Mi nuevo libro

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viernes, 29 de septiembre de 2023

Gracias a la vida por ser viernes

– ¿Quiénes han leído los libros de Julio Verne? – una lejana voz al fondo de un sueño me habló tenuemente. Con timidez, alcé la mano.

– ¡Aleluya! Pronunció emocionada una dama de blanco con rostro opaco–.

–Y, ¿Cuáles has leído? Quiso saber manteniendo en cierto grado la misma emoción.

–‘De la Tierra a la luna’, ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’ y mi favorito… - hablaba compartiendo entusiasmo ante la mirada celosa de los compañeros y la dulce vista de mi noviecilla de primaria.

–Dos boletos para ‘Viaje al centro de la Tierra’, por favor– le hablé al empleado ubicado dentro de la casilla.

– ¿Visa o efectivo? – Añadió una duda.

–Visa, por favor– le dije sereno, di un giro y acoté una frase de humor, la estoy estrenando. Ella me regaló una sonrisa.

– ¿Aquí también puedo comprar los complementos? – Le dije al trabajador. La canchita y la gaseosa son indispensables, volví a mencionarle a la mujer detrás de mí, quien no se quitaba la sonrisa del rostro.

–Ubique sus asientos– me dijo mostrando la pantalla en revés.

–Se están modernizando. Elijamos los asientos– le dije a la chica detrás. Ella se asomó para apoyarme en la búsqueda.

Escogió la hilera F como el inicio de su nombre, valga la casualidad, y los números cinco y cuatro, ubicados en la esquina. El muchacho, bastante serio, me dio los boletos al siguiente instante. Su impresora, de sonido terrible, seguramente era el plus de un trabajo estresante, al punto en que no contestó mi duda acerca de dónde comprar los aperitivos.

– ¿Acá no podemos comprar la canchita? – se adelantó mi compañera a sabiendas que yo había olvidado la pregunta.

–En la confitería, por favor– respondió con seriedad.

Ingresamos de la mano confiados en que treinta minutos de anticipación podrían ser justos y necesarios para disfrutar de una buena función.

– ¿Y por qué te gustan los libros de Julio Verne? – Rebotó una pregunta entre el ayer y el hoy.

–Me hacen volar–  dije claro y conciso en dos etapas distintas.

–Es una segunda o tercera representación de su obra en cine, espero que esté a la altura de la imaginación del autor–  le contesté a la chica.

–Yo no he leído ninguno de sus libros, ¿podrías hablarme de alguno? – me dijo con tímida verdad.

Le vi la sonrisa amplia, los labios finos y rojos, la luz en los ojos, y se hizo imposible no atraparla en un beso.

–Después, preciosa– dije poco antes de incursionar en su boca.

– ¿Lo prome…? – no hubo una respuesta para una pregunta inconclusa.

–Le regalaría los boletos a alguien más si me lo pidieras– le dije tras el beso.

–Prometiste que iríamos al cine– me dijo con ternura.

–Mi mano se rebela de otra manera– manifesté en una pícara sonrisa.

–Pues, dile a tu mano que se detenga– respondió copiando el escenario.

– No puedo, simplemente, no puedo–  resolví contestar con la mano acomodada a su seno.

–Estamos en frente de otras personas, ten cuidado, por favor– dijo quitándome la mano en una breve risa.

 –A veces no lo puedo resistir– me adjudiqué una excusa.

–Lo acabamos de hacer la noche de ayer– afirmó.

–Mis deseos por ti se acrecientan con facilidad–  le afirmé.

Ella sonrió.

– ¿Me cuentas la historia de cómo te gustaron los libros de Julio Verne? – cambió de tema rotundamente.

Yo sonreía.

–Está bien, voy a decirle al animal de abajo que se detenga– le dije y realicé un lerdo gesto de hablarle al miembro ante la vista de los otros en espera. Ella mantuvo la sonrisa conociendo cada uno de mis bobas actitudes de adolescente lujurioso.

–Creo que durante mi época de escuela– empecé a contar retornando al episodio que tuve en un particular sueño de la madrugada.

Fernanda y yo éramos una pareja que todavía no había formalizado. Ella, enfermera en proceso y yo estudiante de cine en la Universidad de Lima, coincidimos una fila de veces en reuniones en la casa de un primo adonde también asistían mis hermanos y otros primos junto a sus novias siendo ella amiga de la pareja de mi primo, dueño de la casa. Conectamos con facilidad, temas de películas, conversaciones graciosas, risas por aquí y por allá, seducción en miradas y caricias persuasivas nos llevaron a estar instalados en la misma ubicación en cada una de las reuniones. Pues, ambos, nos juntábamos para la plática, el ron y la risa cada viernes y sábado de aquel fastuoso dos mil seis.

En aquella rara oportunidad, ante tanta insistencia por desviarnos un poco de los temas afines dentro de un mismo compacto, surgió la idea –aunque clásica- de ir al cine para pasar un tiempo a solas. Un verdadero tiempo a solas, y de esa manera agrupar nuevas nociones e intenciones. Ella siempre se notó entusiasta para conmigo, quería, de todas las formas posibles, que empecemos una relación continua, mágica y puede que dulce, llena de romanticismo, pasión vertiginosa y natural risa; pero yo, de repente como una constante, seguía atado al pasado, a una relación maravillosa que se fundió entre lo nefasto y lo complicado por temas terciarios que implicaron en su creación. Algo que me dio coraje, y también decepción, pues llevaba como estandarte el hecho de pensar que el amor vence barreras, y no cuajaba la idea de perderlo por otros. Cuando lo entendía, podía avanzar, involucrarme con mujeres y pensar en breves futuros, y cuando no, sentía que me atrapaba el ayer y deseaba retornarlo como un loco cursi y enamorado que intenta remembrar su ayer. No se lo había contado a Fernanda, nunca cuento lo que realmente siento, soy así, he sido creado de esa manera, y ella, honesta en su tierna manera de ser, me hablaba de su castidad, de su primer amor, el hombre que le habla de un libro, de mi risa y mi coloquial sentido de la vida, y de los poemas cortos que a veces le envío para encandilar su ratito. Se había enamorado por completo de mí, y no podía sentirme dichoso de su amor.

