Mi nuevo libro

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jueves, 3 de enero de 2019

No tengamos un final 1/3

- Me despierta el sonido del celular. No es la alarma, son pocos quienes se levantan temprano un primero de enero, yo jamás sería uno de ellos. Tampoco se trata de una cadena de mensajes de WhatsApp, es una llamada con contacto no registrado, son muchos números los que observo al coger el celular con actitud soñolienta. Pienso que se trata de un teléfono extranjero, aquello me despierta. Acabo de enviar mi manuscrito a una editorial en Madrid, si me está llamando el encargado de convocador escritores podría ser uno de esos días a los que se denomina inolvidables.
Contesto.
—Hola, buen día—.
—Hola—.
Aquí un ocurre un asunto muy curioso. En algún determinado momento cortas una relación, se despiden en insultos desaforados o lanzándose humillaciones de recuerdos pasados, alguna que otra circunstancia errónea que sale a la luz únicamente como ataque, defectos de toda índole se disparan con intenciones de matar y el deseo de no querer ver a esa persona ni en una pintura en una postal o en las malditas actualizaciones de Facebook se hacen ferozmente impunes.
Le siguen los estúpidos; aunque, en algunos casos, necesarios, arrebatos de cólera, en donde eliminas de Facebook, bloqueas de WhatsApp y niegas todo contacto con la persona.
Pero, tiempo después, una llamada post fiesta de año nuevo, te atraviesa todas las capas de coraje como hilo perforando una roca y llega a lo profundo de un corazón para únicamente darle un remezón. Esa voz lo produce.
Todo en cuestión de tres segundos.
— ¿Ángela? ¿Cómo estás? —
Dicen que los hombres tenemos dos grandes amores de la vida y una cantidad inexacta de historias que sirven para intentar olvidar esos amores o tener la experiencia suficiente para lidiar con esos amores.
Una hija.
Ángela.
—Bien, tranquila. Disculpa que te haya llamado tan temprano. Sé que debes tener resaca por la tremenda juerga que seguro te metiste; pero…—
Se escucha el sonido de mi risita tras su suposición exacta de los hechos.
—No puedo irme sin antes hablar contigo—.
Ahora comprendo que existen personas que trabajan los primero. En el aeropuerto, por ejemplo.
Me levanto de la cama, su frase final ha sucumbido mi ser más de lo que podría haberlo hecho el soberbio editor de una casa editorial en España.
Pienso, ¿Qué le digo?
Desde que cumplí los treinta cometo menos irresponsabilidades que antes, ahora pienso mucho antes de una postura o actitud, ya no soy un chiquillo cuyas consecuencias importan un bledo. Ahora todo es con consentimiento y sin joder a nadie.
—Claro, estoy de acuerdo con lo que dices. ¿Cómo hacemos? —.
—Mi vuelo es en la noche, ya tengo casi todo arreglado, solo debo guardar alguna que otra cosita en las maletas y podría verte en, ¿Dos horas? —
Los fantasmas de esa noche en las que nos dijimos hasta de lo que queríamos vernos muertos se esfumaron como insecticida ante el sonido de su cálida voz.
Me vi en el espejo, estaba hecho un desastre de persona con el cabello revuelto, las arrugas de los excesos haciéndose evidentes, los ojos caídos y seguramente con el aliento como dragón; pero no iba a justificar mi ausencia por meras inmadureces. Ella me vio en mis peores momentos, regado sobre una cama de hospital y totalmente borracho tirado en la arena de una playa lejana.
—Claro, Ángela. En dos horas estaría bien. ¿Dónde nos encontramos? —.
Podría haber dicho cualquier maldito Starbucks donde una enorme cantidad de sujetos cuya única intención es ir a sacarse fotos frente al ordenador y dibujando en Paint se sientan a beber café de doce soles.
Mencionar alguno de los tantos grotescos centros comerciales que andan repletos o resolver un sitio específico cuya finalidad sea la absorción de culpas rendidos sobre unas tablas ante la imagen de un Dios, disque, salvador.
Pero, Ángela, respondió.
—En el Parque Buganvillas—.
