pude volver a dormir tranquilo.

La noche siguiente, sin televisión y sin bulla, dormía plácidamente hasta que me despertó un cacareo. Uno raro y sigiloso como si un gallo viviera sobre mi techo; pero al abrir los ojos y mirar al lado me di cuenta que la piñata repuesta se hallaba quieta a mi costado mirándome con esos ojos altamente brillosos y pronunciando su cacareo final sin previa confusión.

 

Fin




viernes, 20 de octubre de 2023

El amor marchito

Nunca me he atrevido a juzgar; pero a veces la realidad amerita de una profunda opinión reflexiva.

Ella pudo haber sido modelo de televisora si no se habría dedicado a su labor en la medicina; más de un galán de gruesa billetera quiso estancar su rúbrica al lado suyo, y varios rufianes intentaron algo aparte de la amistad utilizando desafiantes e incluso delirantes artimañas; pero ella, siempre fiel a su proceder, y su relación, jamás pisó otra cama que no fuera la de su único amor, el muchacho de los ojos tristes que conoció en la escuela, a quien logró que estirara una sonrisa y empezara a desafiar al mundo con novedosa actitud logrando que avanzara en una carrera teatral que le abrió una hilera de cortinas rojas atravesando al éxito con sencillez.

Sin embargo, cegado, y alejado de su condición de humilde y sencillo hombre de hogar, se encargó de aventurarse en más de un comodín de fin de semana con mujeres que van y vienen de los muslos de otros cuando de dinero y ganas de noche se trata. Encamado en cuartos de hotel nada baratos adjunto a bellas damiselas de la madrugada que parecen distintas sin maquillaje ocultando secretos ante la luz del día, parecía que las giras internas poco a poco cabían como clavos de duda en la mente de ella, quien, sin presumir de espía, hilvanaba una secuencia de hechos nada comprobables a los que su marido mostraba para salir en aventuras.

Corazón, le manifestaba enamorado, voy a salir de gira con los muchachos de la obra, regreso el lunes a la hora del almuerzo, te visito en el hospital o te espero en la casa, comentaba en voz triste anteponiendo al trabajo en vez de los ratos de pareja, y ella, comprensiva en su totalidad, viendo la capacidad de su novio por avanzar a pasos agigantados y sin querer detener su fama, aceptaba su labor de actor, y al no poder asistir a los escenarios de provincia por causa de su falta de tiempo y movilidad, solo le deseaba la suerte que no necesitaba; aunque se escucha lindo oír: Sí, precioso, ve con cuidado, nos escribimos tras bambalinas y envíame fotos. Te amo.

El hombre nunca mandaba fotos, se excusaba de estar prohibidas por la producción, y pocas veces existieron escenarios en provincia, solo camas y cuartos de hotel con mujeres locuaces que saciaban su rara sed de sexo crudo y veloz. Entre tales interines, ella le escribía palabras de amor y aliento, las cuales leía desnudo mientras que las féminas dormían en su regazo esperando que culmine la hora de cuerpos rentados y puedan huir a las calles. Allí respondía, en cortos momentos, que andaba a punto de dormir luego de tan ajetreado trabajo, e incluso, enviaba una imagen sonriente como un enamorado que anhela el reencuentro con su amada.

Sin embargo, no se dio cuenta que no solo las dudas, sino más bien la molestia, muy interna, por cierto, esa que carcome y te detiene para no andar diciendo que eres intensa o pretenciosa por querer tenerlo siempre a tu lado, esa noción natural de intentar crear fines de semana con la pareja en otros sectores mágicos, adjunto a la comprensión amorosa por aceptar que las pasiones y los trabajos son así, llevaron a que surgiera algo de duda, muy leve, por cierto, una que permitía a la valentía de dejar de hacer algo para ir por él, abandonar un tiempo de trabajo para acompañarlo a una gira, preferir su sueño en vez del suyo, solo por tenerlo cerca. Y allí, cuando se lo manifestó dulcemente sobre la cama: Amor, ¿y si te acompaño a esta gira?, ¿No te haría feliz? y él, con medio cuerpo en el espaldar, control en mano y caricia en la espalda de su novia, pensó en las mujeres que estarían en su espera, las orgías que tendría que recurrir a la cancelación, y entonces, hubo una respuesta como condena: No amor, prefiero ir solo, así me concentro mejor.
Ella dudó. Tantos años juntos, yo apoyándolo en su carrera, y de repente, no se concentra conmigo.
Pero… dio una respuesta coherente al argumento tibio de su pareja y se echó a dormir en reflexiones interiores.
Jamás fue espía, la medicina era su vida, nunca tuvo tiempo de andar husmeando en la vida de otros, mucho menos en su pareja, en quien confiaba notablemente; sin embargo, aquella noche algo mutó. Razón por la cual, cuando él se fue de viaje con los amigos, no dudó en seguir sus huellas fácilmente rastreables hasta encontrarse con lo inevitable.