–La literatura siempre ha sido una pasión desbordante– concluí el cuento. Ella me miraba anonada.

–Quisiera saber más de parte de ti– dijo como si estuviera volando.

–Yo deseo que podamos acabar la película y arribemos a un tres estrellas para fundir las pieles– le dije en una sonrisa con picardía.

– ¿Te puedo realizar una pregunta? – La oí seria, tal vez, por el cambio radical entre dulzura y lujuria.

– ¿Solo buscas relaciones sexuales conmigo o intentas que podamos formalizar? – intuí lejanamente dicha duda.

Sabía que acorde a un séquito de experiencias pasadas debía de tratar de hilvanar algo que fuera al menos ciertamente duradero, y con Fernanda, realmente, hasta entonces, iba resultando.

–No niego que hacer el amor fuera crucial para ser quienes somos; pero a la vez admito que me gustas mucho e intento que nos conozcamos mejor para fortalecer la relación– se lo dije con la verdad.

Pero ella dudó. Y presiento que fue natural.

– ¿Lo dices en serio? Lo digo porque… solo nos vemos los viernes o sábados, hablamos por chat y sabes que es poco; pero yo te he demostrado que siento bastante por ti, estoy abierta, ante a ti, y no quisiera salir herida, tú entiendes– se confesaba tímidamente.

No lo entendía porque nunca lo había vivido. Aunque sabía que nadie quiere ser lastimado cuando se enamora.

–Comprendo, Fer– dije en primera instancia acercando mi mano a su muslo sin otra intención. Tú me gustas, añadí ante su sonrisa tenue. De hecho, me atraes más de lo que imaginas, acoté sintiéndome el más cursi del planeta.

–Entonces, ¿Por qué es la primera vez que salimos solo los dos? – sentí su pregunta como queja a pesar de la casi dulzura en la voz.

– ¿No cuentan nuestros encuentros en el hotel? – quise sonar a gracioso.

–Solo la primera vez– dijo con franqueza. Creí que tendríamos algo más allá de dos cuerpos unidos, añadió enseguida con algo de desazón.

– ¿Y no lo tenemos? – hablé de inmediato.

–No. Bueno, sí. O al menos creo que lo intentamos, ¿no? – fue diciendo con duda. Lo que pasa es que yo todavía creo que solo pretendes fornicar, ¿comprendes? Al fin fue capaz de hablarlo.

Hubo una pausa.

Varios escenarios similares pasaron por mi cabeza.

–No, Fernanda– le dije ante su mirada serena.

Bueno, en parte, sí. Te vi, me gustaste, hubo sintonía y nos acostamos a las semanas porque creo que nos gustamos.

– ¿Crees? ¡Obvio que nos gustamos! Pero yo no busco sexo y más sexo, si así fuera, iría a la barra de un bar a la espera de cualquier patético galán– manifestó molesta.

Además, -hubo otra pausa- sabes que fuiste el primero, se confesó no tímidamente, sino como una verdad real, cruda y concisa. Así como simplemente natural.

Y no te hace especial, añadió segura.

Yo la miré anonadado.

–No intento sentirme especial, Fernanda, solo me pareció lindo y te lo comenté aquel siete de noviembre– el hecho de recordar la fecha le iluminó el rostro.

–No tengo esa noción cursi de creer que el primero es el elegido, solo es una cuestión de momento, del sitio correcto y del hombre que quiero– fue diciendo.

–Aquello me hace sentir especial– le dije sonriente.

Ella sonrió.

–Tienes un afán por ser único que a veces me asombra– comentó.

–Pero… es parte de mi encanto, ¿no? Esa osadía por ser el mejor– le dije sacando pecho.

–Lo eres, me gustas mucho porque lo eres, si fueras todo lo contrario, no estaría aquí tratando de crear algo– la sentí sincera.

Asentí despacio.

–Tú también me gustas mucho, Fernanda. Por eso, nos divertimos, salimos y reímos de manera casual y elocuente– dije en palabras simples.

–Me gustaría que fueras algo más profundo, ¿entiendes? Es decir; quiero oír cosas distintas a las que usas por el chat– insistió tenuemente.

Yo la miraba.

–No es lo que te crea, es solo que me gustaría saber más de lo que sientes– atrapó una verdad.

– ¿Puedo darte un beso antes? – Propuse. Ella sonrió.

–Eres inevitable– dijo y la besé.

–Por eso, me estoy enamorando de ti– la oí detrás del beso.

La miré tiernamente.

–Es mutuo– no usé las palabras correctas.

–Eres escritor, puedes usar algo más hondo por mí– casi suplicó.

–No soy escritor, estoy en el proceso de inicio– le dije una verdad.

–Tus versos me fascinan– la oí en un suspiro.

Y me dio un beso rápido.

–Déjame inspirarte– promulgó, no solo las palabras adecuadas, sino el acto justo calando su mano en bordes de la entrepierna.

–Te deseo más veces de las que puedo admitir que me dejo llevar por un amor que me conduce a ti, y me atraes tanto que la luna llena no me hipnotiza tanto como tu vista, y es verdad, Fernanda, me cautiva tu corazón y es la meta de mi amor, porque con tus sentidos puedo bailar queriendo descifrar a la persona que eres en el alma, un sitio que quiero tatuar con mi nombre tal cual tu aura que adorna mis días. Yo te quiero, no para este viernes, sino para un fin de semana eterno. Si me permites, establecer mi bandera en ti, y en un beso comenzar– le dije con la mirada en sus ojos iluminados compuestos a su vez por una sonrisa encandilada.

