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jueves, 16 de septiembre de 2021

Senderos inciertos

- En una esquina del Parque Kennedy, del cual nunca tuve idea de la razón objetiva para llamarlo así, frente a una tienda por departamento todavía cerrada a pesar de ser mediodía, beneficio para quienes no anhelan trabajar temprano, cerca de un concurrido centro de entretenimiento para jóvenes adictos a los videojuegos, debajo de un semáforo prendido casi del mismo color de mi corbata, observando paulatinamente el reloj en la muñeca, con algún cantante de lunes oyéndose en mis oídos, contemplándome en el reflejo de un vidrio a mi lado obra de una tienda de calzado, añoraba expectante que pudiera avanzar y continuar el trayecto hacia la calle que direcciona con la avenida principal; pero que recorre una serie de tiendas de sastre donde en dos ocasiones pude adquirir unas camisas y en donde labura apasionadamente una muchacha de elegante atuendo, quien jamás mira hacia atrás por estar sumergida con el cuerpo inclinado en el corte y confección de tejidos sofisticados para clientes o maniquís y cuya única atención se resuelve en el sonido de la puerta pasado el mediodía. Curiosamente, cada vez que solía atravesar la calle, a veces intencional, a veces de casualidad, la miraba glamurosa como aquellas chicas italianas que caminan en desfiles de alta moda y uno piensa que así deberían vestirse en una capital infectada de basura musical, modista e ignorante.

Al filo de la siguiente avenida, exactamente en el paradero donde iba o podría abordar un bus que me trajera a casa, olvidando por completo a la apuesta modista, pensaba en la sucesión de hechos que realizaría en la soledad de mi habitación debido a que tanto mis hermanos como mis padres seguramente andarían en sus respectivos trabajos y yo, atesorando la fortuna de ser escritor, estaría en absoluta soledad pudiendo consolidar la hegemonía de las letras dentro de mi cabeza. Sin embargo, apareció una mujer totalmente distinta a los prototipos en mi mente basados en la sastre de camisa, falda y tacones, a quien podría recitarle versos de Neruda y tratarla como Darcy para enseguida volverme Hyde y otro tipo de hombre.

Me saludó emocionada como si nos conociéramos de alguna parte y yo que suelo tener la cabeza en otra órbita cuando empiezo a maquinar situaciones ficticias (y no tanto) respondí a su saludo por cortés a pesar que no tenía idea de quien era y mucho menos de dónde era; no obstante, la atención minina provocó en la mujer a mi lado, exactamente frente a un quiosco de esos que te venden todo caro, un sentido amical por querer socializar, algo que para lo que no soy tan bueno.

Nos saludamos teniéndonos cerca con un beso amigable en la mejilla, repito, -como si nos conociéramos- y me di cuenta que ella también sostenía un morral como franja en su cuerpo aplastando ligeramente la playera roja que llevaba puesta debido a que dentro de unas horas, y lo había olvidado por completo, estaría jugando la selección peruana por la Copa América. Me percaté en ese momento que el tiempo literario podría verse achicado debido a que un montón de primos y el conato de hermanos asistirían al cotejo dentro de mi casa, según revisé en una veloz vista al celular, para dentro de tres horas. Y, según rápidos cálculos, yo debía de estar en casa en aproximadamente veinte a treinta minutos lo que llevaría a la consecuencia que solo tendría dos horas (media hora menos si cuento el almuerzo) para realizar mi trabajo. Algo que me ofuscaría y pondría de mal humor porque llevaba dentro de mi mente un nuevo episodio para el siguiente capítulo. Pero estos pormenores mentales poco le importaban a la muchacha en frente, quien, de cabellos ondulados, castaños y largos, altura mediana, sonrisa amplia, rostro pequeño y tez blanca, ojos claros, tan claros como dos mieles, silueta como si pudiera comerse una pizza sin reparo y afán vertiginoso por ser sociable, motivo por el cual, no dejaba de parlotear sobre el sitio donde me conocía.

Compartimos la clase de inglés en el aula 203, me dijo. Me siento a dos filas a la izquierda. Siempre llevas lindas corbatas, alguna vez quise preguntarte la razón, añadió sonriente como si tuviéramos tiempo de conocernos, con esa forma tan simpática como alguien afronta una charla con un hombre aparentemente serio.

Para entonces, había terminado la universidad -o al menos eso creo- porque todavía tenía que rendir unos protocolos tediosos que iba atrasando; terminé un romance con una profesora de inicial y primaria del Humboldt por el desgaste del tiempo, mis sueños por conocer el mundo y su afán -al inicio bonito y más tarde nocivo- de no poder desprenderse de la familia, si a esto le incluimos una sarta de niños rompe pelotas a quienes decía adorar y amar como los suyos y le impedían salir del país como yo anhelaba. Había escrito el manuscrito de un nuevo libro, que también había vuelto a reescribir y sentí que nuevos episodios cabían en mi cabeza; y, para ocupar el día en vicisitudes literarias me escribí en un instituto de inglés altamente conocido para aprender algo de la lengua universal (aunque en la universidad me dijeron que era el latín, hubiera preferido italiano, no me gusta el portugués; pero lo estudié y amo mi castellano aunque lo maltraten).

En ese proceso, tras el ruedo de la primera semana donde se realizan grupos de trabajo o prácticas entre compañeros, la joven elocuente frente a mí, me había estado observando de cuello hacia abajo, haciendo mención en más de una ocasión a la corbata que llevaba puesta durante los distintos días de la semana.

No niego que como autor suelo mirar a las personas, sacar caracteres, atrapar movimientos, anotar ciertas actitudes y hasta recordar atuendos; pero es porque soy escritor y necesito descripciones sigilosas que no comparto con nadie y las reservo en la memoria; aunque a veces me doy cuenta que más personas actúan igual sin ser autores como fue el caso de la joven a mi lado, quien me invitaba muy amigablemente, las galletas de fresa que acababa de abrir con cuidado.

Recuerdo que el miércoles viniste con una corbata de moño muy preciosa, era de color morado con lugares rojizos, quedé encantada. Me hubiera gustado tocarla.

De todo lo que andaba mencionando al tiempo que disfrutaba de su golosina, la compartía conmigo y yo la masticaba gustoso porque estaba sabrosa (o tenía hambre) esa frase me pareció sacada del vagón de un pedazo de su mente que quizá no reconocía del todo.

