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sábado, 21 de agosto de 2021

Mi amigo al volante

- Después de la fiesta de promoción, recibí mensaje de texto: ¿A que no sabes lo que me acabo de comprar?

Respondí: Cuéntame y exagera.

La imagen de un auto de segunda mano tardó en cargar varios minutos.

Nunca me entusiasmó la idea de ser parte de algo, siempre fui un hombre solitario que prefería la meditación en busca de respuestas para cuestiones inalcanzables a jugar a las escondidas o las piñas con compañeros de la primaria que se veían felices con la facilidad que dicta la edad. Yo, en una esquina, pensativo con el cubo mágico, realizaba preguntas ante el comportamiento de las personas que reían, sonreían, perseguían a las chicas y se corrían de las mismas, todo al mismo tiempo, olvidando que, o ignorando quizá, que ellas venían a mí por ser más interesante que cualquiera, con ese enigma propio por andar en soledad debajo de una terraza para impedir la caída del sol leyendo a Bécquer con la intención solemne, propia y única de parecerme a él en verso hasta que armaron los grupos para el juego a la pelota, algo que mis dotes de pensador y escritor que añoraba una oración loable se veían opacados por la intensidad y la sencillez con la que podía anotar goles de larga distancia dejando sin posibilidades al arquero rival, punto a favor y en contra para mí, porque de ese modo, con el balón en la pierna, fui abriéndome paso en el mundo social de la escuela primaria; aunque, en primera instancia, al momento en que los grupos se dividieron al equipo, faltó uno para el plantel del único niño con gorra dentro de la escuela, quien, decidió elegirme a pesar que yo andaba con media poesía en la cabeza y una pelirroja sonriente a mi lado intentando releer lo que ya había asimilado.

Accedí porque me gustaba el fútbol desde tiempo antes como algo que vino conmigo desde que nací y dejé a la niña con el libro de poemas que no volví a ver ganándome así a una admiradora en la grada y un amigo llamado Oliver que se presentó ante mí con su gorrito Rip Curl y su calzado Umbro muy similar al mío, comprado, posiblemente, en la misma tienda y dispuestos juntos a vencer al otro equipo comandado por un gordito cachetón que hacía de arquero y según teorías conspiradoras de la primaria, nadie le había hecho un gol hasta que mi tiro directamente al fondo de la red lo dejó anonadado por la potencia y eficacia.

Éramos de las aulas A y B; pero nos juntábamos para la pichanga del recreo armando el equipo por orden de los dos. Él comandaba eligiendo a los secuaces teniéndome como punta fija añorando cada media mañana derrotar a los acostumbrados rivales haciendo del partido un clásico que se veía desde todas las tribunas e incluso, algunos profesores con café y libretas se detenían para observar el intenso cotejo de ida y vuelta que solía terminar más allá del timbre con anotaciones altísimas en goles cuyas diferencias podían ser leves; aunque a veces, descomunales como una ocasión en particular que nunca olvidamos y siempre les hacíamos recordar, pues, en aquella oportunidad le llenamos la canasta de goles culminando el juego con un marcador desproporcional de 10 – 1.

Nos volvimos invencibles como equipo cuando nos acomodaron en la misma aula y los campeonatos de juegos florales eran como copas mundiales, allí el grupo estaba unido, nosotros íbamos adelante y les ganábamos a cualquiera, solamente atravesamos la final en penales la vez que el otro equipo se fundió con los demás para completar un dream team, llamado así desde el logo de su camiseta, que nos sometió y casi pudo vencer, salvo por la defensa automatizada que logramos entrenar de dos a cuatro después de clase, y así, alcanzamos la final del 89.

El penal decisivo fue mío. Para entonces la pelirroja era mi chica, Oliver tenía a su porrista, una guapa rubia de anteojos, se mordía las uñas nerviosa, vencimos y celebramos como desadaptados, como esos locos mundialistas tomando gaseosa en vez de cerveza, entre carcajadas y risas, cargamos una copa del tamaño de un pepino y pareció como si hubiéramos ganado la liga de campeones o algo más allá.

La foto en el mural del aula estuvo el resto del año. Nunca la pedí para el marco, siempre creí que estaría mejor allí.

Oliver adquirió un auto blanco, Toyota del 70, tan longevo como su abuelo, amaba el carro, me lo decía a diario enviándome fotos por el iniciado Messenger, hablábamos continuamente después de acabar la escuela, creíamos que la amistad por el deporte afloraba entre juegos en otras canchas, fiestas que nos despertaban interés y sesiones de conversaciones vía chat que estaban lejos de ser las que teníamos en las escaleras del colegio hablando sobre el fútbol, las chicas, las fiestas y las notas. Que poco sabíamos de la vida en aquel entonces.

Por obra natural de una vida con decisiones, tuve que lidiar con los cursos numéricos en la escuela de verano; pero asistíamos a la playa saliendo al mediodía con la gentita que se reunía para intentar aprobar y atravesar el siguiente nivel añorando la secundaria como algo distinto a pesar que realmente se trató de un performance similar, con más números, letras que iba apreciando y sucesos vertiginosos que de adolescente estuve conociendo siempre al lado de mi buen amigo.

Los otros cinco años pasaron en un santiamén con una variedad de sucesos que voy a ir relatando mientras despellejo el recuerdo de la mente hasta que finalizado el compromiso escolar nos separamos por los caminos de una vida que iniciaba en otra fracción.

Las personas que alguna vez formaron parte del equipo del salón se dedicaron a otros quehaceres, siguieron rumbos diferentes y otros similares, nos encontramos varias veces; pero volvimos a perdernos sin retornos como acto comprensible y eficaz de una nueva proyección mental y social.

Oliver me llano un día antes. Recuerdo estar envuelto en una situación vertiginosa con una damisela de altísima gama que conocí en una web pretenciosa que se alejaba en peligro a las aplicaciones actuales. Esa noche, poco antes de ingresar a la cámara de hotel número treinta y cuatro, le escribí un mensaje de texto desde un móvil tamaño familiar diciendo lo siguiente: Loco, estoy campeonando, ¿Qué fue?

Respondió con un mensaje misio desde donde el registro dictada lo siguiente: Oliver te intentó llamar sin saldo suficiente…

Al día siguiente salió en las noticias.

 Como aquellos azares del destino, yo iba siguiendo un rumbo literario, abriéndome camino en los pormenores de la literatura creyéndome García Márquez, Borges y Llosa arañando de a poco mejores oraciones, prosas que iban y venían de acuerdo al son de lo vivido; aunque sentía que me faltaba demasiado para hallar el clímax de mis relatos tan flácidos como los sueños de mi amigo que se alejaban de la realidad surcando locuaz y lleno de adrenalina las nuevas pistas que su auto le ofrecía.

Se adentró en un mundo distinto, las carretas de autos que no me convencían, era él y sus nuevos camaradas, los otros amigos que los caminos te regalan, al tiempo que yo andaba desarrollando actividades distintas, diferenciado por completo a los amigos y en especial a su amistad, actos completamente normales en un sendero con muchas vertientes hasta que una noche prendí la televisión y los marcos en goles que alguna vez estuvieron en las paredes de los pasillos de la escuela se rompieron como las lunas de su coche a impresionante velocidad en una carretera ilegal por quien llega más rápido al cielo.

Murió la mañana de un veinte o treinta de un dos mil y tanto que acababa de empezar y la relación de amistad se marchitó junto a una pelota desinflada.


Fin


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