–No estás en el inicio, estás en el camino– dijo en primera instancia y me dio un abrazo muy fuerte. ¡Estoy enamorada de ti! Fundió su voz en mi oído. Te quiero y te adoro, ¿Qué esperas que no formalizamos?, ¿Y si no esperamos más y empezamos la relación? Juro que estoy cansada de solo verte los viernes entre reuniones, rones y cigarros, quiero que vengas a mi casa, conozcas a mi familia, te acuestes en mi cama y veamos películas. Tomemos un vuelo a Montevideo o Guadalajara y circulemos por las calles de la mano. No todo debe resumirse sobre una mesa con tragos, ¿entiendes? Te quiero para más allá de lo que vida parece dimitirnos.

Me mantuve callado por el auge de sus emociones en palabras.

Y, si no lo pides tú, lo digo yo, ¿Quieres ser mi enamorado?

Sonreí enrojecido por su acto de amor. Y la sonrisa se mantuvo más tiempo del establecido al punto que las dudas surcaron el aire que respiramos en una intensa pregunta, ¿Qué ocurre, por que no respondes? No me di cuenta, habían pasado densos minutos para ella y frágiles segundos para mí.

– ¿Y si conversamos después de la película? – Propuse inspirado por las parejas que se adelantaron a la cola.

– ¡No! Respóndeme ahora– dijo imperativa.

–Pero… la película está por comenzar– dije inquieto.

– ¿Crees poder decirme sí o no? O, ¿acaso hay algo que no me has hablado de ti?, ¿Existe alguien más?, ¿Otra persona, tal vez? – arremetió en dudas reales.

Sí, era cierto, había alguien más, y no solo una persona, sino dos, un par de mujeres que se quedaron inertes en el ayer, de repente, esperando algo de mí, ir en búsqueda de una de ellas sin que se conozcan entre sí, o expectantes de un giro natural de la vida para juntarnos. Ambas; aunque desconocidas, pusilánimes en actitud para no moverse y ser ellas quienes vengan por mí, todo lo contrario, y lo que me gustaba de Fernando, frente a mí, poniéndome entre la espada y la pared, o el adiós y el nuevo sendero.

– ¿Qué pasa, por qué dudas? – dijo con la cara frente a mí.

–No estoy dudando, estoy pensando– le dije para que se calmara.

Antes que quiera saber que pienso, se lo hice entender: Pienso en la fortuna que tengo de tenerte.

Ella sonrió tras un suspiro.

–Me pones al límite– afirmó manteniendo la sonrisa.

–Yo soy así– le dije sugerente. Me gusta volverte loca… en todo el sentido de la palabra. Y, como alguna vez dijo Arjona: Espero verte loca completa.

–Vas a tener que esperar– dijo en una sonrisa.

Le di una mirada dudosa.

– ¿A qué termine la película? – Dije enseguida.

–A qué te decidas en darme una respuesta– agrupó fuerza en sus manos para cogerme y levantarme.

– ¿Adónde vamos? – Quise saber con lerda intriga.

–A ver la película– me dijo directa.

–No, no, espera… ¿Y si nos volvemos locos ahora? – Me ganaba la lujuria.

–Si dudas, yo también dudo– me dijo frente.

–Espera…

Nos detuvimos frente al puesto de confitería.

–Te adoro, Fernanda, acepto ser tu novio, por los siglos de los siglos…

Ella sonreía emocionada.

–Habla menos y bésame más, dijo contenta.

Y nos juntamos en una pasión de besos ante las inquietas miradas de los empleados en el stand de dulces.

–Y, entonces, ¿entramos o nos vamos? – Propuse intranquilo.

–Miremos la película, y después guíame adonde quieras que tiempo tenemos de sobra, cariño– me dijo con suma ternura entregando un beso ligero. Aseguré un puesto en la confitería y pedí canchita y gaseosa para adentrarnos en la sala.

Adentro, la vi al costado, preciosa en perfil y sonrisa, con cara de mujer enamorada y un performance de niña ruidosa e insegura; pero divina y capaz de hacer florecer sus emociones con facilidad.

Un flashback mientras daban los tráileres me atrajo a la ocasión en que nos conocimos.

Yo salía de una relación turbulenta con una mujer obstinada en no querer mutar. Ella vertía venenos en acciones celosas cada vez que quería deambular por mi lado y no dejaba que los amaneceres me sorprendan en soledad porque deseaba instalarse siempre a mi lado. No entendía, en lo absoluto, la idea de espacios y tiempos para uno mismo es tan productiva como especial para saber avanzar y madurar en emoción. Pues, ella creía que estar todo el tiempo unidos era sinónimo de devoción. Nunca estuve conforme y solía aislarme de sus encuentros; aunque, sexualmente me ataba debido a que su cuerpo naturalmente maravilloso me volvía adicto por completo. He allí ciertamente una casualidad de no saber separarnos.

Cuando pude alejarme, me quedé sin el sexo más exquisito del que alguna creí vivir; pero estuve libre de ataduras injustas y nada románticas al cabo de los meses en función obligada a tenernos. Pues, llega un punto en el que la rutina se convierte en una maquinaria hidráulica totalmente aburrida.

Fui a la reunión de mi primo como en reiteradas ocasiones para mojar la garganta con ron, reír un rato entre familia y convocar graciosas anécdotas hasta que, inesperadamente, la novia del mismo, trajo a sus amigas, entre las cuales, se hallaba Fernanda, quien, rápidamente, tuvo un contacto importante conmigo, no solo físico o visual, sino profundo e inmediato como si hubiéramos conectado buscándonos en otros caminos. No quise profundizar en ello durante dicha noche; pero hablamos y hablamos como dos amigos que se conocen y llevan tiempo sin verse hasta que tuvo que llegar el alba. Lo bueno, -no quiero usar la palabra destinado- fue que cada viernes evocábamos nuestras presencias en dicho lugar, frente a frente, lado a lado, charlando y hablando hasta que congeniamos en besos, pasiones y caricias, siempre alejados del resto, sin mostrarnos ante los demás, que evidentemente sabían lo que se creaba entre los dos hasta que acordamos en salir por primera vez solo los dos logrando que las emociones se rebelen y estemos a puertas del inicio de una relación.