No, no es horrible, tampoco resulta dramático, es decepcionante. Y no sabes cuánto puede llegar a doler una decepción. Imagina a la persona en quien más confías, y de pronto, te traiciona. Te clava un puñal en la espalda, te golpea duramente sin que lo veas, sin que te des cuenta, y sin que puedas saberlo hasta que lo descubres. Duele y demasiado el hecho de haber construido tanto con alguien tan falso, tan careta y con desalmado. No es feo verlo desnudo con otras mujeres, puede ser digerible; lo negativo es que te haya querido ver la cara de ilusa, que haya perdido a una gran mujer por un conato de prostitutas, que haya preferido el sexo casual y crudo a unas vacaciones de fin de semana en un sentido mágico y romántico. A veces lo que más duele es haber perdido el tiempo en sueños con un lunático que no supo tener los pies en la nube cristal y se tiró al lodo.

Terminaron, evitablemente… pero no es el drama de la historia.

Empecé contando que diría una reflexión; aunque ya se ha manifestado en el relato, así que espero la tuya.
Ella no perdió, volvió a su trabajo raudamente de manera emocional, a veces los golpes de noche son duros, y los sueños rotos no se pegan; pero la vida sigue si el corazón noble tienes palpitando por recrear nuevas ilusiones, y la condición de buena persona habita en tu aura. En cambio él fue perdiendo fama, otros actores surgieron, se vio metido en escándalos y lo rechazaron de la obra. Las putas no fueron las mismas, de repente, de algo enfermó; pero se curó. Y hoy en día anda en soledad impartiendo talleres y buscando obras, puede que haya obtenido dinero; aunque el amor no ha alcanzado otra vez.

Ella conoció a un hombre, tardó tiempo en retomar la confianza, también fue artista, pintor de retratos, la conquista es tenue; pero las alegrías regresan, la vida es todavía larga, y los caminos sorprenden, y a veces el amor también se regenera y podemos volver a amar tras la traición. Solo dale algo de tiempo, pues siempre se puede amar otra vez.


Fin



viernes, 29 de septiembre de 2023

Gracias a la vida por ser viernes

– ¿Quiénes han leído los libros de Julio Verne? – una lejana voz al fondo de un sueño me habló tenuemente. Con timidez, alcé la mano.

– ¡Aleluya! Pronunció emocionada una dama de blanco con rostro opaco–.

–Y, ¿Cuáles has leído? Quiso saber manteniendo en cierto grado la misma emoción.

–‘De la Tierra a la luna’, ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’ y mi favorito… - hablaba compartiendo entusiasmo ante la mirada celosa de los compañeros y la dulce vista de mi noviecilla de primaria.

–Dos boletos para ‘Viaje al centro de la Tierra’, por favor– le hablé al empleado ubicado dentro de la casilla.

– ¿Visa o efectivo? – Añadió una duda.

–Visa, por favor– le dije sereno, di un giro y acoté una frase de humor, la estoy estrenando. Ella me regaló una sonrisa.

– ¿Aquí también puedo comprar los complementos? – Le dije al trabajador. La canchita y la gaseosa son indispensables, volví a mencionarle a la mujer detrás de mí, quien no se quitaba la sonrisa del rostro.

–Ubique sus asientos– me dijo mostrando la pantalla en revés.

–Se están modernizando. Elijamos los asientos– le dije a la chica detrás. Ella se asomó para apoyarme en la búsqueda.

Escogió la hilera F como el inicio de su nombre, valga la casualidad, y los números cinco y cuatro, ubicados en la esquina. El muchacho, bastante serio, me dio los boletos al siguiente instante. Su impresora, de sonido terrible, seguramente era el plus de un trabajo estresante, al punto en que no contestó mi duda acerca de dónde comprar los aperitivos.

– ¿Acá no podemos comprar la canchita? – se adelantó mi compañera a sabiendas que yo había olvidado la pregunta.

–En la confitería, por favor– respondió con seriedad.

Ingresamos de la mano confiados en que treinta minutos de anticipación podrían ser justos y necesarios para disfrutar de una buena función.

– ¿Y por qué te gustan los libros de Julio Verne? – Rebotó una pregunta entre el ayer y el hoy.

–Me hacen volar–  dije claro y conciso en dos etapas distintas.

–Es una segunda o tercera representación de su obra en cine, espero que esté a la altura de la imaginación del autor–  le contesté a la chica.

–Yo no he leído ninguno de sus libros, ¿podrías hablarme de alguno? – me dijo con tímida verdad.

Le vi la sonrisa amplia, los labios finos y rojos, la luz en los ojos, y se hizo imposible no atraparla en un beso.

