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jueves, 22 de septiembre de 2022

Tangentes

El esperado último cheque de la editorial por fin apareció adjunto en el correo con mensaje de saludo inicial y unas disfrazadas de afecto palabras de despedida. Lo leí de un remezón porque me enfoqué en descargar el documento que enseguida llevaría a imprimir para poder cobrar.

Según el reloj en el celular, el banco todavía debía de estar abierto, y según los bolsillos, el dinero debía de caber idóneo para la cancelación de las diabólicas tarjetas de crédito, el pago de la mensualidad de una maestría en Arte, una salida al cine con mi pareja y una botella de ron para que el resto tenga dirección de abono dentro de la cuenta de ahorros que en sueños sube como la espuma.

El plan perfecto acababa de crearse dentro de mi cabeza al tiempo que me dirigía a la estación bancaria más cercana caminando como en las nubes porque aunque a veces lo neguemos es ciertamente verdad que la plata nos hace ligeramente felices.

Resolví mirar unas margaritas presentables en el umbral de la florería cuya señora les ofrecía un riego suave para su brillo, pensé en comprarlas al volver, así podría sorprender a mi novia con algo que le colgara una sonrisa. Seguí el camino adentrándome en el mercado para así evitar el horizonte más largo; sin embargo, desafortunadamente tuve un raro encuentro.

—Hola, qué milagro verte por aquí— la oí decir con exagerada voz cordial. Me detuve entre un puesto de frutas teniendo al lado a uno de golosinas en una completa ironía y volteé medio cuerpo para hallarme en frente.

—Hola, ¿Qué tal? — le respondí sonriente.

El cheque estaba dentro de mi bolsillo doblado en un cuadrado perfecto para que únicamente se deslizara por sobre la ranura donde una muchacha con cara de cero le diera el visto bueno.

—Bien; aunque no tan bien— dijo en una anteposición de palabras que me resultaron extrañas al inicio. Razón por la cual le di un gesto de confusión que rápidamente resolvió contestar con la conexión de su frase: Estoy triste porque no me invitaste el Baby Shower de tus hijos.

—Bueno… — dije tratando de inventar una razón.

—Es broma, seguro me mirarían con mala cara— dijo irónica.

—Hubo tanta gente que ni siquiera me daría cuenta que fuiste— le dije con la misma intención.

Silenció.

—Y pensar que nosotros estuvimos a punto, ¿no? — atacó sutilmente.

—Gracias a Dios que no sucedió— le dije sonriente.

— ¿Adónde se fueron tus ateos ideales? — Cuestionó con una sonrisa.

—Soy como todos. Creo cuando me conviene— le dije sereno.

Del otro lado, cerca de un restaurante en modo chifa que seguramente vende el arroz chaufa más pastoso del planeta adjunto a un wantan frito tan plano como una calzada en New York, se hallaban unos ebrios, y no de amor; aunque las caricias que se realizaban entre sí, compartiendo sonrisas a pesar de llevar los ojos como K-pop, podrían ser vistas como actos homosexuales de personas que se emborrachan para sacar a relucir lo que realmente son. Ellos conversaban abiertamente sentados en sillas blancas de plástico a la espera de la comida, que seguramente, -reitero, sería horrible-, lo menciono por el lunar con pelos y vida propia que sostiene en la mano el chifero con bigote de tres pelos. Tan largo y fuerte era el sonido de la conversación que pudo interrumpir lo que la mujer en frente me hablaba. Uno de ellos, el hombre de traje y maletín, quien puede que haya faltado al trabajo de abogado por embriagarse, o haya sido despedido hace unos años y no se da cuenta, hablaba acerca de la posibilidad de la vida inteligente en otro planeta. Puede que esa haya sido la razón por la cual atrapó mi atención; aunque los comentarios de la chica en frente hayan sido tan paupérrimos que cualquier otro sonido me distrajera con facilidad.

De inmediato, otro hombre, uno menos fachoso, de canas y de overol, quiso realizar un hincapié acerca del tema planteado parándose como si estuviera en una discusión dentro de un jurado y solemne arremetió: Yo tengo la prueba contundente de que existe vida en otros planetas.

—No quiero mirar otro de esos raros videos que ves en Youtube— dijo su compañero tratando de jalarlo para que volviera a sentarse.

—No. Esta vez no es así— afirmó tratando de corregir su voz.

