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miércoles, 11 de septiembre de 2019

Cita con el dentista

- Ir al dentista siempre ha sido visto como una experiencia escalofriante. Recuerdo las primeras veces que fui; me dijeron que iríamos por unos helados y terminé visualizando el diente sonriente pegado en el centro de la puerta de vidrio escuchando tembloroso el sonido de una curación.
Tras una memorable pataleta y un grito como dinosaurio en señal de respuesta por parte de mi madre me vi sentado en una silla metálica color verde con llagas de oxidación en las patas teniendo al lado a un niño que mantuvo la mano sobre la boca durante todo el tiempo que duró la espera de su turno.
En ese momento, mientras lo veía lloriquear sin moverse, observando como las lágrimas le resbalaban sin sentir vergüenza; oyendo las palabras de su mamá para intenta calmar su agonía, viendo una y otra vez el reloj en la pared anhelando la hora de entrar, entendí que tenía suerte de estar sentado en dicho olvidado asiento con los brazos cruzados y el ceño fruncido que se fue desdibujando mientras oía el sollozo de mi vecino y al tiempo que iba comprendiendo que jamás debía de padecer un asunto igual, pues su dolor y esa notable hinchazón en las mejillas superaban a las escenas de las películas de terror que solía ver por la crueldad de la realidad.
El niño sentado se dio cuenta que tendría que esperar su turno, recibir el tratamiento adecuado y volver cuando el doctor lo requiera para evitar en un futuro lejano padecer una condena similar a su contemporáneo de al lado.
Mi madre lo dijo después, justo en el momento en que abrieron las puertas, salió un doctor bigotón con el tapaboca descubierto, hizo mención al apellido del muchacho y entraron embalados; sin embargo, este doctor cuyo nombre no recuerdo, se quedó conversando con mi mamá debido a que mi viejo es colega suyo en la clínica e intercambiaron algún que otro saludo e invitación a diferentes reuniones sociales únicamente para médicos, asegurando al final de la charla que debían de asistir y no ser fallas como la vez anterior.
Yo recordaba aquella otra vez, pues me había dado un terrible cólico por comer una manzana acaramelada en un parque de diversiones arruinando la fiesta de mis padres que tuvieron que llevarme de emergencias curiosamente al mismo nosocomio.
No quise acotar esa experiencia y tampoco deseé que mi madre lo hiciera, no quería que el dentista me hiciera algún artilugio especial por haber hecho que mis padres falten a su cumpleaños.
El niño recostado sobre la camilla que se inclina ya se había sacado la mano de la boca, jadeaba cada vez más fuerte, tal vez para atrapar la atención del doctor o posiblemente porque no resistía el dolor y anhelaba que le extirparan esa maldita muela de una vez.
Me hubiera gustado decirle al doctor que dejara de hablar acerca del cumpleaños que se perdieron mis viejos por mi culpa y atendiera al muchacho; pero el bigote tenia ánimos de presumir los tragos y la comida.
Veía a mi madre asentir con la cabeza mostrando una sonrisa, seguramente recordando el momento en que estuvieron cambiados y listos para salir y se encontraron con la desagradable sorpresa de que su hijo se hallaba doblado en forma de arco y repitiendo, me duele, me duele la barriga. Enseguida, le tuvo que frotar la espalda al tiempo que vomitaba y después lo llevaron a la clínica para el suero y los chequeos. Para entonces ya era demasiado tarde para asistir.
De un momento a otro lado el dentista pidió un permiso, se dio la vuelta y cerró la puerta para enfocarse en el herido muchacho.
Todo fue muy rápido, al cabo de quince minutos salió con el rostro flácido, limpiando el sudor de su frente, tranquilo y hasta diría que intentando sonreír. La muela no fue a caber en un ánfora para el ratón Pérez; pero seguramente nadie pensó en eso, sino en la satisfacción de sentirse aliviado.
Vi como los guantes llenos de sangre fueron a caer en un tacho debajo de la camilla, una vieja que hacia la labor de asistente comenzó a limpiar todo el instrumental incluyendo una vasija color metal repleta de desperdicios bucales que lleva un caño flaco y pequeño el cual brota de agua para enjuague.
Un asunto meramente asqueroso si piensas en cuantas bocas han pasado por ese lugar.
Sin embargo, es imposible zafar, sobre todo si no quieres terminar como el muchacho de al lado.
Mediamente animado me adentré en el consultorio dejando a mi madre sentada leyendo una revista de moda de décadas pasadas, las puertas se cerraron y por el vidrio solo se puede observar una sombra.
Me indicaron tomar asiento y lo hice muy tímidamente, el bigote se hallaba también sentado pero de espalda haciendo alguna que otra cuestión como acomodar los objetivos que metería en mi boca y usaría para husmear en mis delicados y bonitos dientes ocasionando raspados y seguramente dolor.