Digo, digo, tocar la corbata. Sentir su textura. Es que… me parece genuino que alguien vaya a clase en corbata. La mayoría de muchachos visten con capuchas, pantalones sueltos, polos con estampa y tú vas en camisita y corbata de moño luciendo intelectual y…

Por un momento pensé que diría sexi. Y, si lo hubiera dictado, me estaría riendo.

Bonito.

Me gustó más esa palabra porque reflejó lo que era la persona en una radiografía. Una muchacha con kilos de más que poco le importaban porque volvió a sacar otra galleta del bolsillo, carisma completo en cada sonrisa y elocuencia en su voz a pesar de ser lunes a la tarde y mucha gente suele andar muerta; cabellos relucientes, castaños como sus ojos pequeños y aunque vestía lista para alentar a la selección, me dijo, cuando se dio cuenta que me quedé viendo su playera, que exactamente, como la gran mayoría de personas, iría a ver el partido a casa de sus primos. Y, en ese momento, entre ademanes, risas, comentarios y demás, añadió: ¿No quieres venir conmigo? Se mantuvo en silencio, incluso, sin darle un mordisco a la galleta, y yo que tenía otra en mi mano la introduje a la boca para no responder rápido.

Me negué, obviamente; pero con sutileza. La acababa de conocer, no sabía su nombre ni dirección, tampoco conocía si realmente compartíamos el aula. Éramos casi treinta cuando entré y dentro de la multitud mi visión atrapó a una venezolana de cabellos ondulados, morena, alta, de un cuerpo de ensueño; una mujer de ojos verdes vestida con uniforme de Columbia, excitante, por cierto, por el glamur para caminar en tacones que pocas chicas pueden obtener y mi compañera, la típica atrapa libros que solo busca aprender y no socializar. De repente por eso fue la única que me cayó bien. El resto eran los típicos muchachos que no llegan al tercer básico, algunos señores que vienen y no vuelven hasta la otra semana y nenitas de quienes podía ser su padre; sin embargo, la maestra vestida de traje sastre cuando no estaba obligado en la institución (válgame dios como me encanta cuando lo usan sin obligación) era muy atractiva, americana, según dijo al inicio, rubia y de ojos azules, guapísima y amable; pero el hecho de emancipar alguna idea de citación con ella podría ser forzoso, cliché, aburrido, tedioso y no aprendería por estar coqueteando. Acababa de salir de una relación, ese asunto; aunque a veces no parezca, te nubla. Te impide cometer nuevas intenciones románticas a pesar que existan mujeres simpáticas y aunque puedas realizar acciones cercanas no logras amoblar una relación hasta un grado de tiempo. Lo digo por experiencia, nunca se empieza otra vez cuando terminas un romance. Deja que pase el luto.

Insistió en tres ocasiones para que la acompañara a casa de sus primos a ver el partido. E, incluso, a la cuarta, me cogió de la mano como quien intenta dirigir hacia un lado. Sonreía de forma cándida, simpática y apacible; llevaba zapatillas blancas y grandes de esas que tienen como una especie de barra que eleva a las personas, las cejas como si fueran dibujos y no dejaba de sonreír a pesar que yo mostraba extrañeza y ligera incomodidad por sus actitudes que me condujeron a decirle acerca de mi inminente partida. Ella no quiso que me afuera, de hecho, volvió a insistir para que camináramos juntos rumbo a la otra esquina porque, según dijo al tiempo que andábamos, solía abordar un bus en especial que la dejaba en su puerta.

Se me hizo altamente raro porque todos los buses de la Avenida Benavides van directamente hacia la Avenida Caminos del Inca sin doblar por ninguna esquina. No obstante, como seguían saliendo galletas de su mochila y yo tenía cierta hambre, resolví acompañarla.

Me gusta tu corbata, ¿es roja o guinda? Quiso saber mientras andábamos a paso lento.

La recogí por debajo elevándola de a poco para recordar su color.

Creo que es guinda, le dije.

¿Puedo tocarla? Me gusta conocer la textura de las cosas, dijo tiernamente.

No me pareció inapropiado y dejé que lo hiciera.

Vi una especie de éxtasis en sus gestos cuando tocó la corbata como si estuviera gozando interiormente al tiempo que la amasaba y jalaba causando un estrago en mi cuello.

Perdona, no quise jalarla, añadió después con una sonrisa.

Descuida, le dije y la devolví a su sitio.

¿Dónde trabajas? Fue su pregunta inevitable.

Me dedico a las letras, le dije ambiguo como siempre.

Yo quiero estudiar psicología, comentó. Pero antes de postular estoy aprendiendo inglés, me dijo.

Su respuesta me alteró sutilmente.

¿Te puedo preguntar la edad? Le dije viéndola de lado, era como de mi tamaño.

Es muy pronto para las preguntas personales, me dijo con seriedad.

No es tan personal decir los años. Muchos tienen la misma edad que tú y yo y algunos nos duplican o nosotros a ellos, le dije en broma.

Ella sonrió y soltó una breve risa.

Eres gracioso; aunque al inicio no aparentas.

Reservo mis chistes para momentos oportunos, le dije.

Me dio una mirada tierna y al instante realizó un gesto de molestia.

Llevaba un morral que parecía cargar rocas en lugar de cuadernos.

Te doy una ayuda, le dije.

Me volvió a mirar con ojos cristalinos como si estuviera notablemente agradecida.

Lo cargué con facilidad hasta llegar al paradero indicado. Nos detuvimos entre la Avenida Benavides y Larco como quien espera un bus entre la multitud. Ya no hablábamos tanto, miramos los respectivos celulares, yo visualizando el tiempo para ver si tenía acceso a la escritura por más de una hora y ella visualizando algún chat, quizá.

¿Me das tu WhatsApp? Me dijo en un tono seguro.

Se lo di.

Me agendó y mandó una carita diciendo que era su número.

A veces creo que nunca di dárselo; pero tenía una carita tan dulce que no iba a poder negárselo.

Apareció uno de los tantos buses que conducen a mi casa, el suyo no pasaba o tal vez sí y no quería abordar; yo estaba apurado, mi labor de autor no entiende de caprichos. Me despedí diciéndole que ahí me iba y lo siguiente que mencionó traicionó a la sensatez.

Te acompaño. Yo bajo en la Merced.

Soy de las personas a quienes les gusta mirar el paisaje urbano por la ventana oyendo canciones que recreen lo que siento o pienso sin hablar con nadie el tiempo que dure un trayecto. De hecho, me fascina viajar solo porque suelo tener grandes ideas en largas avenidas; pero ella se acomodó a mi lado habiendo varios asientos libres, pidió que compartiéramos audífonos de los suyos porque quería mostrarme las canciones de su bendito Spotify, el cual, en dicho entonces, no tenía instalado, y en absoluta confianza, dijo que podía ayudarme a desajustar la corbata.