Solo existe un parque con ese nombre dentro de mi ciudad. No tiene una estructura majestuosa ni anda copado por parejas de enamorados, es un lugar
simple y sencillo a la espalda de un supermercado cerca a una estación de trenes ligeramente fácil de llegar con dos bancas (una siempre ocupada por una pareja de ancianos) y la otra libre para nosotros los martes por la tarde.
No crecen plantas sofisticadas; pero la arboleda le hace bien. El pasto está como para jugar pelota y existe un poste de luz en el centro con el que se alumbra toda su dimensión. Es un lugar minúsculo con gran afinidad para nosotros que lo descubrimos caminando como ratones en busca de un lugar donde descansar luego de tanto andar sin dirección con las conversaciones saliendo hasta por los poros. Al inicio de la acera que conduce a su centro, donde están las bancas casi en frente, se lee: Bienvenidos al Parque Buganvillas.
—Nunca hubo una última vez en ese lugar. Pienso que tal vez podríamos darle una ahora—.
Viajé a los sucesos en ese sitio, tuve besos y abrazos en la mente, sonrisas y risas desbordando a causa de la palabrería singular.
—Está bien. Entonces, en dos horas nos encontramos en el sitio de siempre—.
Suelta una pequeña risita.
— ¿Y eso? — Le digo con una voz ronca.
Luego froto la garganta y añado: O sea, ¿y esa risita?
—Me gustó que lo mencionaras como ‘el sitio de siempre’—.
—Es así como lo llamo—.
—El sitio de siempre— repite.
Un silencio aparece en escena. Incómodo. Extraño. Raro.
¿Cómo puede ser posible la existencia de un silencio ante alguien con quien compartiste tantos años de tu vida? A veces la misma vida es ingrata.
—Y bueno, ¿has vuelto a visitarlo? — Pregunto para romper ese molde de hielo.
—No en cuatro años. Tengo que colgar. ¿Llegarás puntual o debo esperar? —
—He adherido la puntualidad como una de mis virtudes—.
Se oye una risita.
—Espero lo demuestres— dicta como una orden.
—Ahí te veo, Ángela—.
—Te veo—.
No sé qué pensar. Todo parece un sueño. Uno muy extraño por cierto.
No veo a Ángela hace más de cuatro años, me he encontrado con muchas personas en las calles; pero jamás con ella. Ni siquiera con su familia.
Desde que terminamos nos esparcimos por el mundo y no volvimos a saber de nosotros.
Reviso su perfil de Facebook al tiempo que deambulo por la habitación meditando acerca de lo ocurrido.
Es verdad, tengo dos horas para alistarme y salir rumbo al lugar de siempre; pero, ¿Por qué mientras veo sus fotografías navideñas siento esa cuestión particular en el pecho de querer, a como dé lugar, verme bien?
No es una devoción a un alter ego, es una cuestión interpersonal, es querer, sencillamente verme guapo para sus ojos. Me causa cierta gracia e incertidumbre mi repentina noción por asombrar a una mujer.
Durante la ducha pienso en ello. Antes hubiera hecho menos por impresionar a alguien. He sido una persona a quien no le interesa enamorar, tan solo he querido provocar los estímulos necesarios para terminar sobre una cama o escondidos en un baño.
Tras la llamada de Ángela, que parece como sacada de una fantasía nocturna, pienso en la forma de impresionar su vista esmeralda. Me angustia pensar que no pueda hacerla entender que me ha ido bien, ¿Por qué lo pienso? ¿Es que acaso creo que no estoy bien sin ella? Esa pregunta retorica es demasiado intensa y muy particular. ¡No es así! Elevo la voz, casi como un grito y la ducha que remoja la piel me devuelve a una paz interior.
Hay mujeres que te cambian la vida y el mundo, reflexiono. Salgo de la ducha y alisto las prendas.
Medito frente al espejo, no soy un tipo pretenciosamente agraciado, no han tallado mi rostro con mármol y no fue un pintor renacentista mi creador. Soy tan solo un sujeto común y corriente que pasa desapercibido; pero tiene una cosilla atrayente que basta para encamarme algunos fines de semana en busca de algo que termina con el orgasmo. Banal, tal vez; pero no aburrido.
