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miércoles, 29 de septiembre de 2021

Thor, Loki y Circe

Por el mutismo de las pantuflas recorrer el pasillo de la casa no me di cuenta que Circe atravesaba el umbral dirigiéndose desde su reino al mío con la solvente velocidad que emana de un deseo. Grandilocuente y preciosa como cada mañana, abrió la puerta con prontitud, escarbó hacia la cama y a lo luchadora de televisión se lanzó sin paracaídas frente a mí, que dormía plácidamente tras una madrugada de trabajo literario productivo.

La sonrisa de ala ancha se intensificó cuando abrí los ojos contemplando al sol durante el atardecer en el foco de su mirada, los brazos al aire para compartir la emoción como una brisa de verano saludando a los turistas, dos besos efímeros y un palabreo inentendible causa de su propio entusiasmo, ella, elocuente, preciosa y divertida, repetía: ¡Hoy es el día de campo!, ¡Hoy es sábado de aventura! Los scout me esperan, arremetió finalmente con una poderosa y vertiginosa emoción cuyas brasas de euforia pudieron acabar por levantarme. Sacudió mi cuerpo desde los hombros para que saliera del sueño, propició sus anhelos en chacota sobre el edredón, despertó a la mascota aferrada a su cama, trenzó sus cabellos color oro víctima del desespero y repitió fielmente la siguiente frase: Pa, prometiste llevarme al campo.

Mi amor, le dije abriendo los ojos de nuevo. ¿Qué hora es?

Las siete, me dijo.

Pensé en el sujeto que coloca los horarios de los días de campo del fin de semana y me di cuenta que seguramente sería un hombre disciplinado.

Debemos estar allá a las ocho, añadió.

¿Y qué esperas que no te vistes, princesa? Le dije sonriente, inclinando el cuerpo hacia adelante y capturándola en un abrazo para que no se fuera tan fácilmente.

Pa… nos retrasamos, la oí decir atrapada a mis brazos entre sollozos y sonrisas, repartiéndome besos para que pueda zafar, volviendo a reír y sintiendo el apremio de su ansiado día de campo.

Salió de la habitación tan veloz como vino e hincó un dedo índice para que me despertara lo más próximo posible, y le regalé una sonrisa correspondiente a su deseo. Volvió a su habitación, se adentró en la ducha con una asombrosa tenacidad, oí el agua y le pedí que tuviera cuidado. Respondió segura y seguí en lo mío aprovechando su baño tempranero para mi segunda siesta mañanera.

Volvió enojada, con ceño fruncido, vestida a la manera fashionista que le fascina, se tiró sobre la cama para despertarme y se sintió asombrada y ligeramente avergonzada cuando descubrió el edredón y vio a su padre totalmente vestido para la ocasión.

Fui más veloz que tú, le dije con una sonrisa.

Ella arremetió en un abrazo eufórico y plantó besos dulces en las mejillas diciendo a cada instante que era el mejor. La sensación es única.

Todavía nos queda tiempo. ¿Te apetece una historia antes de salir? Propuso sabiendo que la noche anterior se había dormido antes del relato nocturno.

Aplaudió emocionada a la expectativa de un cuento que ampliara su imaginación.

Me pude recostar sobre el espaldar teniéndola a mi lado con las piernitas dobladas y la carita atenta con esos ojos poderosos que podrían ser como olas de mar. Yo sonreía buscando en la mente alguna historia que aún no haya dictado en las noches antes de dormir y fue entonces que pude encontrar una que podría prevalecer porque la tendencia de Marvel y sus héroes la tenía enganchada a la televisión y los comics.

Una vez Loki pudo engañar a Thor, comencé.

Loki es genial, añadió emocionada.

Sí, es un maestro del disfraz, le dije. Sin embargo, no es tan fuerte como su hermano. Por tal razón, usó su habilidad para poder timarlo.

Timar es engañar, ¿verdad? Dijo curiosa.

Asentí con la cabeza. Ella no dejaría de usar la nueva palabra en la siguiente semana.

Aprende con una vertiginosa facilidad.

Ambos fueron a visitar a un rey llamado ‘El jefe de los gigantes’, era un hombre tan alto que podía entrar por las puertas de la iglesia, llevaba una barba prodigiosa y crespina, ojos pequeños como dos canitas y manos tan grandes que podía ahorcar humanos con facilidad; sin embargo, no era un mal rey, porque adoraba a su pueblo y protegía a los suyos. A este rey le gustaba estar sentado en un trono de mármol tan enorme como el piso de una casa y no le simpatizaba moverse porque el mundo no era de su altura. Lo único que hacía era deleitarse con juegos inventados y protagonizados por bufones.

De hecho, era un rey con un gran sentido del humor.

Cuando los hermanos llegaron a visitarlo para que puedan realizar negocios entre reinos, se llevaron una grata sorpresa, no solo por el enorme tamaño del jefe, sino por su grandilocuente manera de divertirse.

Grandilocuente, dijo Circe. Quiere decir que es muy simpático, añadió con una sonrisita.

Exacto, preciosa, le dije.

Y, entonces, oyeron de su parte una respuesta referente al negocio que le propusieron:

‘Solo voy a concebir lo que ustedes proponen, si logran pasar unas pruebas que produzcan mi risa’.

Circe se empezó a reír por el cambio en mi voz para contar esa escena.

¿Te imaginas que pruebas podrían ser? Le pregunté abriendo las manos. Ella comenzó a analizar la situación.

Me imagino que una de fuerza, otra de valentía y, quizá, ¿contarle un chiste?

Sonreí con su comentario final.

Esto me recuerda a la vez en que Goku le contó varios chistes a Kaiosama, le dije; pero ella ni siquiera se inmutó.

Pa, nunca me gustó Dragon Ball, dijo con una sonrisa de medio lado.

Bueno, volviendo al relato, le dije.

Ella se volvió a emocionar.

El rey de los gigantes, efectivamente, les dijo: Harán una prueba de fuerza, otra de astucia, sobre velocidad y creatividad.

Competirán entre ambos solo para divertirme.

A Thor le pareció una idea agradable, le gusta mucho el asunto de las competencias y los desafíos mientras que Loki se vio afectado porque no le agrada usar el aspecto físico y perder lo suele avergonzar; no obstante, era lo único que quedaba por hacer para que el negocio cerrara y Odín no se enojara.

Resolvieron aceptar y se prepararon para las pruebas.

El pueblo, algunos gigantes y otros enanos, se instalaron alrededor de una plaza, sentados para la epopeya entre dos hermanos, estirando sonrisas y aplaudiendo la entrada del rey, quien les devolvía sonrisas y promulgaba palabras previas al duelo.

El primer desafío fue tal cual mencionaste, princesa, una pelea de vencidas, en la que, inevitablemente, Thor tuvo una enorme ventaja.

Circe doblaba su brazo mostrando su músculo bíceps alucinándose Popeye para emular el hecho en el relato.

Se sentaron frente a frente y sobre una tarima colocaron los brazos para que un enano tan pequeño como Dolly hiciera de árbitro.

Ella empezó a reír imaginando el momento.

En cuestión de segundos, Thor había derrotado a su hermano. Lo único que realizó fue mover su mano cuando él ya no pudo hacer ningún tipo de esfuerzo, no había punto de comparación entre ambos contrincantes, la fuerza la obtuvo el rubio mientras que la mente el otro.

El primer punto fue para Thor y la ovación de la gente también.

¿Sabes que parecía la plaza? A uno de esos eventos en el circo Romano, ¿los recuerdas, preciosa?

No es circo, es anfiteatro, corrigió mi pequeña.
¡Muy bien! Qué atenta, le dije entusiasta.

En el circo ocurrieron las famosas carreras de cuadrillas mientras que en el anfiteatro las peleas entre gladiadores, le comenté. Ella asintió con la cabeza y añadió: Y también hubieron combates con barcos, solían inundar la explanada para que copiar guerras navales.

Qué tiempos tan locuaces, dijo al final.

Es lindo estudiarlo, no tanto vivirlo, le dije con una sonrisa que compartió.

Aunque el mundo de ahora no sea tan distinto, reflexionó.

Por suerte, mi amor, tú por ahora solo debes preocuparte por cuidarte y pasarla muy bien en el campo, le dije acariciando sus cabellos.

Y, bueno, volviendo al relato, en el segundo round ocurrió lo siguiente:

El rey de los gigantes, postrado sobre su trono, tomando leche con galletas Oreo, propuso desarrollar una carrera de mil metros con vallas para conocer al próximo ganador. Thor se sintió confiado, sabía que ganaría porque solía practicar ejercicios mientras que Loki prefería pasar tiempo holgazaneando,

Mentira, pa, Loki suele leer muchos libros, y sí, también prefiere mirar los atardeceres del Valhala con la barriga llena; pero es un hombre hábil. No lo dudes, y cada persona inteligente, sabe cómo usa su mente, dijo Circe cuestionando y reflexionando, asombrando como tantas veces a su padre.

Entonces, el secreto de la altura del rey era su alimento, ¿verdad? Añadió.

Eres muy astuta, preciosa, le dije con un guiño. Ella sonrió con líneas blancas en los labios tras oír acerca de dicha escena.