Le dije que lo haría en casa porque tenerla en el morral podría arrugarla. Aclaré que sus canciones estaban chéveres aunque no me haya gustado alguna. No soy una persona que adhiere gustos nuevos con sencillez. Suele ser un proceso pesado, hay que prácticamente meterme los nuevos géneros por los oídos.

Me habló de Katy Perry, Selena Gómez y no recuerdo quien más, quería que las oyera para conocerlas; aunque luego las viera en fotos y dijera que están simpáticas a pesar que la música no sea del todo de mi simpatía.

¿Hasta qué nivel de inglés piensas llegar? Preguntó después quitándome los audífonos para conversar. Pasábamos el Parque Reducto cuando consultó, quedaba algo de tiempo para su destino y más para el mío.

Pienso acabarlo, le dije.

¡Yo también! Quizá podríamos compartir el aula los próximos seis meses, aseguró entusiasta.

Se me hizo absolutamente raro que alguien tuviera tanta emoción por pasar ciclos de estudio a mi lado cuando suelo ser una persona a quien le importa aprender y no socializar.

Pero, naturalmente, desconocía mis verdades y como niña contenta se llenaba de entusiasmo de solo imaginar el futuro.

El bus se detuvo en la Avenida La Merced, ella se alistó para bajar, me dio un beso en la mejilla mostrándome una sonrisa muy tierna y dijo: Nos vemos mañana, cuídate y estudia. Si tienes dudas, me escribes. Yo te puedo enseñar, no te preocupes. Salió del bus y estiró la mano desde afuera.

Me pareció uno de los actos más dulces que me habían pasado hasta entonces debido a que el caudal de nefastas sensaciones ocasionadas por la ruptura todavía se encontraba como sarro dentro de las pieles del corazón. Y, curiosamente, como suelen suceder en varias rupturas, la ex me escribió: Hola, ¿Qué tal?

Leí su frase gélida, deshumanizada y sepulcral, a diferencia de las veces que hablaba con cariño y aprecio y no me dieron ganas de responder quedándome con el acto tierno de la gordita de cabellos castaños hablando de enseñarme inglés y despidiéndose con elocuentes gestos porque a veces en la vida hay que apreciar los buenos ratos.

Al día siguiente, anudaba la corbata para salir rumbo al instituto, siempre formal y elegante como solía vestir continuamente, deteniendo la labor para responder el mensaje de Fernanda, mi ex novia, quien, en un acto eléctrico de intento por aferrarse al pasado, me dijo: Oye, estoy cansada de esta situación, ¿hablamos o no? Habían pasado tres semanas sin conversar, su último mensaje fue ayer y le clavé el visto más grande del mundo porque estaba agotado de su falta de compromiso con la relación y acérrimo poderío con otras aficiones.

Reflexiono, yo entiendo que tengamos otros pasatiempos, personas que disponen de nosotros y demás; sin embargo, en una relación existe un compromiso con la otra persona, quien, en muchos casos tiene más valor que el mundo.

Acabado el moño pegado al cuello, le escribí: Hola Fer, ¿hablar de qué?

(Confieso que disfruté muchísimo de responder de esa manera tan fría).

De nosotros, ¿de qué más? O, ¿ya andas con alguien?

Sabía que diría algo así, pensé entre risas y colgué una foto de estado a la que contestó con rapidez: ¿Por qué tan formal?, ¿adónde vas?, ¿con quién estás saliendo?

Algunas personas se exasperan cuando pierden a alguien o creen que otras lo están ganando.

Fer, ¿Qué tal? Espero que estés bien. Para ser honesto, no quiero hablar contigo. No lo tomes a mal.

¿Tomarlo a mal?, ¿Por qué? Yo solo quiero hablar, me dijo.

Bueno, vayamos a tomar un café, ¿te parece? Le dije saliendo de casa.

¿Hoy puede ser? Al mediodía estoy libre, le dije sabiendo que a esa hora estaría en su trabajo.

Bien, nos vemos en Starbucks de Velasco Astete, aseguró.

No, Fer, nos vemos en Starbucks del Parque Kennedy, le dije y accedió.

Habíamos tenido un romance de ocho meses, ciertamente duradero, con sus buenos ratitos y recientemente unos pésimos momentos. Me había gastado el hecho de tener que insistir a que hiciéramos algo distinto a la rutina de ir a su casa, ver televisión, jugar a la Play que tanto le gusta y hacer el amor durante el resto de la noche. Lo último, definitivamente, la excepción; pero yo quería viajes, planes, metas y sueños, y ella pensaba en su hermanito de cinco años, el otro de diez y sus hijos en la escuela, decía en más de una ocasión: No sé con quién voy a dejarlos si vamos de viaje.

Yo terminaba yendo con mis amigos o a veces en soledad, de hecho, lo gozaba; pero no tenía a nadie con quien ir acumulando sucesos y recuerdos que solidifiquen la relación.

Ella a sus veinte y seis y yo con mis tantos años no hacíamos una ecuación formidable porque nos envolvía la monotonía.

En varias oportunidades le dije: Fer, ¡Tu madre puede cuidar a los niños!

Y la escuela es de lunes a viernes. Los sábados y domingos eres libre. Pero ella tenía esa fascinación de mamá pollito tal cual mi vieja y aunque los franceses quieren a novias como sus madres, yo no nací en París y tampoco anhelo a alguien con cola.

Sin embargo, la pasábamos bien cuando queríamos gozar del día; pero yo andaba en otras etapas, quería algo más que una simple relación y ella seguía estancada en ser niñera.

Mi compañera de aula se había cambiado de asiento y la muchacha gordita de los cabellos castaños estaba reemplazándola a mi lado durante la conversación acerca de pasatiempos que tendríamos frente al público como examen oral.

Poco me importaba con quien hubiera establecido el examen, quería aprender y aprobar y la nueva compañera tenía un carisma sinigual que me llevaba a aprender con facilidad al punto que llegué a pensar que en lugar del básico uno podría estar en un nivel más avanzado si lo deseaba.

Nos lucimos en el examen, la profesora, la guapísima Miss Smith, pidió un aplauso para el público, alagó la vestimenta formal del protagonista en poco o nada sintonía con su compañera vestida de camiseta holgada y pantalón jeans rasgados y nos colocó una nota en señal de excelencia.

