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jueves, 2 de septiembre de 2021

Amarte o escribir.

A las nueve con diez abría los ojos con el ímpetu de un muchacho aficionado a la escuela; aunque mis ganas de entonces fuesen tan obsoletas como lejanas, diferente al tiempo en que estuve envuelvo en el fútbol e iba cada mañana a Campo Mar para jugar a la pelota de ocho a once con un calor infernal y una multitud de jugadores que soñaban.

No era ni lo uno ni lo otro, sino un año de decisión, si es que alguna vez aquello sucedió, o simplemente se trató de un organismo de progresos voluntarios impuestos por la vida. Desperté ansioso por escribir, por usar las letras de un antiguo teclado para construir las oraciones que irían, en sueños, dentro de un compilado de cuentos que llevaría un nombre simpático ante un público vil y raro que desconocía por completo; aunque, en ese ínterin, en ese proceso revelador como la Virgen María a los tres pastorcitos (valga cómica la analogía), durante dicha mañana aspirante a ser productiva, el autor estuviera emergiendo en mi como cuando la lava sale en erupción; no obstante, olvidaba la forma como suele salir, tan destructiva como inesperada a pesar que acabo de mencionar que el momento de hacer literatura habría creado, es que a veces, lea bien el curioso lector, uno sabe, a lo lejos, de repente en el alma, que es el instante indicado… de joderla toda o crear algo grande.

 No la amaba. A veces pienso que nunca la amé. Llegué a pensar que los siguientes infortunios se trataban únicamente de una conclusión basada en hechos nada amatorios y muy contraproducentes; demasiado, diría yo en mi sensata actualidad, destructivos y egoístas, -sí, mezquinos- a pesar de mi noción cristiana y mágica por crear literatura con el propósito, sacado de los cuentos de Poe, de alejarme del mundo; aunque esto, fuese una falacia. ¡Porque Allan hubiera querido amor a desolación! Y éxito, mucho éxito después.

A las nueve con treinta conectaba la computadora tan longeva como los años de mi abuela; el sonido producido era un cantor espantoso, la pantalla la cabeza de un Frankenstein enamorado y aunque las partes eran desiguales en color, todavía funcionaba para el Word y el bendito y amigo Messenger, allí donde entraba como primera función con una clave tan larga como mi viril (no, esa analogía no va; pero la voy a usar. No va por vulgar; va por real; pero no lo voy a poner). Con una clave tan larga como la barra de letras de un teclado; allí hallaba a los rufianes que madrugan, a los caseros que no se movilizan, a los bobalicones que juegan, a los amigos de siempre, a las nenas con quienes salía y no les hablaba como antes y a mi querida Maritza Casas Zavala, dueña de un Nick enorme, con estrellas, lunas y soles, resguardada por asteriscos raros y un display con su foto en el Cusco, lugar al que asistió en su viaje de promoción, hace, en ese entonces, dos años atrás y sitio al cual no asistí para mi viaje por razones que no quiero compartir ahora; pero alguna vez crearé un cuento para ello.

La tenía bloqueada. Bloqueada para no hablarle, para que no supiera que estoy en línea, para que no me escribiera ese parloteo romántico, sublime y bonito de cada mañana que empezaba a resultarme tedioso y aburrido porque las noches anteriores habíamos discutido porque a ella le gustaba el verano en una playa del sur y yo quería que fuéramos a acampanar para ver la luna en Marcahuasi.

La disputa la ganaba el menos idiota; contradictoramente a lo que se pensaba en tal época, ella me escribía corazones, trabajaba el resentimiento un rato y volvíamos a hablar para acordar vernos a la salida de su primer trabajo como practicante en un estudio de abogados. Ella le decía bufete por las películas gringas, a mí me parecía un estudio de buitres con corbata; también por las películas; pero todo, absolutamente todo lo antes mencionado, las disputas, los bloqueos, las peleas por ir a tal sitio y asistir a otro quedaban nulas cuando nos veíamos en una esquina del corazón de Miraflores, yo fumando cigarrillos para atravesar la espera, con pantalones jeans y remera, una combinación casual y sobria, y ella saliendo con un traje sastre recién salido de la sastrería de la calle Los Pinos, reluciente, fachera, con una camisa blanca altamente sensual, un chaleco elegante, los tacones y la melena al vuelo haciendo que… se me olvidara la literatura, los versos, los problemas amorosos de los amigos, la casa patas arriba por boludeces, las riñas de niños y demás… para sujetarla de la mano y plantarle un beso a quemarropa, subiéramos a un bus porque no había tanto efectivo para un taxi y si hubiera no eran seguros y dirigirnos inminentemente a una estación tres estrellas para hacernos cargo de lo que tanto sentimos y nos apasiona, ella como primeriza y yo como un zaguán con experiencias que ocultaba como secretos del mar.

Creo que eran los únicos momentos en los que podía amarla.

A veces las relaciones sexuales explotan en emociones que se parecen al amor.

Tras los acontecimientos dados por lo enaltecido que es el sexo con los aperitivos necesarios para promulgar placer, me daban ganas de partir, ideas clandestinas atacaban la mente, sucesos por escribir querían salir y como en tiempos de ayer no sabía manipular dichos acontecimientos empezaba a contárselos como si se trataran de historias de terceros, entre propias o inventadas con fines de resguardar la inspiración y compartirla como un Homero que asciende en relatos a sus semejantes.

Ella hablaba de lo suyo, del derecho y demás, la oía, obvio, porque escuchar siempre ha sido mi don; pero no nacían otros deseos, otras costumbres, no quería sujetarla de la mano e ir por la avenida, tampoco deseaba acompañarla a casa a pesar que lo pedía con indirectas o directas, es que sabía, que detrás de esa facha elegante, no cabía mi amor por ella; aunque hallamos cumplido los siete meses juntos.

Culpaba a la escritura cada vez que quería estar solo; me escondía en la habitación con la computadora antigua con ganas de escribir y armaba una hilera de oraciones que no me satisfacían, ella exclamaba vernos, salir con sus amigas, ir a tales sitios, que la recogiera a las seis, que estuviera para el cine y demás y yo anhelaba únicamente tener el espacio para crear olvidando que podía y debía organizar; pero no era de mi interés global el hecho de amasar mi tiempo para ella. Mi egoísmo hablaba y la carne era lo único que buscaba.

Agotada de los constantes rechazos y desafortunados episodios; las riñas en centros comerciales por elegir una película o una comida eran disfraces de lo que realmente ocurría e incluso, salimos a Ayacucho como ofrenda para emancipar nuevos horizontes y nos perdimos en grandilocuentes peleas que no llevaron a ninguna parte y los trajes, el sexo, las risas y la química que pensamos tener desde el colegio, cuando ella iba al B y yo al C y nos conocimos más después que nos cambiamos y perdimos y retomamos se quedaron aisladas como esos romances que simplemente están condenados al abandono a pesar de haber sido gloriosos durante seis o siete meses.

El amor acaba, pensé una vez. Que ideal tan deprimente, lo creo siempre.

Concluimos el romance, no recuerdo el mes ni la fecha, no fue un chispazo de pelea desafortunada, sino una charla en un café, acordamos ser amigos; aunque aquello nunca funcionara y acabamos por perdernos.

Nació el autor. Y no quise asistir a su boda (veinte años después).

 

Fin

 

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