–Después, preciosa– dije poco antes de incursionar en su boca.

– ¿Lo prome…? – no hubo una respuesta para una pregunta inconclusa.

–Le regalaría los boletos a alguien más si me lo pidieras– le dije tras el beso.

–Prometiste que iríamos al cine– me dijo con ternura.

–Mi mano se rebela de otra manera– manifesté en una pícara sonrisa.

–Pues, dile a tu mano que se detenga– respondió copiando el escenario.

– No puedo, simplemente, no puedo–  resolví contestar con la mano acomodada a su seno.

–Estamos en frente de otras personas, ten cuidado, por favor– dijo quitándome la mano en una breve risa.

 –A veces no lo puedo resistir– me adjudiqué una excusa.

–Lo acabamos de hacer la noche de ayer– afirmó.

–Mis deseos por ti se acrecientan con facilidad–  le afirmé.

Ella sonrió.

– ¿Me cuentas la historia de cómo te gustaron los libros de Julio Verne? – cambió de tema rotundamente.

Yo sonreía.

–Está bien, voy a decirle al animal de abajo que se detenga– le dije y realicé un lerdo gesto de hablarle al miembro ante la vista de los otros en espera. Ella mantuvo la sonrisa conociendo cada uno de mis bobas actitudes de adolescente lujurioso.

–Creo que durante mi época de escuela– empecé a contar retornando al episodio que tuve en un particular sueño de la madrugada.

Fernanda y yo éramos una pareja que todavía no había formalizado. Ella, enfermera en proceso y yo estudiante de cine en la Universidad de Lima, coincidimos una fila de veces en reuniones en la casa de un primo adonde también asistían mis hermanos y otros primos junto a sus novias siendo ella amiga de la pareja de mi primo, dueño de la casa. Conectamos con facilidad, temas de películas, conversaciones graciosas, risas por aquí y por allá, seducción en miradas y caricias persuasivas nos llevaron a estar instalados en la misma ubicación en cada una de las reuniones. Pues, ambos, nos juntábamos para la plática, el ron y la risa cada viernes y sábado de aquel fastuoso dos mil seis.

En aquella rara oportunidad, ante tanta insistencia por desviarnos un poco de los temas afines dentro de un mismo compacto, surgió la idea –aunque clásica- de ir al cine para pasar un tiempo a solas. Un verdadero tiempo a solas, y de esa manera agrupar nuevas nociones e intenciones. Ella siempre se notó entusiasta para conmigo, quería, de todas las formas posibles, que empecemos una relación continua, mágica y puede que dulce, llena de romanticismo, pasión vertiginosa y natural risa; pero yo, de repente como una constante, seguía atado al pasado, a una relación maravillosa que se fundió entre lo nefasto y lo complicado por temas terciarios que implicaron en su creación. Algo que me dio coraje, y también decepción, pues llevaba como estandarte el hecho de pensar que el amor vence barreras, y no cuajaba la idea de perderlo por otros. Cuando lo entendía, podía avanzar, involucrarme con mujeres y pensar en breves futuros, y cuando no, sentía que me atrapaba el ayer y deseaba retornarlo como un loco cursi y enamorado que intenta remembrar su ayer. No se lo había contado a Fernanda, nunca cuento lo que realmente siento, soy así, he sido creado de esa manera, y ella, honesta en su tierna manera de ser, me hablaba de su castidad, de su primer amor, el hombre que le habla de un libro, de mi risa y mi coloquial sentido de la vida, y de los poemas cortos que a veces le envío para encandilar su ratito. Se había enamorado por completo de mí, y no podía sentirme dichoso de su amor.

–La literatura siempre ha sido una pasión desbordante– concluí el cuento. Ella me miraba anonada.

–Quisiera saber más de parte de ti– dijo como si estuviera volando.

–Yo deseo que podamos acabar la película y arribemos a un tres estrellas para fundir las pieles– le dije en una sonrisa con picardía.

– ¿Te puedo realizar una pregunta? – La oí seria, tal vez, por el cambio radical entre dulzura y lujuria.

– ¿Solo buscas relaciones sexuales conmigo o intentas que podamos formalizar? – intuí lejanamente dicha duda.

Sabía que acorde a un séquito de experiencias pasadas debía de tratar de hilvanar algo que fuera al menos ciertamente duradero, y con Fernanda, realmente, hasta entonces, iba resultando.

–No niego que hacer el amor fuera crucial para ser quienes somos; pero a la vez admito que me gustas mucho e intento que nos conozcamos mejor para fortalecer la relación– se lo dije con la verdad.

Pero ella dudó. Y presiento que fue natural.

– ¿Lo dices en serio? Lo digo porque… solo nos vemos los viernes o sábados, hablamos por chat y sabes que es poco; pero yo te he demostrado que siento bastante por ti, estoy abierta, ante a ti, y no quisiera salir herida, tú entiendes– se confesaba tímidamente.