A la salida nos fuimos juntos como dos personas que todavía quieren hablar acerca de su gran trabajo anterior, ella conversaba sobre la forma como los alumnos nos miraron anonadados exagerando los gestos y yo la escuchaba sonriente agradecido por enseñarme a dictar un inglés mejor que la vez anterior. Además, le pareció estupendo el detalle de mi nueva corbata de moño el punto que volvió a tocarla sintiendo su textura y esta vez no tuve inquietud en dejar que lo hiciera, se emocionaba cuando la sentía, le agradaba ajustarla, sentirla, aplastarla y hasta ajustarla, tenía cierta fascinación sobrehumana con las corbatas y yo que andaba sin preocupaciones no tenía por qué negarle sus pretensiones si con ello aprendía y avanzaba en el inglés hasta que a medio camino recibí una llamada.

Hola, ¿Dónde estás?

Hola, dime. Ah cierto, estoy en camino.

Te espero, no tardes, por favor, me dijo.

Colgué y vi el rostro cambiado de la joven a mi lado.

Debo irme, le dije.

¿Hacia dónde? Quiso saber.

Al Parque Kennedy, le dije.

Vamos por ahí, propuso tiernamente.

Sí, claro, vamos le dije como quien quiere su compañía.

Andaba pensativo, preguntándome, ¿Qué es lo que me dirá Fer?, ¿Qué habría pasado por su cabeza en las últimas tres semanas? Y mientras eso ocurría oía a lo lejos las conversaciones de mi compañera acerca de sus platillos favoritos, pasatiempos y aficiones en un fluido inglés que no asentía como hace unas horas.

Ahora, cuéntame de ti, me dijo en español.

¿Puedo hacerlo en nuestro idioma? Es que estoy hostigado del inglés.

No pues, debes decirme algo de ti en inglés.

Le dije que me gustaba el mango, que disfruto de las baladas y que me apasiona lectura.

No mencionaste aquello en la clase, me dijo en español.

Dijiste que te gustaba el surf, las olas, la brisa, las noches de estrellas, jugar a la Play y practicar natación.

Había mentido rotundamente durante la clase porque me parece divertido intercambiar aficiones para no contar lo mío.

Ella, sorprendida tras mi sonrisa, me dijo: ¿Cuál es tu verdad?

¿Cuál es tu edad? Le respondí para que lo tomara como broma.

¿Por qué tengo el presentimiento que no eres honesto conmigo? Me dijo con una raspadita de mentón. Y a la vez siento como si te conociera, añadió.

No lo creo, le dije a primera impresión.

¿Eres escritor, verdad? Pero… ¿Quién no lo es en estos tiempos? Dijo entre seriedad y broma. Dime, ¿Quién no lo es? Porque vas a una feria y te encuentras con una enorme cantidad de libros cuyos autores resultan ser como arenas de una playa desierta.

La analogía, por la seriedad en sus palabras, parecía estar resonando en mi cabeza.

Todos tienen derecho a ser abogados, contadores, psicólogos o escritores, ¿o acaso crees que seremos los únicos en el mundo? Todavía eres muy pequeña para pecar de soberbia, le dije con una distendida sonrisa.

Acabo de cumplir diecisiete. Tengo lógica, sentido común y le gano en inglés a cualquiera del salón, dijo con aires de arrogancia.

Le di una mirada inquieta y le dije: Tranquila, no soy yo a quien le debes esos argumentos.

Debo tomar otro rumbo, nos vemos mañana, añadí para zafar de su impertinente presencia.

¿No piensas acompañarme? Dijo media ofuscada.

Tengo que ir a otro lado, le di una respuesta cuando no debí.

¿Quién eres? Me dijo confundida.

Tú lo acabas de decir, le dije sonriente y aceleré el paso tras mostrarle una señal de despedida.

Ella me siguió deteniéndome con un aparatoso jalón de manos como si fuésemos una pareja discutiendo.

Podemos ser muchos dentro de muchos; pero los mejores de cada género. Lo mío no es soberbia, tampoco soy una niña, ¿lo entiendes? Dijo como si estuviera actuando de seria.

Escucha, no soy yo a quien le debes explicaciones. Nos conocemos hace poco, compartimos una clase, somos… creo que amigos y nos llevamos chévere, no te ofusques y disfruta, le dije para que aliviara su malestar repentino.

Y entonces quiso arremeter conmigo en un beso. Un beso en plena calle infestada de gente que viene y va, un beso entre un hombre aparentemente serio por el atuendo y una chica de menos de veinte por las prendas y las caretas. Un beso que no podía suceder; pero ocurrió.

Confieso que el beso, apasionado por cierto, produjo sensaciones optimistas dentro de mí, al punto que cuando quiso abrazarme fuertemente volví a una situación pasada, tan lejana que parecía olvidada, un evento entre una muchacha similar y yo, un suceso tan longevo que el instante recobró y otro momento olvidó. Ella en el abrazo me habló: Me gustas un montón, lo admito y siento que estoy enamorada de ti. Lo siento; pero así ocurren las cosas, el amor no se delimita, solo se siente.

Iba diciendo a medida que la escuchaba avergonzado porque le llevaba como diez años, tenía una novia (o ex novia) a la espera en una cafetería, me estaría mensajeando, la corbata se acababa de desanudar por las pasiones en sus brazos y los choques de los cuerpos, cualquiera me podría haber visto con una “chibola” y yo estaría a disposición de los chismes de curiosos y en definitiva, acababa de perder el sueño de acostarme con la maestra debido a que ella solía sacar el auto por el estacionamiento avanzando por la pista donde estábamos pegados como una pareja de intensos tortolos enamorados en dos semanas.

Un momento, le dije tiernamente desajustando el abrazo como quien quiere y a la vez no alejarse. Ella me veía con los ojitos dulces, su carita bonita, angelical y efervescente en sensaciones, que seguramente podrían ser claras y sinceras, a pesar que yo creía solemne que nadie se enamoraría en dos semanas; sin embargo, era partícipe de la teoría que nadie sabe lo que siente más quien lo siente.

Se preocupó por el nudo de la corbata antes que cualquier otro asunto. Se vio entusiasta en anudarlo de nuevo, conocía de memoria la forma como atar una pajarita de forma correcta, bien ajustada al cuello, como según mencionaba, le gustaba y yo al tiempo que ella la amarraba, intentaba esclarecer lo que habría ocurrido minutos atrás.

Esto ha sido inesperado y lindo; pero hay pormenores que todavía desconoces y yo también por parte de ti, empecé a decir.