Bebí mi café que reposaba calientito sobre la mesa de noche y proseguí: Una, dos y tres, gritó el enano con voz de locutor. ¡Ambos salieron corriendo! Thor avanzó a una abominable velocidad, rapidísimo llegó a la primera valla, luego a la segunda y tercera, siguió avanzando entre sonrisas, risas, confiado que ganaría porque su hermano estaba detrás recién llegando a la primera valla; aprovechó ese suceso para saludar al público, mostrar los músculos, regalar sonrisas y demás, hasta que se dio cuenta que Loki comenzó a alcanzarlo y volvió a acelerar logrando una amplia distancia.

Sin embargo, se dio cuenta que…

Circe me miraba anonadada, atenta y con el vaso de leche entre sus manos.

No llegaba a la meta a pesar que la línea blanca con franjas negras estuviera prácticamente en frente. Thor continuaba corriendo, acelerando el paso, vociferando con los pies, sudando a por montones y esforzándose mucho por continuar con el ritmo; pero no llegaba. No podía cruzar la meta. No alcanzaba el punto máximo de la competición. Mientras que Loki, a su andar, con sus limitaciones físicas, sonriendo, obviamente, porque suele hacerlo cuando es pícaro, empezó a rozar el cuerpo de su hermano, a alcanzarlo con la sombra, a sentir su respiración y su desespero e incluso, a pasarlo en la carrera y finalmente atravesar la meta.

Cuando el rey dio por finalizada la competencia, Thor se dio cuenta que siempre había estado a un metro de la meta; pero, por una ilusión de su hermano, se quedó en un bucle de tiempo que no acabaría nunca mientras que Loki avanzó los mil metros como tal. E incluso, pudo haberlo vencido si hubiera caminado; pero uno nunca debe presumir en una competencia.

Buena frase, pa. Uno nunca debe presumir en una competencia, repitió. Hizo un gesto de pensar y añadió: Me recuerda a la fábula del conejito y la tortuga. Esbozó una tierna sonrisa y prosiguió: Voy a estrecharles la mano a los vencedores cuando termine de ganar las competencias en el campo.

Volvió a ajustar su brazo en forma de musculo con un esfuerzo sobrenatural aguantando la fuerza y la respiración ante mi gracia.

Bien, la tercera prueba fue la siguiente, le dije. Ella retomó la atención.

Debían de juntar cientos barriles de leche sumamente pura, de esas que tomas gustosa por la mañana para que te conviertas en una súper heroína, y colocarlas una encima de otra en un tiempo determinado.

Thor se sintió satisfecho, podría vencerlo con bastante facilidad; pero Loki siempre tiene una carta bajo la manga.

Circe me miraba con el rostro tan asombrado que incluso cubría la boca con las manos.

Thor, sin dudarlo, comenzó a cargar barriles de cuatro en cuatro usando su fuerza descomunal para tener inmediatez; aunque esta vez se cuidaba de algún artilugio de su pintoresco hermano provocando el contenido para asegurarse que fuera leche y no aceite.

Pero, pa… ¿es que acaso Thor es tan tonto? Interrumpió la pequeña.

¿No sabe que un barril de aceite pesa igual que uno de leche?

Se tomó la cabeza en señal de burla cuando lo dijo.

Sí; pero le gustaba tanto la leche, que la quería solo para él.

Ah, ya entiendo, la oí decir reflexiva.

Solo los grandes héroes y heroínas beben leche, le dije sugerente.

Y, entonces, Loki, al darse cuenta que su hermano no caería en artimañas y seguramente cargaría los barriles hasta culminar, dio a conocer su nuevo truco.

¿Qué hizo esta vez?, ¿Aumentó los barriles en un acto de ilusión?

No, preciosa. Él no necesitó cargar los barriles, tampoco lo haría si fueran tazas, muebles o libros, simplemente usó sus poderes mágicos para teletransportar todos los barriles de un lado hacia otro ganando en cuestión de segundos.

¿Qué?, ¿en serio?, Pero… ¿es que acaso no fue un acto desleal? Quiso saber la pequeña.

Puede ser y puede que no; pues, las reglas no se dijeron y el rey, ante la queja de Thor, consultó: ¿Qué opina el pueblo? Y a como todos les pareció alucinante el acto mágico de Loki, lo dieron como válido.

Fue el público quien eligió al vencedor, dijo la nena de los ojos claros.

Yo asentí con la cabeza en una reverencia para darle la razón.

¿Y cuál fue la siguiente prueba?

Thor se sentía derrotado, parecía que Loki se llevaba el triunfo, se sentía confiado y seguro que ganaría, algo que definitivamente le tuvo que pasar factura, pues, en medio de su parafernalia festiva ante el público que coreaba su nombre, no se dio cuenta que el rey de los gigantes hablaba acerca de la nueva prueba y en ese tramo olvidó, el más pícaro de los dioses, que estaba de espaldas ante un combate cuerpo a cuerpo, donde perdía quien caía al suelo primero sin usar armas ni magia. Thor, molesto, picón y dolido en honor, lo cogió por detrás cuando lo vio sonreír frente al turbulento e histriónico público y elevó por los aires en una voltereta como en las luchas que te gusta mirar y enseguida lo hizo aterrizar al pavimento ganando la cuarta y última competición sintiéndose emocionado.

Ambos estaban agotados, tanto física como mentalmente; pero el rey estaba contento, se sentía realizado, entusiasta y orgulloso del régimen impuesto para con sus invitados; resolvió pararse del trono, callar al estimado en las gradas y decir unas palabras: Hermanos, díganle a vuestro padre que acepto el trato por causa de ustedes. Thor y Loki se sintieron honrados; pero uno de ellos no se sintió satisfecho. Pues, de cuatro pruebas, dos había ganado Thor y dos Loki, y uno de ellos, te imaginarás quien, quería ser el único vencedor.

Cuando rey de los gigantes firmó el trato de negocios, Thor le dijo: Señor, ¿nos pondría una última prueba? Es que quiero ganarle a mi hermano.

El rey se sintió confundido, acababa de firmar un contrato forzándolos a jugar, pensó que tanto ellos como él habían llegado al fin de la fiesta; sin embargo, le asombró la reacción del hermano. En ese momento, Loki, molesto con su par, lo encaró: ¿Qué te pasa? Yo ya estoy cansado, quiero irme a casa a descansar, ¿no te quedas tranquilo con el empate? Thor le dijo varias razones personales basadas en su ego por las cuales le gustaría ser el ganador y Loki se sintió ofendido y enojado por su arsenal de habladuría, al punto que insistió en otra prueba, una en la que podrían usar trucos, armas y demás.

¿Volvieron a luchar por culpa de sus egos? Quiso saber Circe sintiéndose absorta.

Tal cual, princesa. A veces los egos nos ciegan. Nos impiden divisar el verdadero horizonte y nos enfadan con los demás.

El elocuente rey volvió a su asiento y consultó con su público emocionado si podría haber otra prueba. Ellos, obviamente, accedieron sin dudar.

Thor sintió efervescencia dentro de su piel mientras que Loki resopló sus manos para entrar en calor, mientras que el rey de los gigantes, se hallaba pensativo con las piernas cruzadas y la mano en el mentón intentando hallar la solución o la ecuación a su último juego.

¡Ya lo tengo! Lo dijo en voz alta. Se levantó prodigioso y habló en voz alta para que el mundo escuchara: La siguiente consigna es muy simple, tendrán que beber la leche de mi vaca favorita hasta que se termine el contenido en aquella taza dorada. Quien acabe primero será el ganador.

Los hermanos notaron el tamaño de la taza y sonrieron víctimas de la confusión, sintieron que se trataba de una broma o de una prueba improvisada; sin embargo, el rey estaba muy seguro de lo que hablaba.

¿Y cómo era el tamaño de la taza? Preguntó Circe curiosa.

Pues… era como tu taza de leche, sin el logo de los Power Rangers, le dije en broma. Ella sonrió y de un sorbo se terminó el desayuno.

Ya hubiera ganado, me dijo después mostrando orgullo en la sonrisa.

Los hermanos, casi al mismo tiempo, cogieron los cuernos que se usaban  como conductos para succionar la leche de la taza ubicada en el centro del piso y los acercaron a sus respectivas bocas para ingerir el alimento por petición del rey para darle una forma simpática y carismática al evento.

Con la misma intensidad y propuesta ganadora impulsaron su sed para beber hasta saciar el contenido dentro de la minúscula y hermosa taza.

Sin embargo… ¿Adivina qué sucedió?

Circe me vio abriendo los brazos.

La leche nunca se terminaba.

Como lo que pasa en la casa, dijo con humor. Empezamos a reír.

La leche, no se acababa, ambos tomaban y tomaban; pero la pequeña taza en medio de la pista continuaba llena, no disminuía; aunque pareciera que sí y no era un acto de magia por parte de Loki, debido a que él también se veía afectado y en su rostro se reflejaba.

Tenía los cachetes inflados de tanto tomar y tomar y aunque la leche es buena para la salud, consumir en demasía suele ser perjudicial porque te puedes atorar; mientras tanto, el rey se carcajeaba viendo como los dos hermanos querían ganar sin pensar en la artimaña detrás del juego, debido a que el rey no era ningún tonto y tras la firma del contrato había resuelto darles una lección.

Horas más tarde, ambos se detuvieron. Ninguno había podido acabar el pequeño tazón de leche fresca.

El rey se levantó del trono y dijo: Nunca podrán culminar de tomar la leche porque esa taza contiene al océano.