No lo entendía porque nunca lo había vivido. Aunque sabía que nadie quiere ser lastimado cuando se enamora.

–Comprendo, Fer– dije en primera instancia acercando mi mano a su muslo sin otra intención. Tú me gustas, añadí ante su sonrisa tenue. De hecho, me atraes más de lo que imaginas, acoté sintiéndome el más cursi del planeta.

–Entonces, ¿Por qué es la primera vez que salimos solo los dos? – sentí su pregunta como queja a pesar de la casi dulzura en la voz.

– ¿No cuentan nuestros encuentros en el hotel? – quise sonar a gracioso.

–Solo la primera vez– dijo con franqueza. Creí que tendríamos algo más allá de dos cuerpos unidos, añadió enseguida con algo de desazón.

– ¿Y no lo tenemos? – hablé de inmediato.

–No. Bueno, sí. O al menos creo que lo intentamos, ¿no? – fue diciendo con duda. Lo que pasa es que yo todavía creo que solo pretendes fornicar, ¿comprendes? Al fin fue capaz de hablarlo.

Hubo una pausa.

Varios escenarios similares pasaron por mi cabeza.

–No, Fernanda– le dije ante su mirada serena.

Bueno, en parte, sí. Te vi, me gustaste, hubo sintonía y nos acostamos a las semanas porque creo que nos gustamos.

– ¿Crees? ¡Obvio que nos gustamos! Pero yo no busco sexo y más sexo, si así fuera, iría a la barra de un bar a la espera de cualquier patético galán– manifestó molesta.

Además, -hubo otra pausa- sabes que fuiste el primero, se confesó no tímidamente, sino como una verdad real, cruda y concisa. Así como simplemente natural.

Y no te hace especial, añadió segura.

Yo la miré anonadado.

–No intento sentirme especial, Fernanda, solo me pareció lindo y te lo comenté aquel siete de noviembre– el hecho de recordar la fecha le iluminó el rostro.

–No tengo esa noción cursi de creer que el primero es el elegido, solo es una cuestión de momento, del sitio correcto y del hombre que quiero– fue diciendo.

–Aquello me hace sentir especial– le dije sonriente.

Ella sonrió.

–Tienes un afán por ser único que a veces me asombra– comentó.

–Pero… es parte de mi encanto, ¿no? Esa osadía por ser el mejor– le dije sacando pecho.

–Lo eres, me gustas mucho porque lo eres, si fueras todo lo contrario, no estaría aquí tratando de crear algo– la sentí sincera.

Asentí despacio.

–Tú también me gustas mucho, Fernanda. Por eso, nos divertimos, salimos y reímos de manera casual y elocuente– dije en palabras simples.

–Me gustaría que fueras algo más profundo, ¿entiendes? Es decir; quiero oír cosas distintas a las que usas por el chat– insistió tenuemente.

Yo la miraba.

–No es lo que te crea, es solo que me gustaría saber más de lo que sientes– atrapó una verdad.

– ¿Puedo darte un beso antes? – Propuse. Ella sonrió.

–Eres inevitable– dijo y la besé.

–Por eso, me estoy enamorando de ti– la oí detrás del beso.

La miré tiernamente.

–Es mutuo– no usé las palabras correctas.

–Eres escritor, puedes usar algo más hondo por mí– casi suplicó.

–No soy escritor, estoy en el proceso de inicio– le dije una verdad.

–Tus versos me fascinan– la oí en un suspiro.

Y me dio un beso rápido.

–Déjame inspirarte– promulgó, no solo las palabras adecuadas, sino el acto justo calando su mano en bordes de la entrepierna.

–Te deseo más veces de las que puedo admitir que me dejo llevar por un amor que me conduce a ti, y me atraes tanto que la luna llena no me hipnotiza tanto como tu vista, y es verdad, Fernanda, me cautiva tu corazón y es la meta de mi amor, porque con tus sentidos puedo bailar queriendo descifrar a la persona que eres en el alma, un sitio que quiero tatuar con mi nombre tal cual tu aura que adorna mis días. Yo te quiero, no para este viernes, sino para un fin de semana eterno. Si me permites, establecer mi bandera en ti, y en un beso comenzar– le dije con la mirada en sus ojos iluminados compuestos a su vez por una sonrisa encandilada.

–No estás en el inicio, estás en el camino– dijo en primera instancia y me dio un abrazo muy fuerte. ¡Estoy enamorada de ti! Fundió su voz en mi oído. Te quiero y te adoro, ¿Qué esperas que no formalizamos?, ¿Y si no esperamos más y empezamos la relación? Juro que estoy cansada de solo verte los viernes entre reuniones, rones y cigarros, quiero que vengas a mi casa, conozcas a mi familia, te acuestes en mi cama y veamos películas. Tomemos un vuelo a Montevideo o Guadalajara y circulemos por las calles de la mano. No todo debe resumirse sobre una mesa con tragos, ¿entiendes? Te quiero para más allá de lo que vida parece dimitirnos.