El chifero de bigote extraño y mano salida de una película de terror, también prestó atención deteniendo la sartén en medio del brinco.

—Mira, este video lo grabé la noche anterior en el techo de mi casa— dijo sacando un antiguo celular de su canguro.

En frente, la mujer, que me relataba su día a día en la oficina bancaria ubicada en Miraflores, los estudios virtuales que realiza para culminar una carrera estancada y ese afán de infancia por desayunar jugo de naranja con panes de molde, los cuales la trajeron al sitio donde me ubicó, me dio un puntapié en una pregunta sacada de un baúl de su interior.

— ¿Sabes por qué nunca pude salir embarazada de ti? — Arremetió con el índice erecto y la voz excelsa como si se tratara de una queja y a la vez un sentir profundo que renace.

Los borrachos y el chifero veían el video con asombro y empeño. Rápidamente se le acercaron otros comensales que también agregaron particulares nociones sobre la filmación.

Ganas no faltaban para asomarme; pero la pregunta me asaltó.

Mi primera vez fue a los diecisiete. Ocurrió en el baño del primer piso de mi casa durante la fiesta de cumpleaños de mi hermano menor y estuve acompañado con alguien quien prácticamente hizo de observador.

Esa persona me sedujo mientras las cervezas iban rondando, cada vez que llegaba la botella a mí, vertía y bebía mientras veía como de dos en dos iban entrando al servicio sin provocar sospechas.

Yo era el número nueve del círculo, por tal razón, el hombre que me convocó a su grupo para beber a sabiendas que era el hermano del cumpleañero y él, hermano de una de las amigas de mi hermano, me dio la mano dejando un sofisticado amuleto envuelto con papel crepé para que me dirigiera al baño y cerrara con llave, según una recomendación al oído.

Es curioso pensar que fue la primera de cientos de miles; pero nunca sentí que me podía abrazar y no dejar ir. Todo siempre fue cuestión de actitud, de saber cuándo decir alto.

Recibí una llamada. Era mi abogado, a quien nunca respondo; pero me salvó de una curiosa e incómoda situación.

—Holi— le dije con una voz fresa.

—Hola maestro— dijo raramente cariñoso.

— ¿Qué ocurre? — le dije avanzando.

—Picó— comentó. 

— ¿Qué cosa? — Quise saber eludiendo ambulantes venezolanos.

—Lo que tanto tiempo y dinero nos costó— arremetió.

Yo sentí que no había gastado plata en años desde que empezaron a venderse mis libros como pan caliente y desde que mi pareja heredó una suma impresionante de dinero por parte de su abuelo petrolero.

Se oyó una risa.

—Finalmente, logré vencer a esa maldita zorra— dijo en un grito de victoria.

Yo seguía sin entender lo que pasaba.

— ¡Lo logramos! Hicimos un gol de media cancha— añadió contento.

Yo empezaba a recordar lo sucedido.

Es verdad que los casos en los juzgados suelen tardar meses, hasta incluso años; sin embargo, este en especial, había demorado casi cuatro años en salir a la luz. Entonces, era verdaderamente una victoria.

—Felicitaciones, tigre— le dije para motivarlo.

—Gracias, gracias, ¿unos tragos para celebrar? — propuso.

La pensé. Él se dio cuenta.

— ¿Qué?, ¿no quieres celebrar lo que tanto tiempo te costó acabar? — sugirió con la confianza de un amigo.

Pensé en que debía de estar hace media hora en la cola del banco.

El mercado es un campo minado de personas conocidas, quienes gustosamente se pierden en charlas amigables con tal de también hacer tiempo contigo conversando acerca de cualquier chisme, razón más que suficiente para aventurarme a paso ágil por los confines, las esquinas y sus curvas deseando que ninguna persona me hablara. Quería culminar el recorrido para conectarme finalmente con la acera que sigue directamente a la oficina bancaria. Iba a paso veloz, mirando al frente, esquivando ambulantes, vendedoras en los umbrales ofreciendo productos e incluso hasta niños navegando en horario de escuela.

Afortunadamente salí ileso del mercado pensando en que hubiera ameritado tomar otro camino a pesar que fuera un tanto más denso. Sin embargo, el destino todavía quería sortear mi camino con un encuentro más.