Ella continuaba atando la corbata con la lengua hacia a un lado, la mirada fija en que el nudo saliera espléndido y con la parsimonia de un artesano.

Y creo que tanto tú como yo debemos conocernos un tanto más para saber si podemos involucrarnos en algo sentimental, añadí con seriedad.

No era por el paso de los autos y sus bocinas, tampoco por los buses y su griterío, mucho menos por la gente y su andar veloz con calzado impactando en la acera; era porque estaba concentrada en la corbata por lo que no escuchaba atenta a lo que decía.

Cogí sus manos y le dije frente a su mirada: Paciencia, ¿sí? Vi mi celular y volví a comentarle que me iba.

Fer me estaba reventando el teléfono con mensajes que todavía no miraba; pero sus preguntas, ¿en cuánto vienes?, ¿Dónde estás?, ¿ya andas cerca? Aparecieron primeras en la fila.

No tengo novio. Nunca tuve uno. Esto que siento es real. He indagado en redes sobre ti. Me atrae como te vistes, amo tus corbatas, adoro tu sonrisa, tienes un humor nefasto y hermoso y me fascina que sean tan maduro.

El problema, que espero no sea así, es tu decisión por saber qué es lo que quieres conmigo, me dijo finalmente con una madurez absoluta.

No hay ningún problema conmigo. Lo que existen sus circunstancias, le dije rápidamente.

¿Te parece si hablamos mañana con más calma? Tengo un asunto pendiente que no puede seguir esperando, le dije con un gesto por irme.

Me dio otro beso y dijo: Mañana hablamos. Te quiero.

Se dio la vuelta y se marchó luciendo un caminar noble, con morral enorme surcando la espalda, el trasero firme y grande, los cabellos ondulados y dando un giro final para volver a despedirse con un gesto. Era una completa ternura.

Cuando se fue aceleré el paso rumbo a la cafetería donde estaría esperando ansiosa y molesta la novia que acababa de dejar hace no más de tres semanas.

Por fortuna, Fer se hallaba parada en el umbral de la cafetería con los brazos cruzados, el ceño fruncido, los cabellos largos y lacios hacia atrás, los tacones intercalados entre sí, una blusa blanca, ceñida, de manga larga, falda negra y medias altas, los ojos diabólicos, sin gesto para con mi venida; pero hermosa, divina, elegante y grotescamente sexi ante mi apremio voluntario que no disculpé ni excusé, solamente di un saludo a pesar que la vi completa y no imaginé desnuda porque a veces las pieles con prendas resultan ser más atrayentes que la propia anatomía al aire y aunque esto parezca obra de un fetichista o masoquista, que estuviera enojada, vestida como maestra de primaria y tenga esa mirada absolutamente malvada me introducía a un mundo lujurioso el cual, para suerte de ella, la cafetería podía impedir (no del todo, si tuviéramos la llave del baño) en gran parte la resolución de los hechos en la mente.

Maldije para mis adentros con una duda en la cabeza: ¿Por qué carajos terminé con ella?

Han pasado tres semanas, empezó diciendo sentada con las piernas cruzadas luciendo esos tacones negros que podían haberme calentado si los llevaba consigo a la cama.

¿Qué has pensado, hecho y sentido estos últimos días? Quiso saber con seriedad.

No me interesa lo que hayas hecho si se trata de otra persona. Quiero saber y conocer las cuestiones que puedan unirnos, añadió con sobriedad.

La camisa manga larga estirada cogiendo la taza de café con gemelos en las puntas, sensualmente elegante, la hacía lucir sofisticada como tantas veces la vi cuando la recogí de esa abominable escuela primaria donde criaturas malévolas la hacían jalarse hasta de los cabellos; salir a la calle con furia y enojo, a pesar que luego decía que los quería; pero su coraje no iba contra o por ellos, sino por la desatención de padres de familia irresponsables y desadaptados que no respaldaban en nada a la crianza de niños ajenos a mí y no tanto a ella, que los veía como suyos, razones por la cual, cuando me abrazaba y relataba los estragos yo trataba de minimizar escuchando y asintiendo y tratando de decirle que son de ellos y no de ti, y que cumples siendo buena maestra y que si no realizan tareas no es por tu atención, sino por la ausencia de educación en el hogar; pero Fer, tan noble de corazón como elegante para vestir, con ese saco detrás de la silla que había olvidado para salir a esperar, se metía dentro del personaje de maestra como yo a veces de autor y quería ser también la madrina de los nenes perdidos de la escuela a pesar que no debía ni podía por estar ajena a otros mundos. Situaciones que yo entendía, obviamente; pero no comprendía porque se nublaba estando conmigo y siempre he creído que uno debe dejar el trabajo en el trabajo y dedicarse a la familia o pareja en extremo tras hablar o compartir lo justo sobre el oficio, labor o pasión sin que afecte el bienestar.

Y, sin embargo, Fernanda tenía el corazón grande, quería curar al mundo de la ignorancia y su capacidad como maestra alcanzaba aunque no era muy bien respaldada, salvo por mí, que la daba abrazos cuando se agotaba; aunque finalmente me terminé por desgastar porque se olvidaron de mí.

Allí estábamos, dejando de lado los primeros matices, la impresión por verla tras tres semanas, luciendo preciosa como mandan los cánones de su profesión, nunca sonriente, sobria y resoluta; clara para con sus argumentos que iban desde mejorar en la performance de la relación con separación de sectores, hablaba en ademanes acerca que iba a dedicarse a su labor y también a su novio, pidió disculpas por las veces que tuvo el trabajo en la mente y no estuvo para mí en ocasiones; quiso llorar cuando habló de extrañar las noches de películas en su casa; pero no iba a hacerlo, no era débil, el ser profesora te vuelve sensible o fuerte, ella era ambas cosas a la vez y nunca dócil ante un evento que podía ser para bien o para mal; sin embargo, la conocía porque fuimos amigos o conocidos antes de ser novios y sabía que era verdad lo que mostraba a pesar que me sentía dolido por sus detonantes, sobre todo por la vez en la que no pudo asistir a la feria del libro de Arequipa, donde estuve presente dando una charla sobre mis obras, por andar lidiando con la ruta de unos exámenes para el fin de un curso cuando pudo seguir con el tema en el viaje; pero decidió comerse las hojas y no acompañar a su pareja. Esa noche en Arequipa algo se perdió, di mi charla, hablé de mi labor y no la encontré; sentí que estaba dedicada a otro sector, donde yo no estaba y quienes lo estaban no la valoraban, la vida es un racimo de ironía, ya lo dije.