Me mantuve callado por el auge de sus emociones en palabras.

Y, si no lo pides tú, lo digo yo, ¿Quieres ser mi enamorado?

Sonreí enrojecido por su acto de amor. Y la sonrisa se mantuvo más tiempo del establecido al punto que las dudas surcaron el aire que respiramos en una intensa pregunta, ¿Qué ocurre, por que no respondes? No me di cuenta, habían pasado densos minutos para ella y frágiles segundos para mí.

– ¿Y si conversamos después de la película? – Propuse inspirado por las parejas que se adelantaron a la cola.

– ¡No! Respóndeme ahora– dijo imperativa.

–Pero… la película está por comenzar– dije inquieto.

– ¿Crees poder decirme sí o no? O, ¿acaso hay algo que no me has hablado de ti?, ¿Existe alguien más?, ¿Otra persona, tal vez? – arremetió en dudas reales.

Sí, era cierto, había alguien más, y no solo una persona, sino dos, un par de mujeres que se quedaron inertes en el ayer, de repente, esperando algo de mí, ir en búsqueda de una de ellas sin que se conozcan entre sí, o expectantes de un giro natural de la vida para juntarnos. Ambas; aunque desconocidas, pusilánimes en actitud para no moverse y ser ellas quienes vengan por mí, todo lo contrario, y lo que me gustaba de Fernando, frente a mí, poniéndome entre la espada y la pared, o el adiós y el nuevo sendero.

– ¿Qué pasa, por qué dudas? – dijo con la cara frente a mí.

–No estoy dudando, estoy pensando– le dije para que se calmara.

Antes que quiera saber que pienso, se lo hice entender: Pienso en la fortuna que tengo de tenerte.

Ella sonrió tras un suspiro.

–Me pones al límite– afirmó manteniendo la sonrisa.

–Yo soy así– le dije sugerente. Me gusta volverte loca… en todo el sentido de la palabra. Y, como alguna vez dijo Arjona: Espero verte loca completa.

–Vas a tener que esperar– dijo en una sonrisa.

Le di una mirada dudosa.

– ¿A qué termine la película? – Dije enseguida.

–A qué te decidas en darme una respuesta– agrupó fuerza en sus manos para cogerme y levantarme.

– ¿Adónde vamos? – Quise saber con lerda intriga.

–A ver la película– me dijo directa.

–No, no, espera… ¿Y si nos volvemos locos ahora? – Me ganaba la lujuria.

–Si dudas, yo también dudo– me dijo frente.

–Espera…

Nos detuvimos frente al puesto de confitería.

–Te adoro, Fernanda, acepto ser tu novio, por los siglos de los siglos…

Ella sonreía emocionada.

–Habla menos y bésame más, dijo contenta.

Y nos juntamos en una pasión de besos ante las inquietas miradas de los empleados en el stand de dulces.

–Y, entonces, ¿entramos o nos vamos? – Propuse intranquilo.

–Miremos la película, y después guíame adonde quieras que tiempo tenemos de sobra, cariño– me dijo con suma ternura entregando un beso ligero. Aseguré un puesto en la confitería y pedí canchita y gaseosa para adentrarnos en la sala.

Adentro, la vi al costado, preciosa en perfil y sonrisa, con cara de mujer enamorada y un performance de niña ruidosa e insegura; pero divina y capaz de hacer florecer sus emociones con facilidad.

Un flashback mientras daban los tráileres me atrajo a la ocasión en que nos conocimos.

Yo salía de una relación turbulenta con una mujer obstinada en no querer mutar. Ella vertía venenos en acciones celosas cada vez que quería deambular por mi lado y no dejaba que los amaneceres me sorprendan en soledad porque deseaba instalarse siempre a mi lado. No entendía, en lo absoluto, la idea de espacios y tiempos para uno mismo es tan productiva como especial para saber avanzar y madurar en emoción. Pues, ella creía que estar todo el tiempo unidos era sinónimo de devoción. Nunca estuve conforme y solía aislarme de sus encuentros; aunque, sexualmente me ataba debido a que su cuerpo naturalmente maravilloso me volvía adicto por completo. He allí ciertamente una casualidad de no saber separarnos.

Cuando pude alejarme, me quedé sin el sexo más exquisito del que alguna creí vivir; pero estuve libre de ataduras injustas y nada románticas al cabo de los meses en función obligada a tenernos. Pues, llega un punto en el que la rutina se convierte en una maquinaria hidráulica totalmente aburrida.

