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sábado, 5 de septiembre de 2020

Doble impacto

Eran las siete de la mañana de un domingo cuando Carlos resolvió visitar la casa de su novia para dejarle un recado importante, que debió y pudo ser entregado mucho antes; pero se le ocurrió, por motivos que iré hilvanando, dejarlo junto al sol de primavera en un estado de casi completa ebriedad junto a dos amigos que más parecen demonios y con la ilusión de ser bien recibido.

Todo comenzó a las once del sábado, Ezequiel y yo adquirimos los rones respectivos para la faena destructiva de cada fin de semana que empezaba con la grata sensación de querer beber el buen trago de los dioses como si el mundo se fuera acabar; siguiendo o añadiendo a ese acto sublime, el consumo curioso de sustancias alucinógenos llamase drogas que iríamos inhalando y fumando de rato en rato parando en estaciones como el baño o la cocina al tiempo que la música de entonces se fuera oyendo y la charla futbolera, chismosa, estúpida, delirante, extraña o balbuceo, se fuera escuchando en una sala pequeña de un apartamento de La Bolichera sin mujeres ni resto de amigos porque únicamente quedábamos los tres cuando los minutos pasaron y el resto de compañeros se fue retirando, pues, con esto quiero decir que, a partir de las tres de la mañana empezaron a transformarse los amigos en demonios, bien dice un dicho de antaño: Quienes se quedan a beber de tres a seis o siete de la mañana es porque ya tienen el infierno comprado.

Lo confieso, la acabo de inventar.

A las cinco con seis se nos acabó el ron a pesar que las gargantas deseaban más; sin embargo, contradiciendo a la razón, a Carlos se le ocurrió decir: Yo pongo el siguiente... Pero, tengo que a ir a la casa de mi flaca para entregarle este recato. Luego podemos ir a un grifo y comprar. Ezequiel y yo, sedientos, deseábamos que el trayecto fuese corto y la operación un éxito para continuar bebiendo en un parque, en el caso en que no se pudiera en el apartamento por motivos comprensibles ya que sus viejos estarían o deseasen seguir descansando. Fue entonces que, nuevamente contradiciendo a la razón, zafamos del sitio con dirección a San Borja para dejar el recado maldito, comprar otro ron y beber hasta las siete u ocho como acostumbrábamos a hacerlo en un acto divertido y muy irresponsable que disfrutábamos porque entonces no había responsabilidades.

Abordamos el primer taxi que vimos aventurándonos a una locura que terminaría en una anécdota de antaño capaz de durar el resto de los días. Adentro empezamos a sentir los estragos del licor y el aire friolento de la noche, incluidas las vueltas del chofer, quien nos condujo hacia la casa de la chica.

Bajamos los tres. Carlos se adelantó al edificio donde vivía su chica adentrándose por la puerta principal y subiendo a paso lento escalón tras escalón hasta llegar al quinto piso, en donde, tocó el timbre un par de veces y recibió la bienvenida de su chica cuyo rostro reflejaba un coraje importante.

Ezequiel y yo, sentados sobre una banca en frente comiendo un par de plátanos para calmar las ansias por vomitar el ron, vimos la actitud de su novia, quien en un acto de sumo coraje e ira por el asunto de ver a su pareja en ebriedad y aliento de rata tratando de darle un recado cuando debió hacerlo un día antes o avisar que tendría temprano, le dio como vuelto, como agradecimiento, como solución... un doble impacto perfecto, es decir; dos cachetadas ida y vuelta, vuelta e ida, directamente a las mejillas que parecían con milanesas. Fue formidable. Poético, diría yo, la forma como el golpe certero dio dos vueltas consecutivas haciendo que no dejara de reír ante lo que estaba viendo junto a un casi soñoliento Ezequiel que pudo mirar antes de morir en ebriedad.

Fue uno de los sucesos más graciosos de ese momento. Año 1995.

 

 

 

Fin

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