Jeans y camiseta blanca, estoy listo.
Ya mi cabello está acomodado, estoy listo.
Me ha rasurado, estoy listo.
En la mañana el tiempo vuela. Así de rápido resta una hora para el encuentro. Resuelvo beber un café bien cargado para reanimar el cuerpo y estrenar mi nueva fragancia.
Es el primer día del año y ya tengo un encuentro casual y ocurrente con una mujer que no veo hace años, pienso, sonrío y acoto.
No. No es un encuentro casual. Tampoco ocurrente. Es el destino. Y esto, de alguna manera u otra, me resulta genial.
Le sonrío al espejo. Sé que puedo llegar en cuestión de minutos, no estoy lejos del lugar, aunque a pesar de ello no haya vuelto. Sin embargo, debo acelerar el paso, porque, ¿Quién trabaja un primero de enero? Claro, aparte de los sujetos en el aeropuerto.
Enciendo el Uber. Quiero ir cómodo. Ha salido el sol y no quiero que junto a lo nervioso que me estoy poniendo me infecten los rayos provocando sudoración.
¿Por qué estoy tan nervioso? ¡Relájate! Es solo una cita. Sales con cientos de mujeres y nunca te sientes así. Es solo una fémina en una cita con un tipo.
Me miento como un descarado. Mi seguridad ya salió corriendo.
Se desarmó en el instante en el que llamó.
Ángela no es una mujer cualquier, por eso me pone nervioso. Ella fue la persona que más tiempo rentó mi corazón. O tal vez, lo haya comprado. O quizá, sea la dueña original.
Respiro profundo. Se acerca el taxi.
Mirando el techo acomodado en el espaldar recuerdo algunos de nuestros grandes sucesos. Es una vaga coincidencia que hayamos terminado en enero.
Teníamos problemas y diferencias, ninguna pareja es perfecta; pero las resolvíamos y luego reíamos, hacíamos el amor y bebíamos vino. Esa pelea fatal fue un colapso, era como si la mismísima Muralla China se hubiera visto destruida, ¿acaso será posible volver a construirla? Así nos sentimos. Como si un gran monumento se viniera abajo.
De ello ahora son casi cinco años, gran tiempo, muchos momentos, miles de situaciones, varias personas, algunas parejas y demás. Ya no soy ese tipo. Y ella no es la misma persona. Que más da, de algo querrá hablarme. Tal vez un acuerdo entre ambos y listo, a seguir viviendo con las mentes inertes y los sucesos pasados enterrados. Nunca desterrados.
Eso me calma. Me da paz.
Saber que todo seguirá como está, me entrega lo que necesito o tal vez, lo que creo necesitar.
Demonios, ¿adónde se fue mi seguridad?
A veces una mujer rige tu mundo.
—Llegamos— dice el chofer.
He llegado más que puntual, estos quince minutos de anticipación ayudan a disipar los nervios.
El taxi me ha dejado en el supermercado, debo de darle la vuelta y llegar al parque. Avanzo a paso lento, pensando en muchas posibilidades, sintiendo las tenazas del sol e imaginando muchos sucesos.
No encuentro el parque. Juraría que está detrás del supermercado. En la App no sale ningún lugar con ese nombre, por eso el taxi me dejó en el comercial.
¿Habrá sido una maldita broma? Algún cretino hijo de la san flauta pudo emular la voz de Ángela y tramar esta locura. Ahora todo se puede, la tecnología avanza a pasos agigantados. Pudieron sacar su voz, hacer la llamada, joderme un rato y ‘plin’ hacerme caer en una trampa. Juro que mataré a quien lo hizo.
Quizá sea una alucinación. No, no, no estoy tan loco. Claro, a veces me pierdo en delirios; pero nunca iría tan lejos. ¿O sí?
¡Diablos! ¿Qué ocurrió con el parque?
— ¿Qué tanto reniegas? ¿Es que acaso he llegado tarde? Son casi dos horas desde que te llamé. Pareces un viejo verde—.