Fui a la reunión de mi primo como en reiteradas ocasiones para mojar la garganta con ron, reír un rato entre familia y convocar graciosas anécdotas hasta que, inesperadamente, la novia del mismo, trajo a sus amigas, entre las cuales, se hallaba Fernanda, quien, rápidamente, tuvo un contacto importante conmigo, no solo físico o visual, sino profundo e inmediato como si hubiéramos conectado buscándonos en otros caminos. No quise profundizar en ello durante dicha noche; pero hablamos y hablamos como dos amigos que se conocen y llevan tiempo sin verse hasta que tuvo que llegar el alba. Lo bueno, -no quiero usar la palabra destinado- fue que cada viernes evocábamos nuestras presencias en dicho lugar, frente a frente, lado a lado, charlando y hablando hasta que congeniamos en besos, pasiones y caricias, siempre alejados del resto, sin mostrarnos ante los demás, que evidentemente sabían lo que se creaba entre los dos hasta que acordamos en salir por primera vez solo los dos logrando que las emociones se rebelen y estemos a puertas del inicio de una relación.

¿Cómo es que logra ser posible que algo tan simple como una reunión conceda el camino a un amorío tan hondo y mágico? A veces pienso, ¿y si no hubiera ido?, ¿Y si hubiera accedió a volver con la otra chica?, ¿Y si la otra persona diera el ‘go’ para que fuera por mí? Quizá, me habría perdido de tanto, y estoy asombrado para bien que no haya sido así.

–No lo pienses tanto, disfruta de la película y de este viernes distinto– dijo como si pudiera leerme la mente. Me dio una sonrisa y se dejó caer en mi regazo.

–Seré tuya el tiempo que sepas valorarme– la oí hablar en susurros.

–Sabré apreciar cada ratito a tu lado– se me escapó una verdad.

Y cada episodio del pasado fue desapareciendo.

Ahora, desde el viernes, Fernanda se había convertido en mi ángel, y más rato, durante el reinado de la noche, le hablaría más sobre Verne al son de caricias posteriores a hacer el amor.

 

 Fin

 

 



 

sábado, 16 de septiembre de 2023

Atados bajo la lluvia

¿Alguna vez has extrañado a alguien? No de la manera natural que se transmite en añoranza, sino de la voluntad del alma por congraciarse con su otra mitad. Extrañar parece ser mágico, y podría resultar poético a pesar de ser una necesidad que en ocasiones no se satisface. Extrañar es el acto de desear el otro cuerpo atado a los brazos con el ímpetu romántico de no dejarlo escapar. Es mirar las estrellas recreando su imagen. Es cerrar los ojos para imaginar los momentos bonitos que son lejanos. Es la añoranza melancólica, es mirar una carretera vacía, es ver la luna solitaria y es abrazar la ausencia. Extrañar puede ser muy duro, tanto que es capaz de golpearte al pecho, justo allí donde habita el corazón, y puede resonar una herida tan honda que ni siquiera el tiempo logra cicatrizar. Extrañar es también una manera de enamorarse, yo una vez escribí que extrañar es el primer paso para amar. Porque el deseo de estar con la otra persona es tan grande que se asemejan los pares iguales en un mismo mundo.

Resulta esplendorosa la idea de sofocar penas y tristezas atado a una cintura.

Es realmente satisfactorio verse reflejado en los ojos de la persona a quien se ha extrañado y es grato ser abrazado por quien cuya ausencia afectó las noches y los días creando un lienzo único y especial.

Entonces, ¿Qué extrañar? A veces un camino acongojado, y otras veces una pasión quieta que se desenfrena.

