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sábado, 16 de septiembre de 2023

Atados bajo la lluvia

¿Alguna vez has extrañado a alguien? No de la manera natural que se transmite en añoranza, sino de la voluntad del alma por congraciarse con su otra mitad. Extrañar parece ser mágico, y podría resultar poético a pesar de ser una necesidad que en ocasiones no se satisface. Extrañar es el acto de desear el otro cuerpo atado a los brazos con el ímpetu romántico de no dejarlo escapar. Es mirar las estrellas recreando su imagen. Es cerrar los ojos para imaginar los momentos bonitos que son lejanos. Es la añoranza melancólica, es mirar una carretera vacía, es ver la luna solitaria y es abrazar la ausencia. Extrañar puede ser muy duro, tanto que es capaz de golpearte al pecho, justo allí donde habita el corazón, y puede resonar una herida tan honda que ni siquiera el tiempo logra cicatrizar. Extrañar es también una manera de enamorarse, yo una vez escribí que extrañar es el primer paso para amar. Porque el deseo de estar con la otra persona es tan grande que se asemejan los pares iguales en un mismo mundo.

Resulta esplendorosa la idea de sofocar penas y tristezas atado a una cintura.

Es realmente satisfactorio verse reflejado en los ojos de la persona a quien se ha extrañado y es grato ser abrazado por quien cuya ausencia afectó las noches y los días creando un lienzo único y especial.

Entonces, ¿Qué extrañar? A veces un camino acongojado, y otras veces una pasión quieta que se desenfrena.

Era una tarde de invierno, recuerdo que la lluvia había incrementado por uno de esos factores climatológicos que difícilmente comprendía, ninguno de los dos podía salir de casa por causa de un resfriado viral que nos afectó románticamente de igual manera. Atravesamos una semana entera sin mirarnos a los rostros, únicamente, teníamos a la webcam del Messenger como aliado; aunque la mía se veía afectada y la suya borrosa. Sin embargo, en ocasiones, el mismo señor invierno generaba que el cableado primitivo de entonces sucumbiera ante sus fauces haciendo que la conexión tuviera averías. Y sin tiempos de palomas mensajeras y con un ejército de correos electrónicos que intentan describir ampliamente lo que se siente era complicado explicarle al corazón que aquello debía de ocupar el espacio de las caricias, los besos y la voz. Así que en consecuencia, y a pesar de no conocer el paradero real de su casa, obra de una tardía conciliación de aspectos formales en la relación, propiamente por parte mía más que de ella, se me ocurrió la desespera idea de ir a su rescate porque los días pasaban lentamente como si el lunes fuese domingo, el martes el propio domingo y el miércoles otra vez volviera domingo, y las conexiones no tuvieran armonía, la lluvia creciera y la población se mantuviera inquieta en la televisión. Era un invierno intenso, siempre lo recuerdo. Tormentoso en tarde, peligroso de noche, y yo lleno de pensamientos esclavos, algunos celosos y otros extraños, me sentía aterrorizado por pensar que pudiera perderla. Y ella, enviaba desesperadamente mensajes de texto que de diez llegaba uno, que de cien, venían tres, y no siempre eran los más inspiradores; aunque alcanzaba a oxigenar las entrañas de amor hasta que nos sentimos distantes, quizá, de manera inevitable, poco madura y muy insensata, reproduciendo mensajes pesimistas en las cortas conexiones de Messenger que afectaban raudamente a nuestra tibia relación. Ocurre que, Elsa y yo, teníamos dos semanas iniciadas; aunque ciertos meses de conocidos; pero cuentan desde el sí en una pregunta mágica. Nunca supo donde vivía, y yo tampoco, nos conocimos en una clase de portugués allá por el dos mil dos y recorrimos parques, centros comerciales, de los pocos que habían y las clases de hora y media que nos hicieron coincidir. Éramos, a mi entender, una pareja divertida y propiamente estable si no fuera por el mal del clima que afectaba a la capital.