Pero había aprendido y quería valorar lo nuestro; lo hablaba clara, segura, con elocuencia y estirando la mano al finalizar con una sonrisa bonita que miré después de verle los senos por encima de la camisa con dos botones abiertos, el cuello pulcro y duro, un collar en el centro y un reloj impactando por la mesa hasta juntarnos de la mano como señal de algo en beneficio de ambos.

Fer… le dije mirándola esbozar una sonrisa ligera. Se veía tan hermosa que podía pararme de la silla y plantarle un beso a quemarropa; pero yo era orgulloso y a la vez resentido, no me gustaba que nadie quisiera sobrepasarse conmigo, los intentos por lastimar mi ser eran destruidos por la indiferencia que constituía mi personalidad; pero también solía ser muy romántico y no iba a arrojar al infierno ocho, casi nueve, meses de relación por asuntos que bien podían mejorar al son de sus palabras.

Yo… realmente me sentí molesto y triste por tu accionar. No estoy siendo resentido (obviamente lo era) pero quiero decirte que te quiero, que quiero que sigamos juntos; aunque antes me gustaría tomarme un respiro, una semana para meditar bien lo que requiero, porque estoy dolido y puede que esa sensación me haga actuar de indiferente manera.

Era real. Me dolía que me haya plantado de esa manera por los cretinos de la escuela. Pero… comprendía. Y, para aplicar bien mi reingreso a la relación debía de demoler las emociones negativas. He allí mi petición.

Deshizo nuestras manos juntas al ritmo de una pregunta: ¿Crees que soy idiota?

Dime, ¿crees que soy idiota?

Me sentí confundido. Ella siguió hablando: A mi oficina llegan muchachos mentirosos que esconden los cuadernos en la mochila. Jovencitos que intentan mentirme olvidando que soy mucho más astuta que cualquiera. Dime, ¿me quieres engañar?

Reconozco lo que ha pasado en tu vida en tres semanas; y también conozco esa mirada tuya que implica inquietud.

¿Qué ocurre?, ¿Quieres o no volver? Se lanzó con el ultimátum.

Creo que estás actuando de forma injusta, le dije.

Yo soy… (Iba a decir la víctima; pero podría verme como un lerdo). Bueno, estoy acongojado por tu conducta y si quiero unos días para pensar, no lo veo para nada mal. ¿O existe un repentino apremio por volver?

Reitero mi pregunta, ¿eres idiota? Te estoy diciendo para retornar porque te extraño y te quiero, ¿no es suficiente?

Yo también te quiero; aunque no te haya extrañado tanto que digamos. ¿Ves cómo empiezo a decir cosas de molesto?

Ella cruzó los brazos ofuscada.

Puedo aliviar esta incomodidad para que podamos estar en paz. ¿Te parece?

Dime algo, ¿tienes a alguien esperando en carpeta?

Jamás te vi vestido tan formal para ir a una clase.

Aunque… te ves muy apuesto. Las chibolas del Basic 1 estarían loquitas por conocer al sujeto sentado en la esquina.

Las mujeres tienen un don o una virtud, o una especie de modus operanti, por saberlo todo sin hacer mucho.

No. No hay nadie. Y eso de que se vuelven locas, no lo creo.

No te hagas el idiota conmigo, dijo entre sonriente y seria.

Te doy hasta el domingo para que decidas.

Era martes.

Hasta el viernes, le dije.

Así se habla, me dijo, ahora sí, solo sonriente.

Vio el reloj de muñeca, me dio una mirada y aseguró: Debo volver a clase. Toca lenguaje, ¿crees ayudarme?

Verbo, sustantivo, predicado, objetivo directo e indirecto, adjetivos y adverbios, ¿no es tan difícil para ti, verdad?

Cuando lo mencionas parece como si hablaras de jeroglíficos, le dije con humor y sonrió mientras se levantaba de la silla cogiendo su bolso.

La acompañé a abordar un taxi y arribé hacia mi casa borrando durante el trayecto en bus nuestro chat con mensajes soeces, deprimentes y quejumbrosos dejando únicamente el enlistado de palabreo bonito hasta que un chat sin registrar me envió un mensaje.

Hola apuesto compañero, ¿mañana volvemos a ser el team del aula?

La resolución de la foto en el perfil fue luciéndose al compás de la lectura.

¿Qué te parece si me acompañas a la inauguración del Minimarket de un primo? Habrá comida y licor, ¿Qué te parece? Luego puedes hablarme de tu novela, tus pasiones y aficiones. Quiero conocer todo de ti.

Y, esa foto en tu perfil, me fascina. ¿Me la envías?

Sonriente, haciendo un gesto con dos dedos, con la lengua casi afuera, se mostraba en su fotografía de perfil.

Hola, ¿Qué tal compañerita? Bien, bien. Claro, mañana la rompemos en clase, le escribí.

Tengo descuentos en el Cine, ¿vamos a la noche? Añadió intensa, con emoticonos de corazón y beso.

De curioso, aburrido en el bus, con la reiterativa música, corbata en el bolsillo y adormecido de piernas, indagué en el internet sobre las películas a estrenarse.

Vamos a ser Saw V, le escribí y ella entusiasta sin darme chance de volver a pensarlo, respondió: Acabo de comprar las entradas, ¿vamos saliendo de las clases? Durante la tarde no hay mucha aglomeración de gente.

Añadió un emoticón sugerente.

No sabía en que otro universo me andaba involucrando. Fer, me escribió dos horas más tarde, ¿si no te escribo, tú no lo haces? Hola, ‘cariño’, ¿podemos hablar bonito que estoy cansada de leer tanta cosa rara? Añadió risas y sentenció: ¡Te quiero, baboso! No lo arruinemos. Somos un equipo. Amamos las letras por igual, amémonos nosotros también.

Fer, también te quiero, lamento actuar desinteresado; pero quiero que entiendas que necesito calmar esta tempestad para que podamos retornar a estar en armonía.

Mientras esperaba que ella respondiera, le contestaba a la compañerita desde la otra ventana emancipando letras como oraciones de una libreta.

Listo, a las cuatro estaría bien, le dije sin leer lo que había compuesto en su totalidad.

Llegando a casa terminé por leer su sermón; aunque más pareció ser un plan macabro por retenerme durante el resto del día.

Salimos al mediodía, vamos a comer algo por ahí, quizá algún postre, unos helados o unas empanadas; caminamos hacia el cine Pacífico del Kennedy y compramos canchita con gaseosa antes de ingresar, ¿te parece?