Era una tarde de invierno, recuerdo que la lluvia había incrementado por uno de esos factores climatológicos que difícilmente comprendía, ninguno de los dos podía salir de casa por causa de un resfriado viral que nos afectó románticamente de igual manera. Atravesamos una semana entera sin mirarnos a los rostros, únicamente, teníamos a la webcam del Messenger como aliado; aunque la mía se veía afectada y la suya borrosa. Sin embargo, en ocasiones, el mismo señor invierno generaba que el cableado primitivo de entonces sucumbiera ante sus fauces haciendo que la conexión tuviera averías. Y sin tiempos de palomas mensajeras y con un ejército de correos electrónicos que intentan describir ampliamente lo que se siente era complicado explicarle al corazón que aquello debía de ocupar el espacio de las caricias, los besos y la voz. Así que en consecuencia, y a pesar de no conocer el paradero real de su casa, obra de una tardía conciliación de aspectos formales en la relación, propiamente por parte mía más que de ella, se me ocurrió la desespera idea de ir a su rescate porque los días pasaban lentamente como si el lunes fuese domingo, el martes el propio domingo y el miércoles otra vez volviera domingo, y las conexiones no tuvieran armonía, la lluvia creciera y la población se mantuviera inquieta en la televisión. Era un invierno intenso, siempre lo recuerdo. Tormentoso en tarde, peligroso de noche, y yo lleno de pensamientos esclavos, algunos celosos y otros extraños, me sentía aterrorizado por pensar que pudiera perderla. Y ella, enviaba desesperadamente mensajes de texto que de diez llegaba uno, que de cien, venían tres, y no siempre eran los más inspiradores; aunque alcanzaba a oxigenar las entrañas de amor hasta que nos sentimos distantes, quizá, de manera inevitable, poco madura y muy insensata, reproduciendo mensajes pesimistas en las cortas conexiones de Messenger que afectaban raudamente a nuestra tibia relación. Ocurre que, Elsa y yo, teníamos dos semanas iniciadas; aunque ciertos meses de conocidos; pero cuentan desde el sí en una pregunta mágica. Nunca supo donde vivía, y yo tampoco, nos conocimos en una clase de portugués allá por el dos mil dos y recorrimos parques, centros comerciales, de los pocos que habían y las clases de hora y media que nos hicieron coincidir. Éramos, a mi entender, una pareja divertida y propiamente estable si no fuera por el mal del clima que afectaba a la capital.

De noche me sentía angustiado, golpeaba el pecho de solo pensarla, quería atesorar su cuerpo a mi lado, volver a hacerle el amor como en todas las anteriores oportunidades visitando hoteles alrededor del instituto, hablar sobre conspiraciones secretas, astrología e historia universal; soltar risas, carcajadas enormes y confundirlas en besos y enseguida más caricias que terminaban otra vez en las almas unidas al son del sexo.

La extrañaba, y no podía seguir viviendo un alba más sin saber sobre su presencia, pues para entonces, había atravesado una semana sin saber el uno del otro, tratando en todo momento de ubicarnos en distintas maneras que parecían cortas, creo que alguien en los cielos tenía tramado separarnos usando al clima y su voraz accionar.

La mañana del viernes que parecía domingo, único día en el mes que no nos veíamos, decidí enlistarme en la titánica consigna de visitar su casa. Recordé que la tarea de la primera clase era escribir en portugués nuestros datos personales para intercambiarlos con otras personas, claro que podrían ser datos inventados para cuidar la integridad; sin embargo, me arriesgué y recurrí a la página del libro donde estaban escritos. Allí claramente decía: Avenida Los Insurgentes / Paradero Astete – San Miguel.

Conocía San Miguel; aunque estaba lejos de convertirse en mi sitio favorito. Yo no salía de casa muy seguido, andaba metido entre libros, la internet y el fútbol en la cancha al frente de la casa, las únicas veces que iba a otro distrito era para visitar el instituto ubicado en Surco.

Pero… conocía de buses y sus rutas por nombres pintados en sus fachadas, sabía de sitios por cuentos de amigos y tenía la ansiada idea de volver a verla. Así que no dudé en aventurarme rumbo a su hogar. En primera instancia, fui a una florería para adquirir un ramo de rosas, los más baratos que encontré, debido a que en tal tiempo no trabajaba y el dinero que sobró sería usado para el pasaje a menos que me haya confundido con la ubicación. Aquello era el riesgo. Uno excitante, por cierto.

Una vez vestido como para el crudo invierno, y sin avisar a nadie debido a que me negarían el permiso, fui rumbo al paradero para abordar el bus en cuestión que me llevaría hasta su hogar. Fueron dos horas de arduo camino oyendo las cinco canciones almacenadas en el celular mirando las flores de rato en rato por si se fueran a marchitar, viendo la calle con los pensamientos vivos y anhelando vertiginoso el momento de encontrarla. Sin embargo, la tarde se volvía densa, más gris que nunca, casi atravesaba la noche o parecía una continuación de la madrugada; y sin darme cuenta, me convertí en el único pasajero pasando Miraflores. Por ratos, el conductor miraba por el espejo pensando adónde iría, y el cobrador intentaba estérilmente llamar a otros transeúntes. Yo temía, ¿y si me llevan a otro lado?, ¿y si nunca vuelvo a verla? Pero por suerte, una pareja de señores adultos subieron con destino La Marina. Entendí que me harían compañía y que el chofer no haría maniobras para dejarme varado y volver a la ruta, pues, a veces, cuando solo tenían uno o dos pasajeros prefieren dar por terminado el viaje.

Cuando no sentía más mi trasero, y me había hartado de las canciones, incluso, dudado acerca de la ubicación, vi a la altura derecha un enorme letrero que decía: Paradero Astete.