De noche me sentía angustiado, golpeaba el pecho de solo pensarla, quería atesorar su cuerpo a mi lado, volver a hacerle el amor como en todas las anteriores oportunidades visitando hoteles alrededor del instituto, hablar sobre conspiraciones secretas, astrología e historia universal; soltar risas, carcajadas enormes y confundirlas en besos y enseguida más caricias que terminaban otra vez en las almas unidas al son del sexo.

La extrañaba, y no podía seguir viviendo un alba más sin saber sobre su presencia, pues para entonces, había atravesado una semana sin saber el uno del otro, tratando en todo momento de ubicarnos en distintas maneras que parecían cortas, creo que alguien en los cielos tenía tramado separarnos usando al clima y su voraz accionar.

La mañana del viernes que parecía domingo, único día en el mes que no nos veíamos, decidí enlistarme en la titánica consigna de visitar su casa. Recordé que la tarea de la primera clase era escribir en portugués nuestros datos personales para intercambiarlos con otras personas, claro que podrían ser datos inventados para cuidar la integridad; sin embargo, me arriesgué y recurrí a la página del libro donde estaban escritos. Allí claramente decía: Avenida Los Insurgentes / Paradero Astete – San Miguel.

Conocía San Miguel; aunque estaba lejos de convertirse en mi sitio favorito. Yo no salía de casa muy seguido, andaba metido entre libros, la internet y el fútbol en la cancha al frente de la casa, las únicas veces que iba a otro distrito era para visitar el instituto ubicado en Surco.

Pero… conocía de buses y sus rutas por nombres pintados en sus fachadas, sabía de sitios por cuentos de amigos y tenía la ansiada idea de volver a verla. Así que no dudé en aventurarme rumbo a su hogar. En primera instancia, fui a una florería para adquirir un ramo de rosas, los más baratos que encontré, debido a que en tal tiempo no trabajaba y el dinero que sobró sería usado para el pasaje a menos que me haya confundido con la ubicación. Aquello era el riesgo. Uno excitante, por cierto.

Una vez vestido como para el crudo invierno, y sin avisar a nadie debido a que me negarían el permiso, fui rumbo al paradero para abordar el bus en cuestión que me llevaría hasta su hogar. Fueron dos horas de arduo camino oyendo las cinco canciones almacenadas en el celular mirando las flores de rato en rato por si se fueran a marchitar, viendo la calle con los pensamientos vivos y anhelando vertiginoso el momento de encontrarla. Sin embargo, la tarde se volvía densa, más gris que nunca, casi atravesaba la noche o parecía una continuación de la madrugada; y sin darme cuenta, me convertí en el único pasajero pasando Miraflores. Por ratos, el conductor miraba por el espejo pensando adónde iría, y el cobrador intentaba estérilmente llamar a otros transeúntes. Yo temía, ¿y si me llevan a otro lado?, ¿y si nunca vuelvo a verla? Pero por suerte, una pareja de señores adultos subieron con destino La Marina. Entendí que me harían compañía y que el chofer no haría maniobras para dejarme varado y volver a la ruta, pues, a veces, cuando solo tenían uno o dos pasajeros prefieren dar por terminado el viaje.

Cuando no sentía más mi trasero, y me había hartado de las canciones, incluso, dudado acerca de la ubicación, vi a la altura derecha un enorme letrero que decía: Paradero Astete.

Me sentí contento. Había llegado al destino. Realmente existía un sitio llamado Paradero Astete, creí haberlo inventado, pensé haber sido un sueño, por momentos supuse una mentira; pero habitaba en la Avenida La Marina un lugar llamado de esa manera. Descendí velozmente y caminé efectivamente por la Avenida Los Insurgentes. Curioso nombre, pensé. El sitio estaba desolado, la neblina lo cubría todo, alguien podría pasar y robarme hasta el calzoncillo sin que nadie se diera cuenta; pero yo estaba confiado, me sentía seguro e incluso, capaz de arribar con facilidad y sin miedo hasta que me di cuenta que mi bolsillo tenía hueco. Maldije una sola vez en toda la aventura. Me había quedado sin pasaje de regreso. Es decir; si no era su casa, prácticamente, estaba perdido, porque el celular no tenía saldo y mis padres yacían en sus laburos. Además, los hermanos, seguramente, andaban metidos en los videojuegos olvidándose de mí por completo. Algo se me iba a ocurrir, pensé en confianza mientras andaba por la avenida hasta doblar intuitivamente a la derecha ubicándome en un parque cuyo nombre no recuerdo. En otro dejavu, ella me habló una vez que paseaba con su mascota por un césped como alameda, y en el parque recorrían senderos, me puse contento de nuevo, y las flores, aunque agitadas, seguían bonitas. Otra vez seguí el ritmo en busca de su casa, una blanca de portón, el número era desconocido; pero podría adivinar y tocar unas veces si es que llegara a encontrar a alguien que tenga la valentía de abrir la puerta, pues, a veces, los ladrones abundan en tiempos de invierno y niebla.