Lo que ha pasado es que en un intento por ver quién es el mejor, los dos han quedado como tontos.

El público comenzó a reír. Los hermanos se enojaron contra el rey y quisieron ir contra él; pero en un dos por tres desapareció junto al estadio y la gente dejando únicamente el tratado de venta de su establo.

Thor y Loki, avergonzados, prometieron no contarle a nadie lo sucedido y se volvieron a casa entre risas y abrazos.

Fin.

Circe estirando una sonrisa tras asimilar por completo la reflexión en el relato, me dijo: Hoy voy a vencer a mis compañeros en los juegos de campo; pero les daré la mano y les mostraré los trucos del triunfo. Trabajaré en equipo siendo una líder justa y compartiremos los logros. ¿Qué te parece, pa?

Excelente, preciosa. No esperaba menos de mi hija, le dije abriendo los brazos para que pueda calzar en mí en un apretón tan tierno como dulce en donde no faltaron los besos y las risas.

Enseguida se apresuró para alistarse para el día de campo y al cabo de un corto tiempo salimos para allá.

El resto del día fue una sucesión de hechos divertidos que en otra ocasión voy a relatar.

 

 

Fin

viernes, 17 de septiembre de 2021

Nosotros

Vayamos por el camino que nos produce alegrías, el mismo que contemplamos cuando nos abrazamos y sentimos a medida que el tiempo se detiene en el impacto de los cuerpos, la manera como nos envolvemos en emociones y sentimientos que parecen ser eternos. Y, pensándolo bien, deberían ser eternos, de esa forma, preciosa, se entiende el amor. Porque no habría razones para ser parte de una relación honesta y bonita si no tuviéramos intenciones que fuera eterna. ¿Te das cuenta, preciosa? Como un propósito indica el todo de un sendero sin ni siquiera saber el resto del camino. Es decir; que el solo hecho de sentir, en el abrazo, todo lo que se manifiesta, incluyendo el roce de deseos, pasiones, aromas y hasta risas, promulga el anhelo entusiasta y romántico de querer acaparar la vida al infinito, ¿lo ves, amor? El infinito de la mano, la eternidad en un abrazo, las miradas en un instante eterno, ¿te das cuenta, mi vida? Que el amor debería durar el tiempo que dure el amarse, entonces, debería ser igual al infinito con la eternidad, porque de eso se tratan los amores, los romances, las historias de amor, la inspiración de poetas y autores, y el todo, pues la palabra eterno y su gemela infinito van vertiginosamente al ritmo de lo que sentimos y nos envolvemos en ese abrazo que es perpetuo y nunca se divide porque mantiene unidos y amándonos de la forma como podemos lograrlo, con honestidad, franqueza, nociones positivas, auras optimistas y muchas pasiones sinceras que solo nosotros podemos sentir para ser felices.

Por eso, te amo. Y quiero componer la vida a tu lado, tenerte siempre conmigo, vivir de ti, para ti, por nosotros, ser ambos a la vez que somos nosotros en nuestros asuntos, ser una pareja ideal, correcta al son de lo que pasamos y vivimos y nos aumenta en experiencia, en ideales y nociones que atesoramos porque amarnos es parte de una vida real, honesta y concisa que hemos construido para que podamos asentarnos y ser felices debido a que este amor tan puro y verdadero no se detiene, avanza, se goza y se vive en una faena fabulosa que nos domina, enciende, alcanza, adoramos, sentimos, vivimos, volvemos a vivir y tenemos como nuestra, con las etiquetas de nuestros nombres, los auges constantes y las idas y venidas que nos permiten mejorar, evolucionar, crecer y demás por el bien de la relación que tanto atesoramos y amamos.

Es esto lo que deseamos y soñamos, preciosa, ¿lo ves? Porque este amor es netamente para nosotros y cuidarlo, regarlo, atesorarlo y protegerlo como también formularlo, expandirlo y abrazarlo fuertemente hasta el fin de los días y las noches; de hecho, hasta el fin de la humanidad y el universo, porque no imagino que sucumba alguna vez debido a que lo nuestro es eterno y me pongo a pensar y analizar que deberíamos amarnos el resto del tiempo; pero de una manera y forma útil, única, versátil, nuestra, franca y clara porque estamos destinados a ser nosotros, destinados por causa de nosotros, nosotros creamos e inventamos el destino y lo hacemos nuestro, solo nuestro y nos encargamos de que el amor surja la vida entera y nos consigne el bienestar, los placeres y las alegrías que tanto nos puede dar porque esto es nuestro y de nosotros depende amarnos por siempre y ser felices.

¿Lo ves, preciosa? Que el amor, sus causas, los oleajes, las locuras y las alegrías son netamente salidas de nosotros, de los corazones y las almas enamoradas; por eso, mi preciosa, te amo y me permito extender esa palabra por una franja infinita que converja con la tuya hasta que podamos ser nosotros la eternidad siempre y cuando seamos, valga toda la redundancia del mundo, nosotros.

Vine a escribir sobre eternidad y me salió el sinónimo: Nosotros.

Te amo al infinito.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Senderos inciertos

- En una esquina del Parque Kennedy, del cual nunca tuve idea de la razón objetiva para llamarlo así, frente a una tienda por departamento todavía cerrada a pesar de ser mediodía, beneficio para quienes no anhelan trabajar temprano, cerca de un concurrido centro de entretenimiento para jóvenes adictos a los videojuegos, debajo de un semáforo prendido casi del mismo color de mi corbata, observando paulatinamente el reloj en la muñeca, con algún cantante de lunes oyéndose en mis oídos, contemplándome en el reflejo de un vidrio a mi lado obra de una tienda de calzado, añoraba expectante que pudiera avanzar y continuar el trayecto hacia la calle que direcciona con la avenida principal; pero que recorre una serie de tiendas de sastre donde en dos ocasiones pude adquirir unas camisas y en donde labura apasionadamente una muchacha de elegante atuendo, quien jamás mira hacia atrás por estar sumergida con el cuerpo inclinado en el corte y confección de tejidos sofisticados para clientes o maniquís y cuya única atención se resuelve en el sonido de la puerta pasado el mediodía. Curiosamente, cada vez que solía atravesar la calle, a veces intencional, a veces de casualidad, la miraba glamurosa como aquellas chicas italianas que caminan en desfiles de alta moda y uno piensa que así deberían vestirse en una capital infectada de basura musical, modista e ignorante.

Al filo de la siguiente avenida, exactamente en el paradero donde iba o podría abordar un bus que me trajera a casa, olvidando por completo a la apuesta modista, pensaba en la sucesión de hechos que realizaría en la soledad de mi habitación debido a que tanto mis hermanos como mis padres seguramente andarían en sus respectivos trabajos y yo, atesorando la fortuna de ser escritor, estaría en absoluta soledad pudiendo consolidar la hegemonía de las letras dentro de mi cabeza. Sin embargo, apareció una mujer totalmente distinta a los prototipos en mi mente basados en la sastre de camisa, falda y tacones, a quien podría recitarle versos de Neruda y tratarla como Darcy para enseguida volverme Hyde y otro tipo de hombre.

Me saludó emocionada como si nos conociéramos de alguna parte y yo que suelo tener la cabeza en otra órbita cuando empiezo a maquinar situaciones ficticias (y no tanto) respondí a su saludo por cortés a pesar que no tenía idea de quien era y mucho menos de dónde era; no obstante, la atención minina provocó en la mujer a mi lado, exactamente frente a un quiosco de esos que te venden todo caro, un sentido amical por querer socializar, algo que para lo que no soy tan bueno.

Nos saludamos teniéndonos cerca con un beso amigable en la mejilla, repito, -como si nos conociéramos- y me di cuenta que ella también sostenía un morral como franja en su cuerpo aplastando ligeramente la playera roja que llevaba puesta debido a que dentro de unas horas, y lo había olvidado por completo, estaría jugando la selección peruana por la Copa América. Me percaté en ese momento que el tiempo literario podría verse achicado debido a que un montón de primos y el conato de hermanos asistirían al cotejo dentro de mi casa, según revisé en una veloz vista al celular, para dentro de tres horas. Y, según rápidos cálculos, yo debía de estar en casa en aproximadamente veinte a treinta minutos lo que llevaría a la consecuencia que solo tendría dos horas (media hora menos si cuento el almuerzo) para realizar mi trabajo. Algo que me ofuscaría y pondría de mal humor porque llevaba dentro de mi mente un nuevo episodio para el siguiente capítulo. Pero estos pormenores mentales poco le importaban a la muchacha en frente, quien, de cabellos ondulados, castaños y largos, altura mediana, sonrisa amplia, rostro pequeño y tez blanca, ojos claros, tan claros como dos mieles, silueta como si pudiera comerse una pizza sin reparo y afán vertiginoso por ser sociable, motivo por el cual, no dejaba de parlotear sobre el sitio donde me conocía.

Compartimos la clase de inglés en el aula 203, me dijo. Me siento a dos filas a la izquierda. Siempre llevas lindas corbatas, alguna vez quise preguntarte la razón, añadió sonriente como si tuviéramos tiempo de conocernos, con esa forma tan simpática como alguien afronta una charla con un hombre aparentemente serio.