El plan se asemejaba a uno de antaño. Sonreí por esa razón. Accedí a su composición y nuevamente le contesté a Fernanda.

El viernes tendrás mi respuesta para saber nuestro horizonte, le dije ignorando lo que había escrito antes.

¡Genial!, ¿y qué opinas sobre lo que te acabo de comentar? Leí después. Subí el cursor al tiempo que me desvestía para entrar en la ducha y encontré una idea fantástica.

Vamos de viaje a una playa cercana. Rentamos un apartamento para nosotros, nos relajamos olvidando e ignorando al mundo, incluyendo los matices de la primaria en el Humboldt y nos enamoramos como la primera vez todo un fin de semana. ¿Qué dices?

¡Excelente idea! Hagámoslo, le dije de inmediato y me adentré al agua para saciar mis locuras monumentales.

Al día siguiente, en la butaca central del cine, acomodados como una pareja de novios, viendo como destripaban a un muchacho en la película, sentí como una mano se sumergía por mi bragueta cogiendo al muñeco con absoluta confianza. No supe cómo reaccionar por lo inesperado del movimiento; aunque se me ocurrió darle una mirada frenética como quien se siente sorprendido. Ella, entonces, al tiempo que le cortaban la cabeza al tipo en la pantalla, me dijo al oído: Quiero que vayamos a un lugar donde podamos estar los dos a solas.

Me cogió de la corbata ahorcándome un poco, algo que, al tiempo que me sujetaba el muñeco, le causaba un tremendo placer, porque tenía los ojos desorbitados, ignoraba al ente en el cine sin cabeza, y plantaba besos en el cuello abotonado con deseos por cubrirlo con la lengua.

Pero… por favor, no te quites la corbata mientras me besas en la cama, la oí decir después con una voz distinta a la tierna de hace no menos de una hora en la confitería pidiendo como niña elocuente y engreída el tazón más grande de pop corn.

Evidentemente, me sentí caliente. No soy un androide que no siente cuando lo mañosean. Y ella, en su ternura diabólica, propuso lo siguiente: ¿Vamos ahorita o quieres seguir viendo una matanza?

En un abrir y cerrar de ojos, aparecí en un cuarto de hotel ubicado en una calle de Miraflores, lugar donde el portero ni siquiera nos pidió identificación, nos adentramos de la mano, cerramos la puerta y comenzamos a besarnos con ferocidad continuando con los deseos libidinosos propagados durante la película de horror.

El celular timbraba, Fernanda o mi madre, (de repente la suya) llamaban mientras que ella se quitaba las prendas viéndose prístina, hermosa como un copo de nieve, sonriente de forma tímida y aunque ciertas facetas lujuriosas se apagaron un poco por mi mirada en su anatomía regordeta la hice sentir deseada con un mordisco de labios. Se asomó para besarlos, intenté quitarme la ropa; pero no quiso que lo hiciera. Pidió al oído que me quedara vestido en camisa y corbata mientras se colocaba de rodillas para realizarme una felación improvisada, que, de hecho, en plena lujuria, disfruté.

Pude quitarme la ropa porque ardía en calor, me quedé con la corbata por su petición, subió encima de mí y arriba sin saber qué ni cómo establecer, me confesó: Es mi primera vez.

Recobré la cordura si esta se hubiera perdido. Abrí los brazos en alto para que no ofreciera ningún movimiento. Sus senos, su sonrisa, su cabello e incluso su piel se mantuvo quieta ante mi inminente pregunta: ¿Qué es lo que estás haciendo?

Intento tener relaciones con el chico que me gusta, respondió tímidamente.

No. Ese no es el punto, le dije.

Ella se quedó muda.

¿Nosotros no tenemos algo único?

No, ese tampoco es el punto.

¿Cuál es? Quiso saber curiosa.

No puedes simplemente perder tu virginidad con alguien a quien probablemente no volverás a ver… porque yo hoy estaré, quizá mañana o pasado no y esto, realicé un ademan de circunferencia, no será recordado como algo bonito, sino como un mero asunto que quedó en el olvido.

Y tú no quieres eso para tu vida.

Hablé como un padre de familia, de esos que se ausentan en la clase de Fer dentro de la primaria.

¿No quieres estar conmigo?, ¿No me deseas porque estoy llenita? Fueron sus preguntas temblorosas.

No es eso, cariño. Obvio que me atraes, eres bonita y estoy caliente; pero no quiero que te involucres de esta manera conmigo.

¿Por qué? Dijo abriendo los brazos. Ella seguía encima.

Porque no me amas, ni yo a ti y puede que nunca nos lleguemos a amar porque tengo un pasado que quiere reinsertarse y tú tanto por vivir que no puedes perder algo tan preciado y desvalorado con un hombre como yo que no estará para fin de mes.

Mis amigas siempre hablan de perder la virginidad antes de los veinte. Además, yo te quiero. Estoy enamorada de ti, dijo con honestidad a su modo.

Tus amigas mienten. Todo el mundo miente por caer bien o por verse bien. Lo que realmente les pasa es miedo. Miedo a no ser aceptadas y amadas como lo serán cuando encuentren al hombre indicado. Y ese, no soy yo para ti.

Lo eres. Porque te elegí para este momento, aseguró.

Y, puede que no nos amemos como mencionas; pero me gustas y mucho, diría que demasiado, estoy entusiasta e ilusionada contigo y no me importa que no dures hasta el otro mes, yo te quiero para mi vida, me dijo enfática.

Le agregó un beso apasionado inclinando el cuerpo, el cual seguí y continué atravesando mis manos por el resto de su cuerpo provocándole calentura al punto que resolvió volver a realizar el oral.

Bien, si eso es lo que anhelas, lo haremos; pero será bonito, ¿vale? Le dije ante su sonrisa. Me levanté de la cama, sintonicé música ignorando los mensajes de Fernanda y al retornar la besé apasionadamente dejando marcas en cada rincón de su gloriosa anatomía provocándole un frenesí increíble de sensaciones vertiginosamente candentes que nunca olvidaría hasta que me coloqué encima tirándola con dulzura sobre la cama y le hice el amor durante un disco entero de su cantante favorita.

No nos dirigimos la palabra durante la siguiente semana.

Pero, al momento en que terminamos, nos abrazamos, ella sobre mi cuerpo, yo hablándole sobre los tatuajes, ella preguntando sobre mis libros, yo relatándole historias ficticias de mi vida, ella consultando si seguiría en el curso, yo diciendo que no estaba seguro, ella dándome besos en la mejilla, yo sonriendo y viendo cómo se alumbraba el celular en llamada.