¿Cómo es que logra ser posible que algo tan simple como una reunión conceda el camino a un amorío tan hondo y mágico? A veces pienso, ¿y si no hubiera ido?, ¿Y si hubiera accedió a volver con la otra chica?, ¿Y si la otra persona diera el ‘go’ para que fuera por mí? Quizá, me habría perdido de tanto, y estoy asombrado para bien que no haya sido así.

–No lo pienses tanto, disfruta de la película y de este viernes distinto– dijo como si pudiera leerme la mente. Me dio una sonrisa y se dejó caer en mi regazo.

–Seré tuya el tiempo que sepas valorarme– la oí hablar en susurros.

–Sabré apreciar cada ratito a tu lado– se me escapó una verdad.

Y cada episodio del pasado fue desapareciendo.

Ahora, desde el viernes, Fernanda se había convertido en mi ángel, y más rato, durante el reinado de la noche, le hablaría más sobre Verne al son de caricias posteriores a hacer el amor.

 

 Fin

 

 



 

sábado, 16 de septiembre de 2023

Atados bajo la lluvia

¿Alguna vez has extrañado a alguien? No de la manera natural que se transmite en añoranza, sino de la voluntad del alma por congraciarse con su otra mitad. Extrañar parece ser mágico, y podría resultar poético a pesar de ser una necesidad que en ocasiones no se satisface. Extrañar es el acto de desear el otro cuerpo atado a los brazos con el ímpetu romántico de no dejarlo escapar. Es mirar las estrellas recreando su imagen. Es cerrar los ojos para imaginar los momentos bonitos que son lejanos. Es la añoranza melancólica, es mirar una carretera vacía, es ver la luna solitaria y es abrazar la ausencia. Extrañar puede ser muy duro, tanto que es capaz de golpearte al pecho, justo allí donde habita el corazón, y puede resonar una herida tan honda que ni siquiera el tiempo logra cicatrizar. Extrañar es también una manera de enamorarse, yo una vez escribí que extrañar es el primer paso para amar. Porque el deseo de estar con la otra persona es tan grande que se asemejan los pares iguales en un mismo mundo.

Resulta esplendorosa la idea de sofocar penas y tristezas atado a una cintura.

Es realmente satisfactorio verse reflejado en los ojos de la persona a quien se ha extrañado y es grato ser abrazado por quien cuya ausencia afectó las noches y los días creando un lienzo único y especial.

Entonces, ¿Qué extrañar? A veces un camino acongojado, y otras veces una pasión quieta que se desenfrena.

Era una tarde de invierno, recuerdo que la lluvia había incrementado por uno de esos factores climatológicos que difícilmente comprendía, ninguno de los dos podía salir de casa por causa de un resfriado viral que nos afectó románticamente de igual manera. Atravesamos una semana entera sin mirarnos a los rostros, únicamente, teníamos a la webcam del Messenger como aliado; aunque la mía se veía afectada y la suya borrosa. Sin embargo, en ocasiones, el mismo señor invierno generaba que el cableado primitivo de entonces sucumbiera ante sus fauces haciendo que la conexión tuviera averías. Y sin tiempos de palomas mensajeras y con un ejército de correos electrónicos que intentan describir ampliamente lo que se siente era complicado explicarle al corazón que aquello debía de ocupar el espacio de las caricias, los besos y la voz. Así que en consecuencia, y a pesar de no conocer el paradero real de su casa, obra de una tardía conciliación de aspectos formales en la relación, propiamente por parte mía más que de ella, se me ocurrió la desespera idea de ir a su rescate porque los días pasaban lentamente como si el lunes fuese domingo, el martes el propio domingo y el miércoles otra vez volviera domingo, y las conexiones no tuvieran armonía, la lluvia creciera y la población se mantuviera inquieta en la televisión. Era un invierno intenso, siempre lo recuerdo. Tormentoso en tarde, peligroso de noche, y yo lleno de pensamientos esclavos, algunos celosos y otros extraños, me sentía aterrorizado por pensar que pudiera perderla. Y ella, enviaba desesperadamente mensajes de texto que de diez llegaba uno, que de cien, venían tres, y no siempre eran los más inspiradores; aunque alcanzaba a oxigenar las entrañas de amor hasta que nos sentimos distantes, quizá, de manera inevitable, poco madura y muy insensata, reproduciendo mensajes pesimistas en las cortas conexiones de Messenger que afectaban raudamente a nuestra tibia relación. Ocurre que, Elsa y yo, teníamos dos semanas iniciadas; aunque ciertos meses de conocidos; pero cuentan desde el sí en una pregunta mágica. Nunca supo donde vivía, y yo tampoco, nos conocimos en una clase de portugués allá por el dos mil dos y recorrimos parques, centros comerciales, de los pocos que habían y las clases de hora y media que nos hicieron coincidir. Éramos, a mi entender, una pareja divertida y propiamente estable si no fuera por el mal del clima que afectaba a la capital.

De noche me sentía angustiado, golpeaba el pecho de solo pensarla, quería atesorar su cuerpo a mi lado, volver a hacerle el amor como en todas las anteriores oportunidades visitando hoteles alrededor del instituto, hablar sobre conspiraciones secretas, astrología e historia universal; soltar risas, carcajadas enormes y confundirlas en besos y enseguida más caricias que terminaban otra vez en las almas unidas al son del sexo.

La extrañaba, y no podía seguir viviendo un alba más sin saber sobre su presencia, pues para entonces, había atravesado una semana sin saber el uno del otro, tratando en todo momento de ubicarnos en distintas maneras que parecían cortas, creo que alguien en los cielos tenía tramado separarnos usando al clima y su voraz accionar.

La mañana del viernes que parecía domingo, único día en el mes que no nos veíamos, decidí enlistarme en la titánica consigna de visitar su casa. Recordé que la tarea de la primera clase era escribir en portugués nuestros datos personales para intercambiarlos con otras personas, claro que podrían ser datos inventados para cuidar la integridad; sin embargo, me arriesgué y recurrí a la página del libro donde estaban escritos. Allí claramente decía: Avenida Los Insurgentes / Paradero Astete – San Miguel.