Para entonces, había terminado la universidad -o al menos eso creo- porque todavía tenía que rendir unos protocolos tediosos que iba atrasando; terminé un romance con una profesora de inicial y primaria del Humboldt por el desgaste del tiempo, mis sueños por conocer el mundo y su afán -al inicio bonito y más tarde nocivo- de no poder desprenderse de la familia, si a esto le incluimos una sarta de niños rompe pelotas a quienes decía adorar y amar como los suyos y le impedían salir del país como yo anhelaba. Había escrito el manuscrito de un nuevo libro, que también había vuelto a reescribir y sentí que nuevos episodios cabían en mi cabeza; y, para ocupar el día en vicisitudes literarias me escribí en un instituto de inglés altamente conocido para aprender algo de la lengua universal (aunque en la universidad me dijeron que era el latín, hubiera preferido italiano, no me gusta el portugués; pero lo estudié y amo mi castellano aunque lo maltraten).

En ese proceso, tras el ruedo de la primera semana donde se realizan grupos de trabajo o prácticas entre compañeros, la joven elocuente frente a mí, me había estado observando de cuello hacia abajo, haciendo mención en más de una ocasión a la corbata que llevaba puesta durante los distintos días de la semana.

No niego que como autor suelo mirar a las personas, sacar caracteres, atrapar movimientos, anotar ciertas actitudes y hasta recordar atuendos; pero es porque soy escritor y necesito descripciones sigilosas que no comparto con nadie y las reservo en la memoria; aunque a veces me doy cuenta que más personas actúan igual sin ser autores como fue el caso de la joven a mi lado, quien me invitaba muy amigablemente, las galletas de fresa que acababa de abrir con cuidado.

Recuerdo que el miércoles viniste con una corbata de moño muy preciosa, era de color morado con lugares rojizos, quedé encantada. Me hubiera gustado tocarla.

De todo lo que andaba mencionando al tiempo que disfrutaba de su golosina, la compartía conmigo y yo la masticaba gustoso porque estaba sabrosa (o tenía hambre) esa frase me pareció sacada del vagón de un pedazo de su mente que quizá no reconocía del todo.

Digo, digo, tocar la corbata. Sentir su textura. Es que… me parece genuino que alguien vaya a clase en corbata. La mayoría de muchachos visten con capuchas, pantalones sueltos, polos con estampa y tú vas en camisita y corbata de moño luciendo intelectual y…

Por un momento pensé que diría sexi. Y, si lo hubiera dictado, me estaría riendo.

Bonito.

Me gustó más esa palabra porque reflejó lo que era la persona en una radiografía. Una muchacha con kilos de más que poco le importaban porque volvió a sacar otra galleta del bolsillo, carisma completo en cada sonrisa y elocuencia en su voz a pesar de ser lunes a la tarde y mucha gente suele andar muerta; cabellos relucientes, castaños como sus ojos pequeños y aunque vestía lista para alentar a la selección, me dijo, cuando se dio cuenta que me quedé viendo su playera, que exactamente, como la gran mayoría de personas, iría a ver el partido a casa de sus primos. Y, en ese momento, entre ademanes, risas, comentarios y demás, añadió: ¿No quieres venir conmigo? Se mantuvo en silencio, incluso, sin darle un mordisco a la galleta, y yo que tenía otra en mi mano la introduje a la boca para no responder rápido.

Me negué, obviamente; pero con sutileza. La acababa de conocer, no sabía su nombre ni dirección, tampoco conocía si realmente compartíamos el aula. Éramos casi treinta cuando entré y dentro de la multitud mi visión atrapó a una venezolana de cabellos ondulados, morena, alta, de un cuerpo de ensueño; una mujer de ojos verdes vestida con uniforme de Columbia, excitante, por cierto, por el glamur para caminar en tacones que pocas chicas pueden obtener y mi compañera, la típica atrapa libros que solo busca aprender y no socializar. De repente por eso fue la única que me cayó bien. El resto eran los típicos muchachos que no llegan al tercer básico, algunos señores que vienen y no vuelven hasta la otra semana y nenitas de quienes podía ser su padre; sin embargo, la maestra vestida de traje sastre cuando no estaba obligado en la institución (válgame dios como me encanta cuando lo usan sin obligación) era muy atractiva, americana, según dijo al inicio, rubia y de ojos azules, guapísima y amable; pero el hecho de emancipar alguna idea de citación con ella podría ser forzoso, cliché, aburrido, tedioso y no aprendería por estar coqueteando. Acababa de salir de una relación, ese asunto; aunque a veces no parezca, te nubla. Te impide cometer nuevas intenciones románticas a pesar que existan mujeres simpáticas y aunque puedas realizar acciones cercanas no logras amoblar una relación hasta un grado de tiempo. Lo digo por experiencia, nunca se empieza otra vez cuando terminas un romance. Deja que pase el luto.

Insistió en tres ocasiones para que la acompañara a casa de sus primos a ver el partido. E, incluso, a la cuarta, me cogió de la mano como quien intenta dirigir hacia un lado. Sonreía de forma cándida, simpática y apacible; llevaba zapatillas blancas y grandes de esas que tienen como una especie de barra que eleva a las personas, las cejas como si fueran dibujos y no dejaba de sonreír a pesar que yo mostraba extrañeza y ligera incomodidad por sus actitudes que me condujeron a decirle acerca de mi inminente partida. Ella no quiso que me afuera, de hecho, volvió a insistir para que camináramos juntos rumbo a la otra esquina porque, según dijo al tiempo que andábamos, solía abordar un bus en especial que la dejaba en su puerta.

Se me hizo altamente raro porque todos los buses de la Avenida Benavides van directamente hacia la Avenida Caminos del Inca sin doblar por ninguna esquina. No obstante, como seguían saliendo galletas de su mochila y yo tenía cierta hambre, resolví acompañarla.

Me gusta tu corbata, ¿es roja o guinda? Quiso saber mientras andábamos a paso lento.

La recogí por debajo elevándola de a poco para recordar su color.

Creo que es guinda, le dije.

¿Puedo tocarla? Me gusta conocer la textura de las cosas, dijo tiernamente.

No me pareció inapropiado y dejé que lo hiciera.

Vi una especie de éxtasis en sus gestos cuando tocó la corbata como si estuviera gozando interiormente al tiempo que la amasaba y jalaba causando un estrago en mi cuello.

Perdona, no quise jalarla, añadió después con una sonrisa.

Descuida, le dije y la devolví a su sitio.

¿Dónde trabajas? Fue su pregunta inevitable.

Me dedico a las letras, le dije ambiguo como siempre.

Yo quiero estudiar psicología, comentó. Pero antes de postular estoy aprendiendo inglés, me dijo.

Su respuesta me alteró sutilmente.

¿Te puedo preguntar la edad? Le dije viéndola de lado, era como de mi tamaño.

Es muy pronto para las preguntas personales, me dijo con seriedad.

No es tan personal decir los años. Muchos tienen la misma edad que tú y yo y algunos nos duplican o nosotros a ellos, le dije en broma.

Ella sonrió y soltó una breve risa.

Eres gracioso; aunque al inicio no aparentas.

Reservo mis chistes para momentos oportunos, le dije.

Me dio una mirada tierna y al instante realizó un gesto de molestia.

Llevaba un morral que parecía cargar rocas en lugar de cuadernos.

Te doy una ayuda, le dije.

Me volvió a mirar con ojos cristalinos como si estuviera notablemente agradecida.

Lo cargué con facilidad hasta llegar al paradero indicado. Nos detuvimos entre la Avenida Benavides y Larco como quien espera un bus entre la multitud. Ya no hablábamos tanto, miramos los respectivos celulares, yo visualizando el tiempo para ver si tenía acceso a la escritura por más de una hora y ella visualizando algún chat, quizá.

¿Me das tu WhatsApp? Me dijo en un tono seguro.

Se lo di.

Me agendó y mandó una carita diciendo que era su número.

A veces creo que nunca di dárselo; pero tenía una carita tan dulce que no iba a poder negárselo.

Apareció uno de los tantos buses que conducen a mi casa, el suyo no pasaba o tal vez sí y no quería abordar; yo estaba apurado, mi labor de autor no entiende de caprichos. Me despedí diciéndole que ahí me iba y lo siguiente que mencionó traicionó a la sensatez.

Te acompaño. Yo bajo en la Merced.

Soy de las personas a quienes les gusta mirar el paisaje urbano por la ventana oyendo canciones que recreen lo que siento o pienso sin hablar con nadie el tiempo que dure un trayecto. De hecho, me fascina viajar solo porque suelo tener grandes ideas en largas avenidas; pero ella se acomodó a mi lado habiendo varios asientos libres, pidió que compartiéramos audífonos de los suyos porque quería mostrarme las canciones de su bendito Spotify, el cual, en dicho entonces, no tenía instalado, y en absoluta confianza, dijo que podía ayudarme a desajustar la corbata.

Le dije que lo haría en casa porque tenerla en el morral podría arrugarla. Aclaré que sus canciones estaban chéveres aunque no me haya gustado alguna. No soy una persona que adhiere gustos nuevos con sencillez. Suele ser un proceso pesado, hay que prácticamente meterme los nuevos géneros por los oídos.

Me habló de Katy Perry, Selena Gómez y no recuerdo quien más, quería que las oyera para conocerlas; aunque luego las viera en fotos y dijera que están simpáticas a pesar que la música no sea del todo de mi simpatía.

¿Hasta qué nivel de inglés piensas llegar? Preguntó después quitándome los audífonos para conversar. Pasábamos el Parque Reducto cuando consultó, quedaba algo de tiempo para su destino y más para el mío.