Salimos del lugar, la acompañé hasta el paradero en La Merced descansando tenuemente sobre mi regazo mientras que oíamos en audífonos compartimos las canciones de Katy Perry que tanto adoraba.

Ignorando a Fernanda, le dije que la acompañaría a su casa, accedió gustosa para mi asombro y su agrado, caminamos la avenida durante siete u ocho cuadras hablando de distintos temas que iban y venían en cualquier momento hasta que me dijo que aquella casa de rejas negras y pintura mostaza era la suya. Nos despedimos en un abrazo, la vi entrar saludando con gestos de mano a una personita ubicada en la ventana del segundo piso, dio la vuelta para sonreírme en un gesto de despedida y pude contestarle el teléfono a Fernanda, quien no paraba de llamar en un ataque sádico por saber dónde estaba.

El viernes nos encontramos. Habíamos acordado vernos como acostumbrábamos, a la salida de su trabajo en la escuela. Para entonces, había culminado con creces el primer básico en el curso de inglés y al tener las notas más altas mi compañera se asuntó durante las dos últimas clases. Fernanda salió ofuscada a pesar que quería mostrar otra faceta. Según me dijo al momento en que me saludó, había tenido una grotesca faena peleonera con los padres en Apafa. Yo le dije: Cariño, ¿Qué te gastas tanto? No son tus hijos. Si quieren que sus nenes estudien, los ayudarán.

Y si no, así es la vida.

Ella me daba un sermón de porque los maestros deben respaldan siempre a los suyos mientras caminábamos por la acera que circunda el colegio viendo como tal cual una maratón los niñitos salían corriendo rumbo a sus respectivas movilidades o brazos de sus empleadas que vinieron a recogernos; sin embargo, el caso de una niña en particular fue la excepción, porque al tiempo que Fer y yo caminábamos rumbo a la avenida apaciguando su ira con mi carácter dócil, ella comprendiendo sus nuevos ideales para con la relación y sintiéndose más calmada mientras se quitaba el saco por el calor del enfado, noté la presencia de mi compañera de aula parada, estática, de brazos cruzados y sin sonrisa, debajo de un árbol que le daba sombra. Sentí que el mundo se venía hacia abajo, seguramente se asomaría, contaría toda nuestra osadía y mi relación se iría de nuevo al pandemonio; sin embargo, la única niña que vino sin movilidad ni empleada, se acercó a ella corriendo y repitiendo su nombre para caber en sus brazos.

Fernando y yo pasamos por su lado, yo quise ir veloz; pero ella todavía no se sacaba bien el saco, nos vieron de casualidad o por obviedad, Fernanda reconoció a la pequeña o la niña a su maestra y entonces la compañera me vio, y yo la vi y nosotros cuatro nos vimos. Todo de acera a acera.

Maestra, nos vemos el lunes, dijo la pequeña locuaz.

Nos vemos, Fabiola Riva, respondió Fer tan cándida como siempre con los alumnos.

Yo traté de hacerme el desentendido; pero de repente, Fernanda dijo: ¿Eres su hermana mayor, verdad? La compañera se sintió identificada y contestó: Sí, suelo venir a recoger a Fabiolita.

Me llamo María.

¡Yo también soy María! Bueno, María Fernando, dijo Fer amable.

Ambas intercambiaron sonrisas.

Me gustaría hablar contigo sobre el rendimiento de la pequeña, ¿te parece si nos citamos el lunes a la mañana?

Ella me dio una mirada veloz, yo andaba viendo a otro lado, Fernanda no se dio cuenta o sí; pero se adjudicó decir: Tiene un rendimiento muy bajo, requiere de atención personalizada.

La compañera luciendo entristecida y viendo a su hermanita pegada a sus piernas, le dijo: ¿Usted puede darle clases por las tardes? Como encargada de la casa en ausencia de mis padres que están de viaje, puedo acceder.

Fer, a pesar de mis suplicas mentales, aceptó gustosa. De hecho, más que contenta y emocionada, al punto que se arrodilló para estar al alcance de la nena y con dulzura de madre, le dijo: Tu hermana mayor y yo vamos a ayudarte a que puedas pasar de año con éxito.

Acordaron el día y la hora mientras que yo me lamentaba por dentro, se despidieron con beso de mejilla e intercambiaron celulares.

Al momento en que por fin nos íbamos, la oí a la muchacha decir: Se ve muy bien en traje, a mí gustaría usar uno igual, ¿nunca ha pensado en agregarle una corbata?

Fer la miró curiosa, sonrió y respondió: Gracias. Sí, puede ser, ¿no? Dio la vuelta dirigiéndose hacia mí y dijo: Luego me prestas una, amor.

 

El día en que la maestra y su alumna se encontraron en casa de la hermana mayor, salí a caminar un rato dirigiéndome curiosamente hacia la sastrería Hermanas Tagliani ubicada en la Calle Pinos, me adentré timorato siendo recibido por una apuesta muchacha de acento italiano medio españolizado, quien, al verme tuvo una consulta: ¿Requiere un traje para su boda?

A lo que fielmente respondí: Es para un entierro.

Mi entierro, pensé.

¿Elegante para un funeral? Me gusta, el color negro le asentaría bien, dijo sonriendo y también le sonreí por el reflejo del espejo viéndola asomarse con el medidor con un glamor que todavía no logro olvidar.

Se verá muy guapo, dijo colocando sus manos en mis hombros, todavía sonriendo por el espejo en frente.

Se lo agradecí y cuando retornó a su posición para traer una tiza con la que subrayaría el patrón, la oí preguntar: ¿Sabe, tengo dos dudas monumentales?

Dígame, le dije.

¿Por qué el parque se llama Kennedy? No le encuentro el sentido.

Yo tampoco, le dije y sonreímos.

Y mi segunda pregunta es, ¿recién se animó a entrar, verdad?

Espero no sea demasiado tarde, le dije y volvimos a sonreír. 

 


Fin

3 comentarios:

  1. Necesito seguir leyendo 😍, usted tiene toda mi atención y respeto. Sentí cada sentimiento adentrado en la escritura. Esa descripción tan detallada que te transporta.

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  2. Es una maravilla este cuento SENDEROS INCIERTOS Siempre que leo sus libros ,me adentro en mi imaginación ,me encanta por que transmite esas emociones que expresas al leer una parte y saber que también te paso en tu vida real ❤

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