Mi nuevo libro

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martes, 27 de noviembre de 2018

Punto final

La última vez que estuve ebrio la llamé a pesar que junto a mis demonios habíamos acordado en no enviar mensajes ni llamar a ninguna de nuestras mujeres. Éramos unos mentirosos del carajo, chocábamos el trago y celebrábamos libertad cuando los domingos de resacaba anhelábamos protección, carne debajo del edredón y alguien que nos cuide durante los espasmos de madrugada. 
A diferencia de los otros, ella estaba en Roma, un viaje luego de una ruptura con insultos horribles, deseos culposos, sucesos vertiginosos, mierda en su estado completo y alguna que otra reacción impulsiva, hicieron que cogiera el primer vuelo -en primera clase para no perder el tino- y resolviera alejarse por miedo, ‘desde mi perspectiva’, por un cambio radical y en busca de paz, ‘desde el punto de vista de su madre’; pero ninguno razonable por parte suya, salvo una llamada después de semanas diciendo: Lo siento, mi amor; pero no soporto mi yo en Perú y este yo en la habitación de ahora es una especie de algo que no me hace mal. Le dije: Te entiendo, porque realmente soy un chico que comprende cuando hablan con la verdad aunque te destroce y añadí, si es lo mejor para tus sentidos, quédate el tiempo necesario hasta que te recuperes.
Solo yo comprendo con claridad la palabra ‘recuperes’ pero no voy a dar detalle alguno de eso, que el lector solo entienda el contexto global, la simple y común ruptura.
Enseguida partió en llanto, -lo recuerdo como un eco en el oído- y para finalizar dijo palabras que el tiempo ya hizo olvidar: Necesito perderme de mí y no saber quienes formaron parte de mi vida pasada.
Guardé por años los adjetivos egoísta, caprichosa, boba y hasta ridícula; pero esto no quiere decir que no haya comprendido, la entendí; pero nunca lo compartí. Soy alguien que acepta y aunque toda la vida me he caracterizado por decir lo que siento, esa vez, quise callar para que tuviera lo suyo, para que creyera que está haciendo bien, para que aprenda a equivocarse; pero sé que debí volver a decir: Carajo, podemos salir adelante juntos. ¡No seas huevona!
Esa vez dejamos los teléfonos a disposición de nuestras respiraciones, al rato se terminó la llamada, desaparecimos de las redes sociales, nos perdimos de nosotros, de nuestros amigos en común, de la familia conectada y de todo. No volvieron a vernos cogidos de la mano en centros comerciales, tampoco en pasarelas de moda, mucho menos en ferias de libros, ni en gimnasios y nunca en ese parque al íbamos los domingos por la tarde.
Esa llamada de borracho fue extraña, ya habían pasado sus años, no recuerdo cuantos; yo había llegado a casa por la mañana, cogí el celular, ponché su número y empezó a sonar. Sería por la tarde o algo de noche en su ciudad actual.
Recibió la llamada con asombro, nos contamos las razones de vernos envueltos tras el celular, le dije que estaba tomando, tuve una punzada de melancolía y quise cometer la locura; ella comenzó a reír, dijo que todo el tiempo andaba viendo mi nuevo Facebook y felicitó por los logros del momento.
El nacimiento de mi primer hijo y su estadía en librerías fue motivo de elogio, para mí siempre fue razón de lógica. De seguir una línea.
Hablamos sobre sus viajes por Europa, ciudad tras ciudad fue contando y yo que nunca, hasta entonces, había podido estar en alguna, conocía por mi puntaje elevado en geografía e historia, mucho de lo que ella contaba y algún que otro detalle histórico que le faltaba por añadir; pero al fin y al cabo, llegamos a entablar la conversación y la conectamos con otra, el asunto de la comida y los sucesos divertidos de las comparaciones y el extraño sabor de allá y aquí, entre otros recursos que salieron para seguir hilvanando o para evitar preguntarnos lo que llega a la carne, esas cosas que sabíamos que si llegásemos a hablar llegarían a tejer y abrirse entre la piel para llegar al alma; entonces, luego de tanta habladuría insensata, me hizo la pregunta: ¿Todavía hay algo en ti? La respuesta no era obvia, tampoco fácil, sino, reservada. No quise decirlo; pero ella se animó: Todavía te amo un huevo. Dejando de lado todo ese asunto de sus desfiles y cocteles de moda y habladuría culta, lo dijo a la peruana: ¡Un huevo!
Y entonces reí; pero aún así no pude repetir lo mismo, no salía de mi interior, estaba atrapado como burbuja en la garganta y aunque ella insistió: Vamos, quiero saber qué sientes. Yo no podía y aunque la borrachera a cualquier otro tipo le hubiera hecho sacar hasta la mugre del corazón, se me hace difícil liberarme de todo.
Entendió que estaba dolido y era algo que a veces, en lo personal, se me hace complicado expresar. Es como si una mezcla entre orgullo, coraje y resentimiento estuviera congestionada en mi interior y no supiera cómo sacar a relucir; pero ella lo pudo hallar y de a poco fue sacándolo hasta tenerlo por completo.
Me dijo, lo lamento muchísimo; pero es que… fue la solución que tuve.
Yo olvidé decir todo lo que pensé decir, esos adjetivos se fueron o tal vez estuvieron allí y se escondieron, su voz fue melancólica y tierna como si aguantara llorar y no me quedó otra opción que aceptar y le conté que andaba de ese modo y entonces volvió a disculparse y yo la entendí a cabalidad, de repente más que la última vez y quise abrazarla y cuando ella dijo que lo quería, que deseaba darme un abrazo y que simultáneamente lo hagamos, me di cuenta, lejos de cualquier panorama o contexto actual, que no era amor lo que llevaba adentro, sino una asignatura pendiente, algo como un grito de libertad o una salvación, un ‘vamos, cerremos el libro’ y ella también lo tuvo aunque dijese que me amase (sé que lo hizo como un grito de salvación porque la realidad lo volvía difícil. Fue su catarsis).
Me dijo: Quiero que sigamos en contacto, tal vez como amigos o algo; pero en contacto.
Claro, le dije, esa es la idea y es lo que espero, añadí.
Yo también, sé que no estamos en lo mismo acerca de sentimientos; pero al menos no quiero perderte otra vez.
Yo tampoco a ti, a pesar que no halles lo mismo. Pero seguro que hallas algo mejor, quizá, una evolución al amor, que es estar aquí a pesar de todo.
Eso éramos entonces, algo con derechos a hablar e intercambiar ideas de ciudades lejanas o contar historias de momentos en la Lima que dejó; pero solo eso. Quizá por ahora, tal vez por siempre; pero solo eso.
Y cuando la llamada acabó luego de un brote de recuerdos muy pasados y algo innecesarios me fui a dormir y ella al tenis con sus amigas.
Y no volvimos a tener una charla parecida durante meses.
Era eso entonces, una catarsis que llegamos a comprender con los años cuando volvimos a vernos en un café, en Lima gris de invierno y nos dimos ese abrazo sellando la historia.
Como cosa del destino, luego cada uno pudo hacer su vida de forma natural, como si al fin los muros se hubieran caído y las emociones y sentimientos pudieran andar por todo el cuerpo y el alma. A veces es así, si no le das fin a una historia, te persigue toda la vida. Termina el libro y avanza.



Fin

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