Conocía San Miguel; aunque estaba lejos de convertirse en mi sitio favorito. Yo no salía de casa muy seguido, andaba metido entre libros, la internet y el fútbol en la cancha al frente de la casa, las únicas veces que iba a otro distrito era para visitar el instituto ubicado en Surco.

Pero… conocía de buses y sus rutas por nombres pintados en sus fachadas, sabía de sitios por cuentos de amigos y tenía la ansiada idea de volver a verla. Así que no dudé en aventurarme rumbo a su hogar. En primera instancia, fui a una florería para adquirir un ramo de rosas, los más baratos que encontré, debido a que en tal tiempo no trabajaba y el dinero que sobró sería usado para el pasaje a menos que me haya confundido con la ubicación. Aquello era el riesgo. Uno excitante, por cierto.

Una vez vestido como para el crudo invierno, y sin avisar a nadie debido a que me negarían el permiso, fui rumbo al paradero para abordar el bus en cuestión que me llevaría hasta su hogar. Fueron dos horas de arduo camino oyendo las cinco canciones almacenadas en el celular mirando las flores de rato en rato por si se fueran a marchitar, viendo la calle con los pensamientos vivos y anhelando vertiginoso el momento de encontrarla. Sin embargo, la tarde se volvía densa, más gris que nunca, casi atravesaba la noche o parecía una continuación de la madrugada; y sin darme cuenta, me convertí en el único pasajero pasando Miraflores. Por ratos, el conductor miraba por el espejo pensando adónde iría, y el cobrador intentaba estérilmente llamar a otros transeúntes. Yo temía, ¿y si me llevan a otro lado?, ¿y si nunca vuelvo a verla? Pero por suerte, una pareja de señores adultos subieron con destino La Marina. Entendí que me harían compañía y que el chofer no haría maniobras para dejarme varado y volver a la ruta, pues, a veces, cuando solo tenían uno o dos pasajeros prefieren dar por terminado el viaje.

Cuando no sentía más mi trasero, y me había hartado de las canciones, incluso, dudado acerca de la ubicación, vi a la altura derecha un enorme letrero que decía: Paradero Astete.

Me sentí contento. Había llegado al destino. Realmente existía un sitio llamado Paradero Astete, creí haberlo inventado, pensé haber sido un sueño, por momentos supuse una mentira; pero habitaba en la Avenida La Marina un lugar llamado de esa manera. Descendí velozmente y caminé efectivamente por la Avenida Los Insurgentes. Curioso nombre, pensé. El sitio estaba desolado, la neblina lo cubría todo, alguien podría pasar y robarme hasta el calzoncillo sin que nadie se diera cuenta; pero yo estaba confiado, me sentía seguro e incluso, capaz de arribar con facilidad y sin miedo hasta que me di cuenta que mi bolsillo tenía hueco. Maldije una sola vez en toda la aventura. Me había quedado sin pasaje de regreso. Es decir; si no era su casa, prácticamente, estaba perdido, porque el celular no tenía saldo y mis padres yacían en sus laburos. Además, los hermanos, seguramente, andaban metidos en los videojuegos olvidándose de mí por completo. Algo se me iba a ocurrir, pensé en confianza mientras andaba por la avenida hasta doblar intuitivamente a la derecha ubicándome en un parque cuyo nombre no recuerdo. En otro dejavu, ella me habló una vez que paseaba con su mascota por un césped como alameda, y en el parque recorrían senderos, me puse contento de nuevo, y las flores, aunque agitadas, seguían bonitas. Otra vez seguí el ritmo en busca de su casa, una blanca de portón, el número era desconocido; pero podría adivinar y tocar unas veces si es que llegara a encontrar a alguien que tenga la valentía de abrir la puerta, pues, a veces, los ladrones abundan en tiempos de invierno y niebla.

Confieso sentirme agotado, viajar un par horas en medio de la nada con dos personas que probablemente tendrían otras intenciones, tal vez, secuestrarme y vender mis órganos, y además, la incertidumbre de no hallar su casa, todo pasaba factura; aunque, la fe no la perdía, y aquello era causa de mi amor y el deseo por verla. Así que resolví animar el paso y toqué la primera puerta que sentí sería la correcta.

Hola, disculpe, ¿se encuentra Elsa? Dije sin mirar a la persona que me habló seriamente desde el otro lado de la puerta.

Aquí no vive ninguna Elsa, respondió tajantemente una voz gruesa.

Me fui.

Caminé un par de metros y toqué otra puerta. Empezaba a llover con fuerza, las flores eran quienes más se veían afectadas, y de pasada el peinado. Lo que menos me importaba era la ropa, sino las rosas. No quería que se vieran flojas al momento en que la viera y no deseaba verme húmedo porque no podría abrazarme causa de su resfrío, y el mío no interesaba ya que al salir la bronquitis vendría por mí.

Un portón y una pared blanca, es lo único que vi antes que tocara la puerta con enorme fe.

Alguien contestó pasado un minuto.

Era una voz dulce, de mujer de alta edad, supuse.

¿Quién es? Quiso saber.

Hola, se encuentra Elsa.

¿De parte de quién?

Le di mi nombre.

Ella dudó.

¿De quién? Insistió.

Volví a repetir.

Ah, un momento, dijo dudosa.

Yo me sentí emocionado, y sin más esperas, me abrieron la puerta. Aquello no lo esperaba. Pero igual decidí entrar.

Me recibió una mujer alta y grande, pensé que era su madre, nos saludamos cortésmente y me invitó a sentarme en un mueble de la sala. Allí estuve timorato con las flores apretadas a la mano y el cuerpo empapado.

Deja que vaya por un jarrón para las rosas, dijo en una dulce sonrisa.

Se las entregué tímidamente.

Ella volvió al instante.

Las rosas parecían relucir.

Que lindas rosas le trajiste a Elsa, eres la primera persona que se las regala, añadió simbólicamente honesta.