Confieso sentirme agotado, viajar un par horas en medio de la nada con dos personas que probablemente tendrían otras intenciones, tal vez, secuestrarme y vender mis órganos, y además, la incertidumbre de no hallar su casa, todo pasaba factura; aunque, la fe no la perdía, y aquello era causa de mi amor y el deseo por verla. Así que resolví animar el paso y toqué la primera puerta que sentí sería la correcta.

Hola, disculpe, ¿se encuentra Elsa? Dije sin mirar a la persona que me habló seriamente desde el otro lado de la puerta.

Aquí no vive ninguna Elsa, respondió tajantemente una voz gruesa.

Me fui.

Caminé un par de metros y toqué otra puerta. Empezaba a llover con fuerza, las flores eran quienes más se veían afectadas, y de pasada el peinado. Lo que menos me importaba era la ropa, sino las rosas. No quería que se vieran flojas al momento en que la viera y no deseaba verme húmedo porque no podría abrazarme causa de su resfrío, y el mío no interesaba ya que al salir la bronquitis vendría por mí.

Un portón y una pared blanca, es lo único que vi antes que tocara la puerta con enorme fe.

Alguien contestó pasado un minuto.

Era una voz dulce, de mujer de alta edad, supuse.

¿Quién es? Quiso saber.

Hola, se encuentra Elsa.

¿De parte de quién?

Le di mi nombre.

Ella dudó.

¿De quién? Insistió.

Volví a repetir.

Ah, un momento, dijo dudosa.

Yo me sentí emocionado, y sin más esperas, me abrieron la puerta. Aquello no lo esperaba. Pero igual decidí entrar.

Me recibió una mujer alta y grande, pensé que era su madre, nos saludamos cortésmente y me invitó a sentarme en un mueble de la sala. Allí estuve timorato con las flores apretadas a la mano y el cuerpo empapado.

Deja que vaya por un jarrón para las rosas, dijo en una dulce sonrisa.

Se las entregué tímidamente.

Ella volvió al instante.

Las rosas parecían relucir.

Que lindas rosas le trajiste a Elsa, eres la primera persona que se las regala, añadió simbólicamente honesta.

Sonreí.

Ella ya viene, se acaba de enterar que viniste, y no ha dejado de brincar, creo que se va a vestir, comentó otra vez con dulzura.

Yo seguía sonriente.

Afuera llueve bastante, ¿no? Fuiste muy valiente para venir, aseguró.

Quería verla, le dije despacio.

Ella sonrió.

Y ella a ti. Pero es que el cable, el clima y la calle están temibles, dijo en una sugerencia dulce.

Asentí.

Pero… es loable que estés aquí. Elsa andaba triste; pero ahora seguramente sonríe, manifestó y se oyeron pasos de escalera. Ella, preciosa, descendía emocionada, y yo me levantaba para ir en busca de su abrazo.

Repetimos frases de amor desde el encuentro en un cálido y tierno abrazo olvidando que su madre nos veía asombrada y encandilada. Los besos los dejamos para después, para la soledad en el mueble, la charla divertida acerca de la odisea y el rato que absorbió a la noche nos condujo a la madrugada unidos en una sala que se convirtió en nuestro sitio predilecto hasta el glorioso amanecer en sol.

 Y así, dejamos de extrañarnos.

 

 

Fin




 

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