Pienso acabarlo, le dije.

¡Yo también! Quizá podríamos compartir el aula los próximos seis meses, aseguró entusiasta.

Se me hizo absolutamente raro que alguien tuviera tanta emoción por pasar ciclos de estudio a mi lado cuando suelo ser una persona a quien le importa aprender y no socializar.

Pero, naturalmente, desconocía mis verdades y como niña contenta se llenaba de entusiasmo de solo imaginar el futuro.

El bus se detuvo en la Avenida La Merced, ella se alistó para bajar, me dio un beso en la mejilla mostrándome una sonrisa muy tierna y dijo: Nos vemos mañana, cuídate y estudia. Si tienes dudas, me escribes. Yo te puedo enseñar, no te preocupes. Salió del bus y estiró la mano desde afuera.

Me pareció uno de los actos más dulces que me habían pasado hasta entonces debido a que el caudal de nefastas sensaciones ocasionadas por la ruptura todavía se encontraba como sarro dentro de las pieles del corazón. Y, curiosamente, como suelen suceder en varias rupturas, la ex me escribió: Hola, ¿Qué tal?

Leí su frase gélida, deshumanizada y sepulcral, a diferencia de las veces que hablaba con cariño y aprecio y no me dieron ganas de responder quedándome con el acto tierno de la gordita de cabellos castaños hablando de enseñarme inglés y despidiéndose con elocuentes gestos porque a veces en la vida hay que apreciar los buenos ratos.

Al día siguiente, anudaba la corbata para salir rumbo al instituto, siempre formal y elegante como solía vestir continuamente, deteniendo la labor para responder el mensaje de Fernanda, mi ex novia, quien, en un acto eléctrico de intento por aferrarse al pasado, me dijo: Oye, estoy cansada de esta situación, ¿hablamos o no? Habían pasado tres semanas sin conversar, su último mensaje fue ayer y le clavé el visto más grande del mundo porque estaba agotado de su falta de compromiso con la relación y acérrimo poderío con otras aficiones.

Reflexiono, yo entiendo que tengamos otros pasatiempos, personas que disponen de nosotros y demás; sin embargo, en una relación existe un compromiso con la otra persona, quien, en muchos casos tiene más valor que el mundo.

Acabado el moño pegado al cuello, le escribí: Hola Fer, ¿hablar de qué?

(Confieso que disfruté muchísimo de responder de esa manera tan fría).

De nosotros, ¿de qué más? O, ¿ya andas con alguien?

Sabía que diría algo así, pensé entre risas y colgué una foto de estado a la que contestó con rapidez: ¿Por qué tan formal?, ¿adónde vas?, ¿con quién estás saliendo?

Algunas personas se exasperan cuando pierden a alguien o creen que otras lo están ganando.

Fer, ¿Qué tal? Espero que estés bien. Para ser honesto, no quiero hablar contigo. No lo tomes a mal.

¿Tomarlo a mal?, ¿Por qué? Yo solo quiero hablar, me dijo.

Bueno, vayamos a tomar un café, ¿te parece? Le dije saliendo de casa.

¿Hoy puede ser? Al mediodía estoy libre, le dije sabiendo que a esa hora estaría en su trabajo.

Bien, nos vemos en Starbucks de Velasco Astete, aseguró.

No, Fer, nos vemos en Starbucks del Parque Kennedy, le dije y accedió.

Habíamos tenido un romance de ocho meses, ciertamente duradero, con sus buenos ratitos y recientemente unos pésimos momentos. Me había gastado el hecho de tener que insistir a que hiciéramos algo distinto a la rutina de ir a su casa, ver televisión, jugar a la Play que tanto le gusta y hacer el amor durante el resto de la noche. Lo último, definitivamente, la excepción; pero yo quería viajes, planes, metas y sueños, y ella pensaba en su hermanito de cinco años, el otro de diez y sus hijos en la escuela, decía en más de una ocasión: No sé con quién voy a dejarlos si vamos de viaje.

Yo terminaba yendo con mis amigos o a veces en soledad, de hecho, lo gozaba; pero no tenía a nadie con quien ir acumulando sucesos y recuerdos que solidifiquen la relación.

Ella a sus veinte y seis y yo con mis tantos años no hacíamos una ecuación formidable porque nos envolvía la monotonía.

En varias oportunidades le dije: Fer, ¡Tu madre puede cuidar a los niños!

Y la escuela es de lunes a viernes. Los sábados y domingos eres libre. Pero ella tenía esa fascinación de mamá pollito tal cual mi vieja y aunque los franceses quieren a novias como sus madres, yo no nací en París y tampoco anhelo a alguien con cola.

Sin embargo, la pasábamos bien cuando queríamos gozar del día; pero yo andaba en otras etapas, quería algo más que una simple relación y ella seguía estancada en ser niñera.

Mi compañera de aula se había cambiado de asiento y la muchacha gordita de los cabellos castaños estaba reemplazándola a mi lado durante la conversación acerca de pasatiempos que tendríamos frente al público como examen oral.

Poco me importaba con quien hubiera establecido el examen, quería aprender y aprobar y la nueva compañera tenía un carisma sinigual que me llevaba a aprender con facilidad al punto que llegué a pensar que en lugar del básico uno podría estar en un nivel más avanzado si lo deseaba.

Nos lucimos en el examen, la profesora, la guapísima Miss Smith, pidió un aplauso para el público, alagó la vestimenta formal del protagonista en poco o nada sintonía con su compañera vestida de camiseta holgada y pantalón jeans rasgados y nos colocó una nota en señal de excelencia.

A la salida nos fuimos juntos como dos personas que todavía quieren hablar acerca de su gran trabajo anterior, ella conversaba sobre la forma como los alumnos nos miraron anonadados exagerando los gestos y yo la escuchaba sonriente agradecido por enseñarme a dictar un inglés mejor que la vez anterior. Además, le pareció estupendo el detalle de mi nueva corbata de moño el punto que volvió a tocarla sintiendo su textura y esta vez no tuve inquietud en dejar que lo hiciera, se emocionaba cuando la sentía, le agradaba ajustarla, sentirla, aplastarla y hasta ajustarla, tenía cierta fascinación sobrehumana con las corbatas y yo que andaba sin preocupaciones no tenía por qué negarle sus pretensiones si con ello aprendía y avanzaba en el inglés hasta que a medio camino recibí una llamada.

Hola, ¿Dónde estás?

Hola, dime. Ah cierto, estoy en camino.

Te espero, no tardes, por favor, me dijo.

Colgué y vi el rostro cambiado de la joven a mi lado.

Debo irme, le dije.

¿Hacia dónde? Quiso saber.

Al Parque Kennedy, le dije.

Vamos por ahí, propuso tiernamente.

Sí, claro, vamos le dije como quien quiere su compañía.

Andaba pensativo, preguntándome, ¿Qué es lo que me dirá Fer?, ¿Qué habría pasado por su cabeza en las últimas tres semanas? Y mientras eso ocurría oía a lo lejos las conversaciones de mi compañera acerca de sus platillos favoritos, pasatiempos y aficiones en un fluido inglés que no asentía como hace unas horas.

Ahora, cuéntame de ti, me dijo en español.

¿Puedo hacerlo en nuestro idioma? Es que estoy hostigado del inglés.

No pues, debes decirme algo de ti en inglés.

Le dije que me gustaba el mango, que disfruto de las baladas y que me apasiona lectura.

No mencionaste aquello en la clase, me dijo en español.

Dijiste que te gustaba el surf, las olas, la brisa, las noches de estrellas, jugar a la Play y practicar natación.

Había mentido rotundamente durante la clase porque me parece divertido intercambiar aficiones para no contar lo mío.

Ella, sorprendida tras mi sonrisa, me dijo: ¿Cuál es tu verdad?

¿Cuál es tu edad? Le respondí para que lo tomara como broma.

¿Por qué tengo el presentimiento que no eres honesto conmigo? Me dijo con una raspadita de mentón. Y a la vez siento como si te conociera, añadió.

No lo creo, le dije a primera impresión.

¿Eres escritor, verdad? Pero… ¿Quién no lo es en estos tiempos? Dijo entre seriedad y broma. Dime, ¿Quién no lo es? Porque vas a una feria y te encuentras con una enorme cantidad de libros cuyos autores resultan ser como arenas de una playa desierta.

La analogía, por la seriedad en sus palabras, parecía estar resonando en mi cabeza.

Todos tienen derecho a ser abogados, contadores, psicólogos o escritores, ¿o acaso crees que seremos los únicos en el mundo? Todavía eres muy pequeña para pecar de soberbia, le dije con una distendida sonrisa.

Acabo de cumplir diecisiete. Tengo lógica, sentido común y le gano en inglés a cualquiera del salón, dijo con aires de arrogancia.

Le di una mirada inquieta y le dije: Tranquila, no soy yo a quien le debes esos argumentos.

Debo tomar otro rumbo, nos vemos mañana, añadí para zafar de su impertinente presencia.

¿No piensas acompañarme? Dijo media ofuscada.

Tengo que ir a otro lado, le di una respuesta cuando no debí.

¿Quién eres? Me dijo confundida.

Tú lo acabas de decir, le dije sonriente y aceleré el paso tras mostrarle una señal de despedida.