Temía muy fervientemente que en cualquier instante un diente saldría volando, no me daba cuenta que suelen ser muy fuertes y esto me conduce a una anécdota.
Andaba muy ebrio cuando visualicé a mi amigo en el otro sector de la casa, él me hizo una seña que significaba, ‘ven a beber conmigo y hagamos un salud’ entonces muy emocionado fui corriendo para darle ese brindis; sin embargo, me estrellé contra una puerta de vidrio transparente. Pensé que mis dientes principales saldrían volando pero únicamente me salió sangre del labio. Anduve muy preocupado gran parte de la noche, incluso, se me fue la borrachera; pero luego me di cuenta que ningún impacto podría mover mis poderosos dientes.
De niño no pensaba en eso, cuando el dentista rasguñaba creía que podría ocasionar algún tipo de colapso, sobre todo al momento de escupir sangre en esa vasija metálica y realizar el enjuague correspondiente para continuar con el proceso.
Al tiempo que el bigote trabajaba con mi boca daba ciertas instrucciones de cómo usar los cepillos y el bendito hilo dental, evitar los dulces y tener una disciplina de higiene, todo ello iba quedándose en mi memoria.
En algún pasaje comencé a pensar en los antiguos faraones, pues en el colegio andaban con ese tema en la clase de historia y no pude ni siquiera imaginar el terrible dolor que podrían haber padecido por una simple muela herida. En dicho entonces seguramente no habría estas facilidades y tendrían que haber sido visto por extraños curanderos o alquimistas que lejos de ayudar hubieran ocasionado su muerte, dicen que el faraón Tut falleció por una muela.
Terminado el proceso de limpieza el cual tiene un nombre legal muy largo y aburrido, recomendaron no comer en un par de horas, no hice caso porque tenía mucho apetito, así que devoré un buen sanguche de pollo, papas y cremas mientras que esperábamos a mi viejo que vendría a recogernos.
En ese rato de devoción con la comida no pensé en el siguiente muchacho que asistió, otro niño con horripilante dolor de muela, otro caso de un diente herido, de haberlo pensado mis deseos de evitar esos desastrosos eventos bucales hubieran crecido; no obstante, bastaron con los que tuve para entenderlo todo.
Curiosamente, tiempo después, vi a mi hermano menor, un sujeto adicto a los dulces y gomas de mascar, que como consecuencia se vio envuelto en un dolor similar o quizá, un poco peor. No estoy seguro si habrá sido arte dramático de su personalidad histriónica, pero llegó al punto de revolverse en el piso por el agudo dolor de muela que le estremecía todos los sentidos.
Tuve que llevarlo de emergencias, le sacaron la muela y salió rehabilitado. Mientras trabajaban con su boca pensaba e imaginaba como escritor:
‘Sería totalmente irónico y hasta gracioso que el niño de aquella vez fuera el odontólogo que le practica una extracción a mi querido y sufrido hermano’.
Pude haberlo acotado de manera ficticia a este relato pero quise contar algo netamente real.
En la actualidad, ya mis miedos se esfumaron y la estética por una dentadura exacta y brillosa me devolvió al consultorio del ahora llamado odontólogo con maestría en algunas variantes (seguramente el faraón más joven lo hubiera querido en su palacio) el cual se encuentra en un sitio bonito y exclusivo, porque ahora superaron los precios de antaño y según imagino como una mente abierta, hay mayor ganancia cuando uno tiene su propio consultorio; en tanto, mientras esta historia va creciendo en mi cabeza, voy ingresando al lugar, acomodándome en un mueble suave y fino, donde ya no están las típicas revistas antiguas (que me gustaban mucho por las imágenes de chicas sensuales) y que debido a la tecnología actual fueron cambiadas por una señal que dicta: Wifi gratis. Previo a todo he hecho una cita por internet y mi turno es de 3pm a 4pm. Entonces, he llegado a tiempo.
Mi imaginación recrea a un ser de bigote, grueso porte, mandil blanco y zapatos negros; pero me asombra positivamente y hasta que diría que, de forma fantástica, que una preciosa joven de dentadura increíble, cabello en cola de lado y elocuente voz tan dulce como la miel, salga por una puerta también de vidrio pero en lugar del logo de muela se halle su apellido y nombre.
Pienso que esta chica es modelo en sus tiempos libre, si es que los tiene e imagino que el auto en la cochera, ese Audi A4 guinda con una figura de buen sabor de Hello Kitty colgando en el retrovisor se trata de una recompensa por el trabajo con dientes y llego a creer que me siento en el cielo cuando me recuesto sobre una camilla altamente confortable y observo su carita angelical diciendo: Bueno, ¿empezamos con el blanqueamiento?
Debería comer más dulces, reflexiono con una risa interna.

Fin

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