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sábado, 18 de abril de 2015

Aquel lugar


- Han pasado diez años desde que no vuelvo. Quise regresar y me armé de valor para volver. Ya no era un adolescente irresponsable y descarrilado, era un hombre maduro y sereno. Llevaba la misma sonrisa de siempre; quizá, mejor encajado en una vida que he decidido llevar.
El parque no era el mismo, parece que olvidaron regarlo. De repente el vecino que siempre lo hacía decidió mudarse. Poco importaba ese hecho, interesaba contemplar la casa de al frente, la de rejas negras hoy oxidadas, color rojo intenso actualmente desecho y unas ventanas polvorientas que no ocultan ojos curiosos.
Me senté exactamente en la misma banca donde hace diez años estuve por última vez, mi nombre escrito en la entonces sedosa acera se encontraba borroso, pero dada la ironía, el suyo estaba intacto.
El corazón pintado que nos rodeaba estaba abstracto como si el tiempo lo hubiese marchito. Hice un corazón imaginario con mis dedos y nació en mí una nostalgia antigua que creí haber apagado.
Al alzar la mirada vi como mágicamente todo regresaba a ser como antes. Las rejas se tornaban de un oscuro brillante, el rojo intenso resplandecía con intensidad y en las ventanas luminosas con el brillo solar se lograba hallar unos curiosos e inquietantes ojos pardos que visualizaban mi presencia con efusividad.
Supe entonces porque estaba allí, había vuelvo para contemplarla otra vez.
Presioné el timbre como si no supiera que me mirase, salió rápidamente como si ya se encontrase detrás de la puerta. Lucia preciosa con tan solo andar en pantuflas y suéter de simpáticos osos sin dejar de lado ese divino ondulado perfecto de un cabello sedoso que anhelaba sentir.
¡Mi amor!, dijo y su voz estremeció cada fibra de mi ser. No he logrado encontrar voz tan dulce. Me abrazó de inmediato deteniendo al tiempo con el abrazo, era su poder. Nos besamos sin pronunciar palabra alguna y dejamos que poco importara la entonces diferencia estúpida de edad porque cuando el amor existe todo se convierte en sublime.
Era ella, la obra maestra de Dios, en su lecho de siempre esperando el viernes por la tarde para encontrarse con el sujeto que tal vez nunca haya olvidado de amar.
Pero sucumbí ante la realidad. Me la arrebataron de nuevo y pude verme solitario en un lugar al que jamás creí volver y no fueron suficientes las lágrimas para volverla a ver, ni deseos condecorados hacía el de arriba. Solo soledad de un viernes cualquiera en el lugar al que vine nuevamente a imaginar que aún se encuentra allí.

Fin 






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