Ella me siguió deteniéndome con un aparatoso jalón de manos como si fuésemos una pareja discutiendo.

Podemos ser muchos dentro de muchos; pero los mejores de cada género. Lo mío no es soberbia, tampoco soy una niña, ¿lo entiendes? Dijo como si estuviera actuando de seria.

Escucha, no soy yo a quien le debes explicaciones. Nos conocemos hace poco, compartimos una clase, somos… creo que amigos y nos llevamos chévere, no te ofusques y disfruta, le dije para que aliviara su malestar repentino.

Y entonces quiso arremeter conmigo en un beso. Un beso en plena calle infestada de gente que viene y va, un beso entre un hombre aparentemente serio por el atuendo y una chica de menos de veinte por las prendas y las caretas. Un beso que no podía suceder; pero ocurrió.

Confieso que el beso, apasionado por cierto, produjo sensaciones optimistas dentro de mí, al punto que cuando quiso abrazarme fuertemente volví a una situación pasada, tan lejana que parecía olvidada, un evento entre una muchacha similar y yo, un suceso tan longevo que el instante recobró y otro momento olvidó. Ella en el abrazo me habló: Me gustas un montón, lo admito y siento que estoy enamorada de ti. Lo siento; pero así ocurren las cosas, el amor no se delimita, solo se siente.

Iba diciendo a medida que la escuchaba avergonzado porque le llevaba como diez años, tenía una novia (o ex novia) a la espera en una cafetería, me estaría mensajeando, la corbata se acababa de desanudar por las pasiones en sus brazos y los choques de los cuerpos, cualquiera me podría haber visto con una “chibola” y yo estaría a disposición de los chismes de curiosos y en definitiva, acababa de perder el sueño de acostarme con la maestra debido a que ella solía sacar el auto por el estacionamiento avanzando por la pista donde estábamos pegados como una pareja de intensos tortolos enamorados en dos semanas.

Un momento, le dije tiernamente desajustando el abrazo como quien quiere y a la vez no alejarse. Ella me veía con los ojitos dulces, su carita bonita, angelical y efervescente en sensaciones, que seguramente podrían ser claras y sinceras, a pesar que yo creía solemne que nadie se enamoraría en dos semanas; sin embargo, era partícipe de la teoría que nadie sabe lo que siente más quien lo siente.

Se preocupó por el nudo de la corbata antes que cualquier otro asunto. Se vio entusiasta en anudarlo de nuevo, conocía de memoria la forma como atar una pajarita de forma correcta, bien ajustada al cuello, como según mencionaba, le gustaba y yo al tiempo que ella la amarraba, intentaba esclarecer lo que habría ocurrido minutos atrás.

Esto ha sido inesperado y lindo; pero hay pormenores que todavía desconoces y yo también por parte de ti, empecé a decir.

Ella continuaba atando la corbata con la lengua hacia a un lado, la mirada fija en que el nudo saliera espléndido y con la parsimonia de un artesano.

Y creo que tanto tú como yo debemos conocernos un tanto más para saber si podemos involucrarnos en algo sentimental, añadí con seriedad.

No era por el paso de los autos y sus bocinas, tampoco por los buses y su griterío, mucho menos por la gente y su andar veloz con calzado impactando en la acera; era porque estaba concentrada en la corbata por lo que no escuchaba atenta a lo que decía.

Cogí sus manos y le dije frente a su mirada: Paciencia, ¿sí? Vi mi celular y volví a comentarle que me iba.

Fer me estaba reventando el teléfono con mensajes que todavía no miraba; pero sus preguntas, ¿en cuánto vienes?, ¿Dónde estás?, ¿ya andas cerca? Aparecieron primeras en la fila.

No tengo novio. Nunca tuve uno. Esto que siento es real. He indagado en redes sobre ti. Me atrae como te vistes, amo tus corbatas, adoro tu sonrisa, tienes un humor nefasto y hermoso y me fascina que sean tan maduro.

El problema, que espero no sea así, es tu decisión por saber qué es lo que quieres conmigo, me dijo finalmente con una madurez absoluta.

No hay ningún problema conmigo. Lo que existen sus circunstancias, le dije rápidamente.

¿Te parece si hablamos mañana con más calma? Tengo un asunto pendiente que no puede seguir esperando, le dije con un gesto por irme.

Me dio otro beso y dijo: Mañana hablamos. Te quiero.

Se dio la vuelta y se marchó luciendo un caminar noble, con morral enorme surcando la espalda, el trasero firme y grande, los cabellos ondulados y dando un giro final para volver a despedirse con un gesto. Era una completa ternura.

Cuando se fue aceleré el paso rumbo a la cafetería donde estaría esperando ansiosa y molesta la novia que acababa de dejar hace no más de tres semanas.

Por fortuna, Fer se hallaba parada en el umbral de la cafetería con los brazos cruzados, el ceño fruncido, los cabellos largos y lacios hacia atrás, los tacones intercalados entre sí, una blusa blanca, ceñida, de manga larga, falda negra y medias altas, los ojos diabólicos, sin gesto para con mi venida; pero hermosa, divina, elegante y grotescamente sexi ante mi apremio voluntario que no disculpé ni excusé, solamente di un saludo a pesar que la vi completa y no imaginé desnuda porque a veces las pieles con prendas resultan ser más atrayentes que la propia anatomía al aire y aunque esto parezca obra de un fetichista o masoquista, que estuviera enojada, vestida como maestra de primaria y tenga esa mirada absolutamente malvada me introducía a un mundo lujurioso el cual, para suerte de ella, la cafetería podía impedir (no del todo, si tuviéramos la llave del baño) en gran parte la resolución de los hechos en la mente.

Maldije para mis adentros con una duda en la cabeza: ¿Por qué carajos terminé con ella?

Han pasado tres semanas, empezó diciendo sentada con las piernas cruzadas luciendo esos tacones negros que podían haberme calentado si los llevaba consigo a la cama.

¿Qué has pensado, hecho y sentido estos últimos días? Quiso saber con seriedad.

No me interesa lo que hayas hecho si se trata de otra persona. Quiero saber y conocer las cuestiones que puedan unirnos, añadió con sobriedad.

La camisa manga larga estirada cogiendo la taza de café con gemelos en las puntas, sensualmente elegante, la hacía lucir sofisticada como tantas veces la vi cuando la recogí de esa abominable escuela primaria donde criaturas malévolas la hacían jalarse hasta de los cabellos; salir a la calle con furia y enojo, a pesar que luego decía que los quería; pero su coraje no iba contra o por ellos, sino por la desatención de padres de familia irresponsables y desadaptados que no respaldaban en nada a la crianza de niños ajenos a mí y no tanto a ella, que los veía como suyos, razones por la cual, cuando me abrazaba y relataba los estragos yo trataba de minimizar escuchando y asintiendo y tratando de decirle que son de ellos y no de ti, y que cumples siendo buena maestra y que si no realizan tareas no es por tu atención, sino por la ausencia de educación en el hogar; pero Fer, tan noble de corazón como elegante para vestir, con ese saco detrás de la silla que había olvidado para salir a esperar, se metía dentro del personaje de maestra como yo a veces de autor y quería ser también la madrina de los nenes perdidos de la escuela a pesar que no debía ni podía por estar ajena a otros mundos. Situaciones que yo entendía, obviamente; pero no comprendía porque se nublaba estando conmigo y siempre he creído que uno debe dejar el trabajo en el trabajo y dedicarse a la familia o pareja en extremo tras hablar o compartir lo justo sobre el oficio, labor o pasión sin que afecte el bienestar.

Y, sin embargo, Fernanda tenía el corazón grande, quería curar al mundo de la ignorancia y su capacidad como maestra alcanzaba aunque no era muy bien respaldada, salvo por mí, que la daba abrazos cuando se agotaba; aunque finalmente me terminé por desgastar porque se olvidaron de mí.

Allí estábamos, dejando de lado los primeros matices, la impresión por verla tras tres semanas, luciendo preciosa como mandan los cánones de su profesión, nunca sonriente, sobria y resoluta; clara para con sus argumentos que iban desde mejorar en la performance de la relación con separación de sectores, hablaba en ademanes acerca que iba a dedicarse a su labor y también a su novio, pidió disculpas por las veces que tuvo el trabajo en la mente y no estuvo para mí en ocasiones; quiso llorar cuando habló de extrañar las noches de películas en su casa; pero no iba a hacerlo, no era débil, el ser profesora te vuelve sensible o fuerte, ella era ambas cosas a la vez y nunca dócil ante un evento que podía ser para bien o para mal; sin embargo, la conocía porque fuimos amigos o conocidos antes de ser novios y sabía que era verdad lo que mostraba a pesar que me sentía dolido por sus detonantes, sobre todo por la vez en la que no pudo asistir a la feria del libro de Arequipa, donde estuve presente dando una charla sobre mis obras, por andar lidiando con la ruta de unos exámenes para el fin de un curso cuando pudo seguir con el tema en el viaje; pero decidió comerse las hojas y no acompañar a su pareja. Esa noche en Arequipa algo se perdió, di mi charla, hablé de mi labor y no la encontré; sentí que estaba dedicada a otro sector, donde yo no estaba y quienes lo estaban no la valoraban, la vida es un racimo de ironía, ya lo dije.