Sonreí.

Ella ya viene, se acaba de enterar que viniste, y no ha dejado de brincar, creo que se va a vestir, comentó otra vez con dulzura.

Yo seguía sonriente.

Afuera llueve bastante, ¿no? Fuiste muy valiente para venir, aseguró.

Quería verla, le dije despacio.

Ella sonrió.

Y ella a ti. Pero es que el cable, el clima y la calle están temibles, dijo en una sugerencia dulce.

Asentí.

Pero… es loable que estés aquí. Elsa andaba triste; pero ahora seguramente sonríe, manifestó y se oyeron pasos de escalera. Ella, preciosa, descendía emocionada, y yo me levantaba para ir en busca de su abrazo.

Repetimos frases de amor desde el encuentro en un cálido y tierno abrazo olvidando que su madre nos veía asombrada y encandilada. Los besos los dejamos para después, para la soledad en el mueble, la charla divertida acerca de la odisea y el rato que absorbió a la noche nos condujo a la madrugada unidos en una sala que se convirtió en nuestro sitio predilecto hasta el glorioso amanecer en sol.

 Y así, dejamos de extrañarnos.

 

 

Fin




 

sábado, 2 de septiembre de 2023

Gabriela, canela y clavo

Desde la entrada de la Biblioteca de Barranco podía asegurarme de su llegada apareciendo tímidamente al fondo a la izquierda surcando suavecito a las personas que van y vienen turisteando y charlando. Ella lucía una casaca mediamente oscura con el logo y el nombre de su promoción estampado en el lado derecho del pecho, semi abierta para que tibiamente se pudiera observar su polo corto de adentro. Llevaba los cabellos sueltos y castaños, largos y lacios; las manos, a veces, dentro de la chamarra o en ocasiones una en el bolsillo y la otra cogiendo un libro, seguramente de su escritora predilecta, Isabel Allende, el cual elevaba para saludarme con una entrañable y mágica sonrisa cada vez que conectábamos en mirada para enseguida abrir paso a los abrazos. Yo me detenía en la biblioteca a sabiendas de dos factores importantes, lo céntrico y claro del lugar y el acompañamiento para el recorrido de obras durante nuestra cita. Sin embargo, antes de encarcelarnos voluntariamente entre las paredes empiladas por magníficas obras –muchas leídas por duplicado por ella- atesorábamos los cuerpos en un abrazo afectuoso de viernes por la tarde en un agosto soleado de un dos mil cuatro que iba iniciando. Olía a vainilla, y durante el mes que nos instalamos en relación, solo una vez la vi con distinto atuendo, parecía que, adoraba su casaca de promoción, y la mostraba orgullosa debido a que no quería aceptar el ayer. Por otro lado, yo acababa de terminar la escuela hace unos años, quería olvidar ese paso con otras etapas, todas locuaces, intensas y memorables, razón por la cual me aventuré en una plataforma de Chat para rebobinar mi séquito de personas conociendo de esa forma a una dulce muchacha de nombre Gabriela, quien al cabo de unas frases, me dio su Messenger y congeniamos con facilidad hablando de libros, poetas y musas en un sitio familiar. Acordamos el encuentro pasado un tiempo de chat para que podamos allanar la confianza y así vincularnos mejor al vernos en persona.

Hubo una conexión veloz, los temas en común eran pólvora de flores y lo ameno de la charla germinó campos en destino que ocurrieron en el instante en que nos conocimos, de manera curiosa, en Barranco, causa de ello, su vivienda ubicada en el distrito y la mía; aunque ligeramente lejos, placentera en moverse por otros lares. Yo llevaba el cabello corto en cerquillo, la sonrisa intacta y el cuerpo nada tatuado, usaba un canguro con un bloc y lapicero para mis inspiraciones inesperadas y pantalón jeans con playera casual encima para dar un aspecto sencillo. Subimos al Puente de los suspiros y nos detuvimos un rato en el centro evitando a los ambulantes y los osados fotógrafos, allí viendo el atardecer nos besamos tras una mirada pura y cómplice uniendo las manos por debajo, bastante tímidos más por parte de ella, que afirmaba después, que era su primer beso e inmediatamente como inevitable, su primer romance. Yo me sentí orgulloso, por ese ego que siempre atenta, por esa solemnidad por ser tan imborrable para la gente que me recorre, o tal vez, por esa aventura locuaz por querer crear mundos adonde vaya. Le dije para ser enamorados porque era un romántico empedernido y me dio un sí con sonrisa grande e intenso abrazo. Así iniciamos. Majestuoso tiempo el del entonces, caminando bajo la tarde, de la mano y en risas, charlando de obras y poetas locos, templados por una ilusión y besándonos como si el tiempo se acabara mañana. Para la noche tuve que partir, había acordado con unos camaradas en ver el partido de Cienciano contra Boca Juniors por la Recopa de Sudamérica y el reloj apremiaba. Además, un sabio me dijo una vez, que siempre debes dejar a una mujer pidiendo más. Así te extrañan, puntualizó un amigo de quinto de secundaria cuando yo estaba en primero.

Al llegar a casa, me di cuenta que ella puso en su Nick: ‘El día más hermoso de mi vida al lado de un gran muchacho’ le añadió un corazón y unas estrellas. Me sentí emocionado, ella me atraía, me gustaba, y tuve vibraciones positivas por su performance romántico y fantasioso, su cadera grande y su compostura pequeña; aunque, mi fascinación venía por su cabello, su aroma y su fragilidad. Ella hablaba de libros durante horas que sonaban a segundos en donde películas mentales crecían en mí al son de sus reseñas.

Gabriela, canela y clavo, le dije antes de capturar su anatomía en el abrazo.

Te he extrañado, ladrón de corazones, dijo en un piropo, uno de tantos, afianzó la calidez del abrazo como si de lunes a jueves solo pensara en el viernes.

Yo también, preciosa, respondí acalorado debido al exceso de afecto, escapamos de los cuerpos y nos untamos naturalmente de manos para recorrer los senderos establecidos por la caricatura de nuestra historia.