Mi madre y yo no somos tan cercanos. Desde que me dejó en adopción no he podido perdonarle a pesar de tantas llamadas que hubieran podido ser escalones si tan solo hubiera actuado. Jamás me dijo que lo sentía hasta que se dio cuenta de lo que se escondía detrás de mí. Me vio con ojos de furia, de ambición y de ganas de querer abrazarme como si yo fuera una especie de objeto preciado, es curioso como las personas actúan tan diferente y se quieren convertir en cercanos cuando se enteran que luces brillan en tus bolsillos. Pues, mi madre, al momento en que descubrió por los confines de las redes que iba a comprometerme con alguien cuyo abuelo domina el mercado de los grifos, apareció en la puerta de mi casa en un viaje directo desde Ciudad de México a Lima y sin escalas. Me dio un abrazo sonriente y se deleitó con un sinfín de palabras hermosas como salidas de los textos de Carlitos Fuentes y ella, frente a mí, sin conocer la relación verdadera, o mejor dicho, algo de la historia, porque un error es a veces no contar el todo, sino los episodios, cayó rendida ante su encanto, su verborragia, su alegría y hasta su repentino humor, uno que no parecía tener cuando me hablaba fríamente desde la capital mexicana con un acento acomodado.

A veces las personas actúan de manera tan extraña, he reflexionado muchas veces.

— ¿Alguna vez te he dicho lo idiota que eres? — la oí decirme con una cara seca, dura y fría. Eres tan patético que puede te hayas involucrado con la vecina culona, añadió asqueada. Yo la miraba anonadado, como quien se impacta de ataques sin poder tener reacciones.

— ¿Qué clase de baboso puedes llegar a ser? — arremetió abriendo las manos y luego cogiéndose la frente. Llevaba tacones altos, sofisticados, una cartera de marca italiana y detrás de ella, no muy lejos, se hallaba un auto blanco con un pulcro chofer. Pensé y me di cuenta que me había seguido.

— ¡Responde, carajo! ¿Qué has hecho para que ella te deje? — arremetió. Y ojalá, hubiera sido por causa de amor, y no conveniencia.

Mi padre era un buen sujeto, trabajador, amoroso, respetable y cariñoso; fielmente creyente de Cristo y la salvación, solía llenarme de ideas religiosas que nunca he seguido. Un día, viendo televisión, recuerdo que una de esas películas de semana santa que duran cuatro horas, le dio un paro cardiaco y murió. Tenía la edad que tengo yo, treinta y dos. Y fue su final. Desde entonces creo que Dios es un ser pedante que te obliga a creer en él cuando lo desafías.

Es curioso que yo haya tenido tanta suerte.

—Me interrumpes el paso, madre— le dije sereno.

—Pero… ¿tú no piensas? Te estoy diciendo algo cierto. Debes remediar lo que has hecho de inmediato— prácticamente lo gritó.

—Estoy yendo a su casa— le dije sereno. Ella, de repente, se notó más tranquila como si se hubiera desinflado. Estiró una sonrisa ligera y cariñosamente me dijo: Eres un buen chico, tu padre estaría orgulloso de ti.

Avancé sin ofrecerle más palabras. El banco estaba cada vez más cerca, el cheque inamovible quería estar sobre la plataforma de aquella primera estación y yo pensaba en saborear el ron para sentirme en las verdaderas nubes.

Una vez instalado en la cola, detrás de un muchacho presuroso, supe que debía de esperar unos minutos para poder terminar con mi cometido.

Todo el camino había ignorado al cheque, la señora antes del tipo parecía estar pagando en monedas, decidí abrir el papel dentro del bolsillo abriendo aquel perfecto cuadrado a paso parsimonioso mientras que el sol de una primavera preciosa se escondía sin razón aparente.

El joven en frente dejó de sentirse apurado, el seguridad se sintió exaltado, la gente empezó a murmurar y muchos comenzaron a detenerse colocando su mirada en el cielo.

En alusión al compilado de personas, también elevé la vista por sentirme curioso y lo que vi me dejó tan helado como el piso del banco.

Y pensar que todavía no había ingerido el ron para estar ebrio e imaginar a la nave alienígena encima de nosotros.

De pronto, sonó el celular. Era Lorena, mi novia, quien escribía: Hola amor, lamento la discusión, he sido muy caprichosa. Voy a comprar un boleto para Hawai para así poder estar juntos el fin de semana.

Sonreí al ver la pantalla y luego vi como subían a mi madre a la nave.

 

 

Fin