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sábado, 26 de marzo de 2016

Doble impacto

- Estábamos en la casa de Diego tomando ron desde muy temprano, conversábamos de todo un poco, entre fútbol, mujeres, chismes y demás, se iba pasando el tiempo. Además, los rones parecían interminables.
Alrededor de las tres de la madrugada, Bruno junto con York decidieron partir con la excusa de encontrarse borrachos. A pesar que insistí en que se quedaran, resolvieron partir. Los tildamos de arrugadores y los despedimos de mala manera.
Pasada una hora, luego de tanto seguir charlando, cada vez con mayor efusividad y palabreo extraño, Baraka decidió zafar con la excusa de encontrarse igual de ebrio que los dos anteriores. Le dijimos que se quedara, incluso, le insistimos y lo animamos; pero al cabo de treinta minutos inventó una razón estúpida para salir de la casa y nunca volvió. Cuando salió con el motivo de ir a comprar algo de comer (a las cuatro de la madrugada) sabíamos que no regresaría.
Diego, Clo y yo nos miramos como quienes se cuestionan y se preguntan a la vez, ¿Qué hacemos? Y enseguida, fue Diego quien añadió: Por mí se pueden quedar hasta las últimas. Al instante, Clo dijo: ¿Hay más ron? A lo que yo respondí: Siempre hay ron.
Entonces seguimos tomando; aunque esta vez los temas fueron cambiando. Incursionamos en la intimidad de los participantes, cada uno hablaba acerca de su respectiva relación amorosa, soltando, en algunos pasajes, algún que otro momento embarazoso.
Reíamos y compartíamos comentarios. Luego, asombrosamente, nos empezamos a sentir feeling recordando escenas pasadas, generalmente, etapas de la infancia.
Fue entonces que Diego, feeling de nacimiento, se puso a llorar al recordar un momento lejano que aparentemente lo marcó. En ese momento juntamos nuestros vasos en señal de salud y nos abrazamos como si no nos hubiésemos visto en décadas. Fue chistoso y la vez simpático.
Tragos van y tragos vienen, empezamos a sentirnos borrachos, diría yo, muy borrachos; pero queríamos seguir bebiendo ron, a pesar que este se ande terminando. Para entonces eran alrededor de las cinco y media de la madrugada, el sol saldría en cualquier momento y seguramente se arruinaría la reunión. Sin embargo, nuestro deseo era seguir tomando y de no poder hacerlo en casa de Diego lo haríamos en un parque. Por suerte, Diego dijo que podríamos seguir hasta las últimas y eso teníamos planeado.
No obstante, los planes se vieron frustrados cuando Clo dijo con sorpresiva sobriedad: Señores, tengo que ir a la casa de mi novia a dejarle un dinero porque no podrá ir a clases. Era sábado, ¿Quién asiste a clases un sábado? Claro, dos personas que en dicho entonces holgazaneaban no podrían saberlo.
Entendimos la situación y le sugerimos salir los tres rumbo a la casa de su chica, dejar el dinero, comprar otra botella de ron y seguirla en la casa de Diego. La idea era perfecta, tan perfecta que Clo no dudó en aceptarla. Es más, nos emocionamos.
Salimos de casa haciendo más alboroto que de costumbre, estábamos borrachos y no dejábamos de reír. Intentamos mantenernos serios al momento de abordar el taxi rumbo a San Borja; aunque se hizo imposible no soltar algunos chistes mientras arribamos hacia allá.
Al llegar, Clo descendió mientras que Diego y yo nos mantuvimos sentados en la banca del parque al frente de la casa de su chica.
Lo vimos subir la enorme cantidad de escalones de la escalera, se veía agotado, sudoroso y con un terrible aliento que ni siquiera las dos barras de goma de mascar pudieron refrescar.
Yo estaba preocupado y agotado, Diego cansado, se veía achinado y con un aliento de dragón. Mientras observábamos a Clo subir resolvimos adquirir un par de botellas de agua y empezar a cuestionar el hecho de seguir bebiendo.
Clo seguía subiendo los escalones, cada vez lo notaba más exhausto y a la vez preocupado, en un algún pasaje vi que se hizo la cruz y en otro noté que imploraba una especie de clemencia. Nosotros nos manteníamos al frente, visualizando todo y a la expectativa, absortos de lo que podría llegar a suceder.
De repente, entre el sueño que provoca la borrachera, vi como Clo tocó la puerta del departamento, no me sorprendió en ese momento el tiempo que tardó en llegar. Lo vi preocupado y asustado (claro que no llegué a ver el sudor que caía de su frente y sienes). Tocaba y tocaba sin que nadie saliera; pero, de repente, abrieron la puerta. Una mujer vestida de blanco lo recibió, se veía ofuscada, molesta y muy alarmada, movía las manos de un lado hacia otro de un modo desesperado. Le dije a Diego que mirase la situación al tiempo que me sacudía el rostro para observar mejor.
Lo siguiente que vimos nos cambió para siempre. Una bofetada de izquierda, rotunda y potente remeció el rostro de Clo y una bofetada de derecha, importante y resonante lo hizo tambalearse. Fue un doble impacto perfecto, al punto que logró hacerlo caer levemente; pero pudo cogerse del muro para no impactar con el piso.
Diego y yo quedamos anonadados por la furia de su mujer, por la ira de una dama descontrolada. Resolvimos irnos inmediatamente; pero antes de ello vimos como lo cogieron de las orejas mismo balón de gas y lo llevaron hacia adentro. Cerraron la puerta con brutalidad y esperamos un par de minutos por si llegase a salir.
Pasado el tiempo acordamos en retirarnos y volver a nuestras respectivas casas; pero de repente abrieron nuevamente la puerta y no fue Clo quien salió, sino su chica, quien nos vio y al vernos nos mostró el dedo del medio con un rostro furioso.
Enseguida y estúpidamente nos hicimos los despistados; pero añadió con fiereza: ¡No quiero volver a verlos, borrachos de mierda!
Dimos media vuelta y nos fuimos corriendo.
No vi a Clo en dos largos meses.


Fin

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