Primero, asistimos a la biblioteca, ella dejó unos libros y recogió otro, a veces solo uno, otras veces dos, siempre dependía de si traía bolso o no. Enseguida, dábamos volteretas por el sitio a paso cansino, con besos en esquinas, con pasiones quietas por los besos, con charla y sonrisas cotidianas hasta ubicarnos cerca a la mar, allí dejábamos que los besos nos poseyeran algo más y las caricias tuviera otro tipo de efecto, tal como, una mano recorriendo su seno, otra palpitando su trasero y en particular besos frenéticos en el cuello que la desintoxicaban de tanta ternura y dulzura para volverla sagaz, traviesa y ciertamente con otra intención de intensidad.

Yo, prócer de aventuras libidinosas en otros sectores, sabía donde calzar la mano y el beso para explotar sus deseos más íntimos al punto que en ocasiones pedía a gritos silenciosos que la desnudara y la hiciera mía de una vez. Allí mismo, cerca del mar, sobre el muelle, en la arena si fuera posible, o la llevara con engaños a un cuarto de hotel, o le dijera para viajar a mi casa, o, simplemente, la hiciera imaginar con versos, que es lo que desarrollaba con mis besos en su cuello hablándole al oído sobre los deseos que carcomían mis entrañas. Gabriela, quisiera desnudarte para poder plantar besos en tus senos –mi mano descendía sigilosa entre sus pechos- acariciarlos, repetía, y devorarlos a besos –ella gemía- luego sentir la humedad de tu intimidad, y flotar en ella con otros besos. Gabriela cerraba los ojos, me sentía por debajo, me quería tocar, a veces; pero mucha timidez la paraba, me deseaba arrancar las pieles; aunque toda su ternura la detenían; quería, siempre quería, que acabáramos sobre algo, totalmente desnudos y deshumanizados –así como lo veía- para darle rienda suelta a sus lujuriosos anhelos.

Gabriela, a pesar de mi incisiva idea por hacer el amor en donde quiera que nos envíe la pasión, todavía no se sentía segura de dejar su virginidad ante el hombre a quien decía amar –a pesar de tener dos semanas de relación- pues, uno nunca sabe lo que es capaz de sentir la otra persona. Ella, estaba insegura y exigía comprensión. Detenía la parafernalia lujuriosa para decir: Lo siento, no puedo más. Estoy a punto de enloquecer. Sonreía tibiamente, y yo sabía que algo en su interior parecía estar mojado. Esa solía ser la razón de mi pícara sonrisa. Le daba un abrazo, un beso frágil y le comentaba continuar el camino. Recuerdo que ocurrió en una diversidad de ocasiones, generalmente en la barrera enorme que divide al mar con la tierra, que une a Miraflores con Barranco, un sitio desolado, de tardes mágicas, en donde dos personas se reúnen para que los besos florezcan en otros aspectos sin que nadie observe. Pensaba, en entonces, ¿Cómo es que nadie puede aparecer, ni siquiera un agente de seguridad? Y tarde comprendí que aquella zona era residencial. Nosotros nos involucrábamos para que nadie nos vea, deseábamos algo más que solo tiernos besos; pero Gabriela, canela y clavo, según su Nick, parecía no poder dar ese siguiente paso, y yo entendía; aunque mi cuerpo no.

A los dieciocho pica el cuerpo por los deseos instalados desde tiempos inconmensurables, creo que desde que el hombre existió, y el tácito rechazo de la pareja, genera una diversidad de puertas que, de manera curiosa, solo se abren. Yo iba a las reuniones de la promoción de escuela, recordaba hechos con mujeres del salón y otras secciones involucrándonos en situaciones intensas que terminaban en cuartos de hotel barato o casas ajenas, no exclusivamente en camas. La pasión era una flama desenfrenaba cuya única manera de apagar era con el orgasmo. Y lo disfrutaba dejando a Gabriela en verde a la espera de mí dentro del Messenger. Sin celulares inteligentes ni rastreos de ubicaciones, era un aventurero sin sombra, un dios de la noche brincando en muebles ajenos una y otra vez sin detenerme, solo cambiando caras y habitaciones, preservativos y rostros, gemidos y voces, anhelos y adioses veloces.

Los viernes a la tarde empezaron a complicarse cuando los peloteros del barrio volvieron a juntarse. Siempre se me ha hecho complicado dejar de lado al fútbol por alguna que otra actividad, y por tal razón, hubo dos o tres viernes en los que no pude ir a visitar a Gabriela. Sin embargo, ella se las ingeniaba para verme en otras oportunidad, así que transformamos a los domingos en viernes, y a los martes en viernes, y a veces a los miércoles para que no perdiéramos lo asiduo y mágico que era compartir una tarde charlando de obras, poetas y versos adjunto a besos, abrazos y caricias; aunque yo, por momentos, vivía encrucijadas cada vez más peligrosas, de aquellas que me fascinaban y comenzaba a dejar de darle interés a los nobles ratos de paz con Gabriela. Pues, prefería la locura de una mujer descollante con sexo casual en un hotel dos estrellas de la avenida Brasil, el frenesí de acostarme con la prima de un primo por un tema de buscar nuevos desafíos o la fortuna de un tridente con mi mejor amigo. Pensaba, en toda esa locura, que quería llegar a los veinte como un rockero y sus postales en mujeres, olvidando e ignorando que la vida, a veces, es tan larga que los ayeres se desvanecen.

Confundido, y con falta de tiempo para desarrollar actividades rutinarias debido a que me hallaba sumergido en el instituto de inglés y tratando de armar una carrera de escritor –ambos parámetros usados como excusas- resolví terminar con Gabriela casi a punto de cumplir un mes. La verdad es que quería acontecer el hecho de vivir notas divertidas con chicas de un rato que me dieran placer y no tanto la convicción de florecer en charlas. Me sentía con ánimos de locura, no con avatares de calma.