Pero había aprendido y quería valorar lo nuestro; lo hablaba clara, segura, con elocuencia y estirando la mano al finalizar con una sonrisa bonita que miré después de verle los senos por encima de la camisa con dos botones abiertos, el cuello pulcro y duro, un collar en el centro y un reloj impactando por la mesa hasta juntarnos de la mano como señal de algo en beneficio de ambos.

Fer… le dije mirándola esbozar una sonrisa ligera. Se veía tan hermosa que podía pararme de la silla y plantarle un beso a quemarropa; pero yo era orgulloso y a la vez resentido, no me gustaba que nadie quisiera sobrepasarse conmigo, los intentos por lastimar mi ser eran destruidos por la indiferencia que constituía mi personalidad; pero también solía ser muy romántico y no iba a arrojar al infierno ocho, casi nueve, meses de relación por asuntos que bien podían mejorar al son de sus palabras.

Yo… realmente me sentí molesto y triste por tu accionar. No estoy siendo resentido (obviamente lo era) pero quiero decirte que te quiero, que quiero que sigamos juntos; aunque antes me gustaría tomarme un respiro, una semana para meditar bien lo que requiero, porque estoy dolido y puede que esa sensación me haga actuar de indiferente manera.

Era real. Me dolía que me haya plantado de esa manera por los cretinos de la escuela. Pero… comprendía. Y, para aplicar bien mi reingreso a la relación debía de demoler las emociones negativas. He allí mi petición.

Deshizo nuestras manos juntas al ritmo de una pregunta: ¿Crees que soy idiota?

Dime, ¿crees que soy idiota?

Me sentí confundido. Ella siguió hablando: A mi oficina llegan muchachos mentirosos que esconden los cuadernos en la mochila. Jovencitos que intentan mentirme olvidando que soy mucho más astuta que cualquiera. Dime, ¿me quieres engañar?

Reconozco lo que ha pasado en tu vida en tres semanas; y también conozco esa mirada tuya que implica inquietud.

¿Qué ocurre?, ¿Quieres o no volver? Se lanzó con el ultimátum.

Creo que estás actuando de forma injusta, le dije.

Yo soy… (Iba a decir la víctima; pero podría verme como un lerdo). Bueno, estoy acongojado por tu conducta y si quiero unos días para pensar, no lo veo para nada mal. ¿O existe un repentino apremio por volver?

Reitero mi pregunta, ¿eres idiota? Te estoy diciendo para retornar porque te extraño y te quiero, ¿no es suficiente?

Yo también te quiero; aunque no te haya extrañado tanto que digamos. ¿Ves cómo empiezo a decir cosas de molesto?

Ella cruzó los brazos ofuscada.

Puedo aliviar esta incomodidad para que podamos estar en paz. ¿Te parece?

Dime algo, ¿tienes a alguien esperando en carpeta?

Jamás te vi vestido tan formal para ir a una clase.

Aunque… te ves muy apuesto. Las chibolas del Basic 1 estarían loquitas por conocer al sujeto sentado en la esquina.

Las mujeres tienen un don o una virtud, o una especie de modus operanti, por saberlo todo sin hacer mucho.

No. No hay nadie. Y eso de que se vuelven locas, no lo creo.

No te hagas el idiota conmigo, dijo entre sonriente y seria.

Te doy hasta el domingo para que decidas.

Era martes.

Hasta el viernes, le dije.

Así se habla, me dijo, ahora sí, solo sonriente.

Vio el reloj de muñeca, me dio una mirada y aseguró: Debo volver a clase. Toca lenguaje, ¿crees ayudarme?

Verbo, sustantivo, predicado, objetivo directo e indirecto, adjetivos y adverbios, ¿no es tan difícil para ti, verdad?

Cuando lo mencionas parece como si hablaras de jeroglíficos, le dije con humor y sonrió mientras se levantaba de la silla cogiendo su bolso.

La acompañé a abordar un taxi y arribé hacia mi casa borrando durante el trayecto en bus nuestro chat con mensajes soeces, deprimentes y quejumbrosos dejando únicamente el enlistado de palabreo bonito hasta que un chat sin registrar me envió un mensaje.

Hola apuesto compañero, ¿mañana volvemos a ser el team del aula?

La resolución de la foto en el perfil fue luciéndose al compás de la lectura.

¿Qué te parece si me acompañas a la inauguración del Minimarket de un primo? Habrá comida y licor, ¿Qué te parece? Luego puedes hablarme de tu novela, tus pasiones y aficiones. Quiero conocer todo de ti.

Y, esa foto en tu perfil, me fascina. ¿Me la envías?

Sonriente, haciendo un gesto con dos dedos, con la lengua casi afuera, se mostraba en su fotografía de perfil.

Hola, ¿Qué tal compañerita? Bien, bien. Claro, mañana la rompemos en clase, le escribí.

Tengo descuentos en el Cine, ¿vamos a la noche? Añadió intensa, con emoticonos de corazón y beso.

De curioso, aburrido en el bus, con la reiterativa música, corbata en el bolsillo y adormecido de piernas, indagué en el internet sobre las películas a estrenarse.

Vamos a ser Saw V, le escribí y ella entusiasta sin darme chance de volver a pensarlo, respondió: Acabo de comprar las entradas, ¿vamos saliendo de las clases? Durante la tarde no hay mucha aglomeración de gente.

Añadió un emoticón sugerente.

No sabía en que otro universo me andaba involucrando. Fer, me escribió dos horas más tarde, ¿si no te escribo, tú no lo haces? Hola, ‘cariño’, ¿podemos hablar bonito que estoy cansada de leer tanta cosa rara? Añadió risas y sentenció: ¡Te quiero, baboso! No lo arruinemos. Somos un equipo. Amamos las letras por igual, amémonos nosotros también.

Fer, también te quiero, lamento actuar desinteresado; pero quiero que entiendas que necesito calmar esta tempestad para que podamos retornar a estar en armonía.

Mientras esperaba que ella respondiera, le contestaba a la compañerita desde la otra ventana emancipando letras como oraciones de una libreta.

Listo, a las cuatro estaría bien, le dije sin leer lo que había compuesto en su totalidad.

Llegando a casa terminé por leer su sermón; aunque más pareció ser un plan macabro por retenerme durante el resto del día.

Salimos al mediodía, vamos a comer algo por ahí, quizá algún postre, unos helados o unas empanadas; caminamos hacia el cine Pacífico del Kennedy y compramos canchita con gaseosa antes de ingresar, ¿te parece?

El plan se asemejaba a uno de antaño. Sonreí por esa razón. Accedí a su composición y nuevamente le contesté a Fernanda.

El viernes tendrás mi respuesta para saber nuestro horizonte, le dije ignorando lo que había escrito antes.

¡Genial!, ¿y qué opinas sobre lo que te acabo de comentar? Leí después. Subí el cursor al tiempo que me desvestía para entrar en la ducha y encontré una idea fantástica.

Vamos de viaje a una playa cercana. Rentamos un apartamento para nosotros, nos relajamos olvidando e ignorando al mundo, incluyendo los matices de la primaria en el Humboldt y nos enamoramos como la primera vez todo un fin de semana. ¿Qué dices?

¡Excelente idea! Hagámoslo, le dije de inmediato y me adentré al agua para saciar mis locuras monumentales.

Al día siguiente, en la butaca central del cine, acomodados como una pareja de novios, viendo como destripaban a un muchacho en la película, sentí como una mano se sumergía por mi bragueta cogiendo al muñeco con absoluta confianza. No supe cómo reaccionar por lo inesperado del movimiento; aunque se me ocurrió darle una mirada frenética como quien se siente sorprendido. Ella, entonces, al tiempo que le cortaban la cabeza al tipo en la pantalla, me dijo al oído: Quiero que vayamos a un lugar donde podamos estar los dos a solas.

Me cogió de la corbata ahorcándome un poco, algo que, al tiempo que me sujetaba el muñeco, le causaba un tremendo placer, porque tenía los ojos desorbitados, ignoraba al ente en el cine sin cabeza, y plantaba besos en el cuello abotonado con deseos por cubrirlo con la lengua.

Pero… por favor, no te quites la corbata mientras me besas en la cama, la oí decir después con una voz distinta a la tierna de hace no menos de una hora en la confitería pidiendo como niña elocuente y engreída el tazón más grande de pop corn.

Evidentemente, me sentí caliente. No soy un androide que no siente cuando lo mañosean. Y ella, en su ternura diabólica, propuso lo siguiente: ¿Vamos ahorita o quieres seguir viendo una matanza?

En un abrir y cerrar de ojos, aparecí en un cuarto de hotel ubicado en una calle de Miraflores, lugar donde el portero ni siquiera nos pidió identificación, nos adentramos de la mano, cerramos la puerta y comenzamos a besarnos con ferocidad continuando con los deseos libidinosos propagados durante la película de horror.

El celular timbraba, Fernanda o mi madre, (de repente la suya) llamaban mientras que ella se quitaba las prendas viéndose prístina, hermosa como un copo de nieve, sonriente de forma tímida y aunque ciertas facetas lujuriosas se apagaron un poco por mi mirada en su anatomía regordeta la hice sentir deseada con un mordisco de labios. Se asomó para besarlos, intenté quitarme la ropa; pero no quiso que lo hiciera. Pidió al oído que me quedara vestido en camisa y corbata mientras se colocaba de rodillas para realizarme una felación improvisada, que, de hecho, en plena lujuria, disfruté.