Me sentí contento. Había llegado al destino. Realmente existía un sitio llamado Paradero Astete, creí haberlo inventado, pensé haber sido un sueño, por momentos supuse una mentira; pero habitaba en la Avenida La Marina un lugar llamado de esa manera. Descendí velozmente y caminé efectivamente por la Avenida Los Insurgentes. Curioso nombre, pensé. El sitio estaba desolado, la neblina lo cubría todo, alguien podría pasar y robarme hasta el calzoncillo sin que nadie se diera cuenta; pero yo estaba confiado, me sentía seguro e incluso, capaz de arribar con facilidad y sin miedo hasta que me di cuenta que mi bolsillo tenía hueco. Maldije una sola vez en toda la aventura. Me había quedado sin pasaje de regreso. Es decir; si no era su casa, prácticamente, estaba perdido, porque el celular no tenía saldo y mis padres yacían en sus laburos. Además, los hermanos, seguramente, andaban metidos en los videojuegos olvidándose de mí por completo. Algo se me iba a ocurrir, pensé en confianza mientras andaba por la avenida hasta doblar intuitivamente a la derecha ubicándome en un parque cuyo nombre no recuerdo. En otro dejavu, ella me habló una vez que paseaba con su mascota por un césped como alameda, y en el parque recorrían senderos, me puse contento de nuevo, y las flores, aunque agitadas, seguían bonitas. Otra vez seguí el ritmo en busca de su casa, una blanca de portón, el número era desconocido; pero podría adivinar y tocar unas veces si es que llegara a encontrar a alguien que tenga la valentía de abrir la puerta, pues, a veces, los ladrones abundan en tiempos de invierno y niebla.

Confieso sentirme agotado, viajar un par horas en medio de la nada con dos personas que probablemente tendrían otras intenciones, tal vez, secuestrarme y vender mis órganos, y además, la incertidumbre de no hallar su casa, todo pasaba factura; aunque, la fe no la perdía, y aquello era causa de mi amor y el deseo por verla. Así que resolví animar el paso y toqué la primera puerta que sentí sería la correcta.

Hola, disculpe, ¿se encuentra Elsa? Dije sin mirar a la persona que me habló seriamente desde el otro lado de la puerta.

Aquí no vive ninguna Elsa, respondió tajantemente una voz gruesa.

Me fui.

Caminé un par de metros y toqué otra puerta. Empezaba a llover con fuerza, las flores eran quienes más se veían afectadas, y de pasada el peinado. Lo que menos me importaba era la ropa, sino las rosas. No quería que se vieran flojas al momento en que la viera y no deseaba verme húmedo porque no podría abrazarme causa de su resfrío, y el mío no interesaba ya que al salir la bronquitis vendría por mí.

Un portón y una pared blanca, es lo único que vi antes que tocara la puerta con enorme fe.

Alguien contestó pasado un minuto.

Era una voz dulce, de mujer de alta edad, supuse.

¿Quién es? Quiso saber.

Hola, se encuentra Elsa.

¿De parte de quién?

Le di mi nombre.

Ella dudó.

¿De quién? Insistió.

Volví a repetir.

Ah, un momento, dijo dudosa.

Yo me sentí emocionado, y sin más esperas, me abrieron la puerta. Aquello no lo esperaba. Pero igual decidí entrar.

Me recibió una mujer alta y grande, pensé que era su madre, nos saludamos cortésmente y me invitó a sentarme en un mueble de la sala. Allí estuve timorato con las flores apretadas a la mano y el cuerpo empapado.

Deja que vaya por un jarrón para las rosas, dijo en una dulce sonrisa.

Se las entregué tímidamente.

Ella volvió al instante.

Las rosas parecían relucir.

Que lindas rosas le trajiste a Elsa, eres la primera persona que se las regala, añadió simbólicamente honesta.

Sonreí.

Ella ya viene, se acaba de enterar que viniste, y no ha dejado de brincar, creo que se va a vestir, comentó otra vez con dulzura.

Yo seguía sonriente.

Afuera llueve bastante, ¿no? Fuiste muy valiente para venir, aseguró.

Quería verla, le dije despacio.

Ella sonrió.

Y ella a ti. Pero es que el cable, el clima y la calle están temibles, dijo en una sugerencia dulce.

Asentí.

Pero… es loable que estés aquí. Elsa andaba triste; pero ahora seguramente sonríe, manifestó y se oyeron pasos de escalera. Ella, preciosa, descendía emocionada, y yo me levantaba para ir en busca de su abrazo.

Repetimos frases de amor desde el encuentro en un cálido y tierno abrazo olvidando que su madre nos veía asombrada y encandilada. Los besos los dejamos para después, para la soledad en el mueble, la charla divertida acerca de la odisea y el rato que absorbió a la noche nos condujo a la madrugada unidos en una sala que se convirtió en nuestro sitio predilecto hasta el glorioso amanecer en sol.

 Y así, dejamos de extrañarnos.

 

 

Fin