Ella no aceptó.

Me dio remedios para sobrellevar la relación.

Dio planes para mejorar los dos.

Sus indicaciones fueron tan maduras como sensatas pareciendo una mujer de veinte y tantos en lugar de sus casi diecisiete, así que no tuve opción que seguir con la relación y a la vez mantener mis desbordantes locuras aventureras sin que nadie, evidentemente, se diera cuenta.

Cuando buscas en la despensa un pan a altas horas de la noche no te percatas que puedes coger cualquier otra cosa, puede que la analogía sirva para lo que me pasó.

En entonces, mi telefonía era Tim, y a veces no solía tener saldo en el celular debido a que no andaba en laburos, así que usaba su página web para enviar mensajes de texto a quienes quisiera, era una de sus tantas ventajas.

Era domingo, me sentía ansioso por tener un encuentro sexual, Gabriela andaba en el mismo chat, conversábamos de rato en rato, y a la vez mandaba mensajes a los peces en el mar para que alguna cayera y me dijera el visto para la siguiente enmienda. Mandé unos cincuenta mensajes a personas diferentes con la palabra: ¿Un postre corporal hoy a eso de las ocho, te animas? Soy tu animal nocturno.

Sonaba, incluso, hasta gracioso. Pero… no cuando Gabriela, me dijo: Me acaba de llegar un mensaje bastante raro con firma tuya al final.

Lo estúpido; aunque no debió serlo, era firmar siempre con mi nombre. ¡Sí, a pesar de poner mi apodo! Era algo que el ego me permitía, tal vez, por ciego y loco.

Aunque lo cruel… no sería la infidelidad.

Para el primer mes de aniversario, antes de mi graso error, nos citamos en el sitio de siempre, la emblemática Biblioteca de Barranco; pero en aquella ocasión, no nos dirigimos a una osadía librera, sino que nos acompañamos a un cuarto de hotel miraflorino que me costó un ojo de la cara; aunque, el lugar lo valía.

Los fuegos anclados en los cuerpos se esparcieron por las paredes dejando que en las camas posaran dos anatomías descubiertas al filo de una pasión desbordante que no tenía reparos en dejar a las limitaciones, los tabúes y los miedos en el piso. Nos desnudamente frenéticamente como si dos horas no fueran suficientes, como si mañana no existiera otro día, o como si, sencillamente tuviéramos tanta carga libidinosa a punto de explotar.

Desarrollamos actividad física elocuente, suave, a veces dura y siempre romántica en un tiempo que se asemejaba al infinito. Le hablaba de amor, de promesas, de versos robados a poetas y otros míos inspirados en su alma.

La frase, ‘Quiero que seas mi primer y único amor por siempre’ me carcomió el corazón mientras penetraba su intimidad ignorando sin vacilar sus peticiones porque fuera más delicado. Ella gemía, despacio y suave, y yo usaba más fuerza en contra su voluntad. Despacio, por favor, decía, y yo lo olvidaba. Recogí sus cabellos y fui más duro, más crucial y más pasional. Gabriela, intimidaba, no quiso que parara, tal vez, tenía dudas entre querer o no, entre dejarse llevar o temor; o quizá, pensaba que era mi manera de amarla, y se aferraba a ese ratito.

Entre gemidos, sudoración, lujuria y pasión, me dijo: Quiero ser completamente tuya. Y yo, en mi completo libido, creí que hablaba de otro tipo de penetración, así que sin más pensamientos, actué de esa forma.

Al rato, nos quedamos quietos y asombrados como si fuéramos dos desconocidos. ¿Qué ha pasado? Pensé y lo dije. Me lastimaste, dijo entristecida. Lo siento, preciosa, creí que… íbamos en una misma dirección. Lo lamento. La abracé, se dejó y lloró. Luego se calmó, enseguida me abrazó, dijo algunas palabras de amor, versos robados a poetas, otros que yo le dije en cartas que escribí y se quedó a oír los latidos en el pecho. El tiempo en el hotel no moría, y yo sin pensar que retornaríamos al placer, vi como ella, valientemente, propuso regresar colocando su mano en mi miembro maniobrado con calma y gracia para después devorarlo sin preguntas como si una llamarada de pasión la hubiera devorado. Y después a mí; aunque en el oral existieran tensiones por su boca y sus dientes, su risa y mi risa, y luego, tras minutos, la maniobra fuera más dócil y placentera. Disfrutado el momento, se subió encima de mí y armó una pose que sentí que gozó.

Nos quedamos dormidos. Mi celular no dejaba de vibrar. Lo apagué para que nadie molestara. Gabriela se acomodó a mi lado tras agradecerlo en una sonrisa que se mantuvo durante una frase que no olvido.

Diles a esas mujeres que te dejen de molestar.

Me di cuenta que mi error posterior, el cual dio el puntapié al fin de la relación, no fue el primero.

Un día, simplemente, dejamos de vernos, tuvimos una ruptura por Messenger, causa de un tumulto de infidelidades que puse estúpidamente en evidencia y sentí que, en lugar de armar escándalos, insultar o lanzar odio, sencillamente, me dejó de hablar; quizá, por vergüenza a sí misma o tal vez, por pudor. Seguro pensó, ¿Cómo pude ser tan inocente? O, de repente, sintió que hacer el amor fue el punto álgido de nosotros en un mes que, únicamente, ya no podía quedar más y debía de quedarse con un sitio en particular. Quiero creer eso por ego y por egoísta; pero la verdad es que una tarde dejó de aparecer conectada ‘Gabriela, canela y clavo’ para no volver jamás. Me bloqueó del chat y también de su vida, y yo avancé en la bitácora del destino porque doy pasos adelante así se acabe el mundo atrás.

Lo único que supe de ella fue que estudió psicología, -lo vi en su Hi5 hace unos veinte años atrás- y le perdí el rastro como suelo hacerlo con toda la gente que se involucra conmigo, mientras que yo, creo historias, y ellas, no me olvidan… aunque, a veces, me persiguen.

 

 

 

Fin