Pude quitarme la ropa porque ardía en calor, me quedé con la corbata por su petición, subió encima de mí y arriba sin saber qué ni cómo establecer, me confesó: Es mi primera vez.

Recobré la cordura si esta se hubiera perdido. Abrí los brazos en alto para que no ofreciera ningún movimiento. Sus senos, su sonrisa, su cabello e incluso su piel se mantuvo quieta ante mi inminente pregunta: ¿Qué es lo que estás haciendo?

Intento tener relaciones con el chico que me gusta, respondió tímidamente.

No. Ese no es el punto, le dije.

Ella se quedó muda.

¿Nosotros no tenemos algo único?

No, ese tampoco es el punto.

¿Cuál es? Quiso saber curiosa.

No puedes simplemente perder tu virginidad con alguien a quien probablemente no volverás a ver… porque yo hoy estaré, quizá mañana o pasado no y esto, realicé un ademan de circunferencia, no será recordado como algo bonito, sino como un mero asunto que quedó en el olvido.

Y tú no quieres eso para tu vida.

Hablé como un padre de familia, de esos que se ausentan en la clase de Fer dentro de la primaria.

¿No quieres estar conmigo?, ¿No me deseas porque estoy llenita? Fueron sus preguntas temblorosas.

No es eso, cariño. Obvio que me atraes, eres bonita y estoy caliente; pero no quiero que te involucres de esta manera conmigo.

¿Por qué? Dijo abriendo los brazos. Ella seguía encima.

Porque no me amas, ni yo a ti y puede que nunca nos lleguemos a amar porque tengo un pasado que quiere reinsertarse y tú tanto por vivir que no puedes perder algo tan preciado y desvalorado con un hombre como yo que no estará para fin de mes.

Mis amigas siempre hablan de perder la virginidad antes de los veinte. Además, yo te quiero. Estoy enamorada de ti, dijo con honestidad a su modo.

Tus amigas mienten. Todo el mundo miente por caer bien o por verse bien. Lo que realmente les pasa es miedo. Miedo a no ser aceptadas y amadas como lo serán cuando encuentren al hombre indicado. Y ese, no soy yo para ti.

Lo eres. Porque te elegí para este momento, aseguró.

Y, puede que no nos amemos como mencionas; pero me gustas y mucho, diría que demasiado, estoy entusiasta e ilusionada contigo y no me importa que no dures hasta el otro mes, yo te quiero para mi vida, me dijo enfática.

Le agregó un beso apasionado inclinando el cuerpo, el cual seguí y continué atravesando mis manos por el resto de su cuerpo provocándole calentura al punto que resolvió volver a realizar el oral.

Bien, si eso es lo que anhelas, lo haremos; pero será bonito, ¿vale? Le dije ante su sonrisa. Me levanté de la cama, sintonicé música ignorando los mensajes de Fernanda y al retornar la besé apasionadamente dejando marcas en cada rincón de su gloriosa anatomía provocándole un frenesí increíble de sensaciones vertiginosamente candentes que nunca olvidaría hasta que me coloqué encima tirándola con dulzura sobre la cama y le hice el amor durante un disco entero de su cantante favorita.

No nos dirigimos la palabra durante la siguiente semana.

Pero, al momento en que terminamos, nos abrazamos, ella sobre mi cuerpo, yo hablándole sobre los tatuajes, ella preguntando sobre mis libros, yo relatándole historias ficticias de mi vida, ella consultando si seguiría en el curso, yo diciendo que no estaba seguro, ella dándome besos en la mejilla, yo sonriendo y viendo cómo se alumbraba el celular en llamada.

Salimos del lugar, la acompañé hasta el paradero en La Merced descansando tenuemente sobre mi regazo mientras que oíamos en audífonos compartimos las canciones de Katy Perry que tanto adoraba.

Ignorando a Fernanda, le dije que la acompañaría a su casa, accedió gustosa para mi asombro y su agrado, caminamos la avenida durante siete u ocho cuadras hablando de distintos temas que iban y venían en cualquier momento hasta que me dijo que aquella casa de rejas negras y pintura mostaza era la suya. Nos despedimos en un abrazo, la vi entrar saludando con gestos de mano a una personita ubicada en la ventana del segundo piso, dio la vuelta para sonreírme en un gesto de despedida y pude contestarle el teléfono a Fernanda, quien no paraba de llamar en un ataque sádico por saber dónde estaba.

El viernes nos encontramos. Habíamos acordado vernos como acostumbrábamos, a la salida de su trabajo en la escuela. Para entonces, había culminado con creces el primer básico en el curso de inglés y al tener las notas más altas mi compañera se asuntó durante las dos últimas clases. Fernanda salió ofuscada a pesar que quería mostrar otra faceta. Según me dijo al momento en que me saludó, había tenido una grotesca faena peleonera con los padres en Apafa. Yo le dije: Cariño, ¿Qué te gastas tanto? No son tus hijos. Si quieren que sus nenes estudien, los ayudarán.

Y si no, así es la vida.

Ella me daba un sermón de porque los maestros deben respaldan siempre a los suyos mientras caminábamos por la acera que circunda el colegio viendo como tal cual una maratón los niñitos salían corriendo rumbo a sus respectivas movilidades o brazos de sus empleadas que vinieron a recogernos; sin embargo, el caso de una niña en particular fue la excepción, porque al tiempo que Fer y yo caminábamos rumbo a la avenida apaciguando su ira con mi carácter dócil, ella comprendiendo sus nuevos ideales para con la relación y sintiéndose más calmada mientras se quitaba el saco por el calor del enfado, noté la presencia de mi compañera de aula parada, estática, de brazos cruzados y sin sonrisa, debajo de un árbol que le daba sombra. Sentí que el mundo se venía hacia abajo, seguramente se asomaría, contaría toda nuestra osadía y mi relación se iría de nuevo al pandemonio; sin embargo, la única niña que vino sin movilidad ni empleada, se acercó a ella corriendo y repitiendo su nombre para caber en sus brazos.

Fernando y yo pasamos por su lado, yo quise ir veloz; pero ella todavía no se sacaba bien el saco, nos vieron de casualidad o por obviedad, Fernanda reconoció a la pequeña o la niña a su maestra y entonces la compañera me vio, y yo la vi y nosotros cuatro nos vimos. Todo de acera a acera.

Maestra, nos vemos el lunes, dijo la pequeña locuaz.

Nos vemos, Fabiola Riva, respondió Fer tan cándida como siempre con los alumnos.

Yo traté de hacerme el desentendido; pero de repente, Fernanda dijo: ¿Eres su hermana mayor, verdad? La compañera se sintió identificada y contestó: Sí, suelo venir a recoger a Fabiolita.

Me llamo María.

¡Yo también soy María! Bueno, María Fernando, dijo Fer amable.

Ambas intercambiaron sonrisas.

Me gustaría hablar contigo sobre el rendimiento de la pequeña, ¿te parece si nos citamos el lunes a la mañana?

Ella me dio una mirada veloz, yo andaba viendo a otro lado, Fernanda no se dio cuenta o sí; pero se adjudicó decir: Tiene un rendimiento muy bajo, requiere de atención personalizada.

La compañera luciendo entristecida y viendo a su hermanita pegada a sus piernas, le dijo: ¿Usted puede darle clases por las tardes? Como encargada de la casa en ausencia de mis padres que están de viaje, puedo acceder.

Fer, a pesar de mis suplicas mentales, aceptó gustosa. De hecho, más que contenta y emocionada, al punto que se arrodilló para estar al alcance de la nena y con dulzura de madre, le dijo: Tu hermana mayor y yo vamos a ayudarte a que puedas pasar de año con éxito.

Acordaron el día y la hora mientras que yo me lamentaba por dentro, se despidieron con beso de mejilla e intercambiaron celulares.

Al momento en que por fin nos íbamos, la oí a la muchacha decir: Se ve muy bien en traje, a mí gustaría usar uno igual, ¿nunca ha pensado en agregarle una corbata?

Fer la miró curiosa, sonrió y respondió: Gracias. Sí, puede ser, ¿no? Dio la vuelta dirigiéndose hacia mí y dijo: Luego me prestas una, amor.

 

El día en que la maestra y su alumna se encontraron en casa de la hermana mayor, salí a caminar un rato dirigiéndome curiosamente hacia la sastrería Hermanas Tagliani ubicada en la Calle Pinos, me adentré timorato siendo recibido por una apuesta muchacha de acento italiano medio españolizado, quien, al verme tuvo una consulta: ¿Requiere un traje para su boda?

A lo que fielmente respondí: Es para un entierro.

Mi entierro, pensé.

¿Elegante para un funeral? Me gusta, el color negro le asentaría bien, dijo sonriendo y también le sonreí por el reflejo del espejo viéndola asomarse con el medidor con un glamor que todavía no logro olvidar.

Se verá muy guapo, dijo colocando sus manos en mis hombros, todavía sonriendo por el espejo en frente.

Se lo agradecí y cuando retornó a su posición para traer una tiza con la que subrayaría el patrón, la oí preguntar: ¿Sabe, tengo dos dudas monumentales?

Dígame, le dije.

¿Por qué el parque se llama Kennedy? No le encuentro el sentido.

Yo tampoco, le dije y sonreímos.

Y mi segunda pregunta es, ¿recién se animó a entrar, verdad?

Espero no sea demasiado tarde, le dije y volvimos a sonreír. 

 


Fin