Volteo y la observo. Preciosa. No, bella. No, divina. ¡Todos los adjetivos juntos! El vuelo de los cabellos ondulados, el esmeralda intacto en la mirada, los labios carmesí y el resto de su cuerpo tallado por alguien capaz de moldear la perfección. No, nunca por Dios, quizá, por un ente aún mayor.
Las palabras desaparecen.
— ¿Todo bien? Lamento lo imprevisto de este encuentro. Solo quiero que sepas que he venido en son de paz—.
Su voz es la música de una sinfónica mundial, la sencillez del trato su mejor virtud. La miro de pies a cabeza con la rapidez de una flecha y respondo con una calma instaurada: Descuida, Ángela. Yo también estoy en son de paz y no estaba gritando por tu demora, es solo que no encuentro el parque.
Esboza una sonrisa. De esas lindas aunque sean en señal de burla.
— ¿Cuánto has tomado ayer? Y ¿con cuántas chicas has estado? No, eso no lo quiero saber. Pero seguro que te nublan mucho. Estamos en la cuadra 2.
El parque está en la 4. Y es tan pequeña que esas bobas aplicaciones no lo identifican—.
Miro de nuevo el tablero. Sonrió por mi idiotez. Si quiero conquistar a una mujer la primera impresión es primordial; pero ya tendría perdida media batalla.
Aunque con Ángela, ella sabe que soy pésimo para las avenidas, calles y jirones. Malísimo para la ubicación.
Una vez me perdí en un laberinto de colores, es una atracción lúdica de un parque familiar, siempre cuenta la misma historia cuando ocurre un evento similar.
— ¿Te acuerdas esa vez en el laberinto? ¿Quién se pierde en un laberinto para niños? Era demasiado sencillo salir de allí— menciona con una sonrisa.
—Los colores me confundieron. No encontraba la salida y comenzaba a desesperarme— le digo con humor.
Ella vuelve a sonreír.
—Bueno, ¿caminamos ese par de cuadras para llegar al sitio de siempre? —
—Claro— le digo.
Se hace extraño que caminemos a la par sin estar cogidos de la mano. Es raro verla con otros ojos. En cualquier otra circunstancia la plática hubiera terminado repentinamente. Pues, la detendría de golpe en cualquier cuadra y dado un beso apasionado como inicio de lo que nos espera. Habría, tal vez, un tiempo en el parque y luego directo a la cama. ¡A la cama! ¡Al edredón! ¡A las pieles! ¡A comernos a besos durante el resto del tiempo!
Pero caminamos. Lentamente. Sin vernos los rostros. Con el camino en frente, viendo la acera y los alrededores, no a nosotros.
—Y, entonces, ¿Cómo estás? — Le hago la pregunta del millón. La que reanuda la charla, descongela el hielo e introduce una llave en su vida.
—Bien, gracias, ¿Y tú?— Responde con apatía.
—De maravilla. Todo muy bien, ya sabes, dedicándome a lo mío. Viviendo y escribiendo. Escribiendo y viviendo. Vivir y escribir es mi día a día— respondo dándome cuenta que mi última frase fue algo estúpida. El sentir real es grandioso, pero la analogía algo corta, tal vez útil para un rap de medio pelo.
Ella sonríe.
Me mira por primera vez en minutos. Sus ojos verdes siguen preciosos; pero no logra hipnotizarme.
—Ángela, ¿a qué se debió tu llamada? — Le hago la pregunta vital. Pude haber esperado al parque, seguir hablando de vivir y escribir; pero quería hacerla de una vez porque me mata la intriga.
—Emulando tu frase, quiero que hagamos las paces— dice y su rima parece mucho más cómica y bonita que la mía.
Es entonces cuando arroja una sonrisa y todo se pinta color arco iris.
Pero, ¿Por qué sentirme tan bien con su mirada? ¿Acaso el sello final de un amor lleno de infinidad de situaciones versátiles me da esa calma? O ¿Es que sueño despierto con la utópica y quizá, loca, posibilidad de un reencuentro con sello de bienvenida más que de final?
Sonrío.
Han pasado casi cinco años. ¿Quién podría seguir amando?
Reflexiono.
Y llegamos al parque.
***

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