- En una esquina del Parque Kennedy, del cual nunca tuve idea de la razón objetiva para llamarlo así, frente a una tienda por departamento todavía cerrada a pesar de ser mediodía, beneficio para quienes no anhelan trabajar temprano, cerca de un concurrido centro de entretenimiento para jóvenes adictos a los videojuegos, debajo de un semáforo prendido casi del mismo color de mi corbata, observando paulatinamente el reloj en la muñeca, con algún cantante de lunes oyéndose en mis oídos, contemplándome en el reflejo de un vidrio a mi lado obra de una tienda de calzado, añoraba expectante que pudiera avanzar y continuar el trayecto hacia la calle que direcciona con la avenida principal; pero que recorre una serie de tiendas de sastre donde en dos ocasiones pude adquirir unas camisas y en donde labura apasionadamente una muchacha de elegante atuendo, quien jamás mira hacia atrás por estar sumergida con el cuerpo inclinado en el corte y confección de tejidos sofisticados para clientes o maniquís y cuya única atención se resuelve en el sonido de la puerta pasado el mediodía. Curiosamente, cada vez que solía atravesar la calle, a veces intencional, a veces de casualidad, la miraba glamurosa como aquellas chicas italianas que caminan en desfiles de alta moda y uno piensa que así deberían vestirse en una capital infectada de basura musical, modista e ignorante.
Al filo de la siguiente avenida, exactamente en el
paradero donde iba o podría abordar un bus que me trajera a casa, olvidando por
completo a la apuesta modista, pensaba en la sucesión de hechos que realizaría
en la soledad de mi habitación debido a que tanto mis hermanos como mis padres
seguramente andarían en sus respectivos trabajos y yo, atesorando la fortuna de
ser escritor, estaría en absoluta soledad pudiendo consolidar la hegemonía de
las letras dentro de mi cabeza. Sin embargo, apareció una mujer totalmente
distinta a los prototipos en mi mente basados en la sastre de camisa, falda y
tacones, a quien podría recitarle versos de Neruda y tratarla como Darcy para enseguida
volverme Hyde y otro tipo de hombre.
Me saludó emocionada como si nos conociéramos de
alguna parte y yo que suelo tener la cabeza en otra órbita cuando empiezo a
maquinar situaciones ficticias (y no tanto) respondí a su saludo por cortés a
pesar que no tenía idea de quien era y mucho menos de dónde era; no obstante,
la atención minina provocó en la mujer a mi lado, exactamente frente a un
quiosco de esos que te venden todo caro, un sentido amical por querer
socializar, algo que para lo que no soy tan bueno.
Nos saludamos teniéndonos cerca con un beso amigable
en la mejilla, repito, -como si nos conociéramos- y me di cuenta que ella
también sostenía un morral como franja en su cuerpo aplastando ligeramente la
playera roja que llevaba puesta debido a que dentro de unas horas, y lo había
olvidado por completo, estaría jugando la selección peruana por la Copa
América. Me percaté en ese momento que el tiempo literario podría verse
achicado debido a que un montón de primos y el conato de hermanos asistirían al
cotejo dentro de mi casa, según revisé en una veloz vista al celular, para
dentro de tres horas. Y, según rápidos cálculos, yo debía de estar en casa en
aproximadamente veinte a treinta minutos lo que llevaría a la consecuencia que
solo tendría dos horas (media hora menos si cuento el almuerzo) para realizar
mi trabajo. Algo que me ofuscaría y pondría de mal humor porque llevaba dentro
de mi mente un nuevo episodio para el siguiente capítulo. Pero estos pormenores
mentales poco le importaban a la muchacha en frente, quien, de cabellos
ondulados, castaños y largos, altura mediana, sonrisa amplia, rostro pequeño y
tez blanca, ojos claros, tan claros como dos mieles, silueta como si pudiera
comerse una pizza sin reparo y afán vertiginoso por ser sociable, motivo por el
cual, no dejaba de parlotear sobre el sitio donde me conocía.
Compartimos la clase de inglés en el aula 203, me
dijo. Me siento a dos filas a la izquierda. Siempre llevas lindas corbatas,
alguna vez quise preguntarte la razón, añadió sonriente como si tuviéramos
tiempo de conocernos, con esa forma tan simpática como alguien afronta una
charla con un hombre aparentemente serio.
Para entonces, había terminado la universidad -o al
menos eso creo- porque todavía tenía que rendir unos protocolos tediosos que
iba atrasando; terminé un romance con una profesora de inicial y primaria del
Humboldt por el desgaste del tiempo, mis sueños por conocer el mundo y su afán
-al inicio bonito y más tarde nocivo- de no poder desprenderse de la familia,
si a esto le incluimos una sarta de niños rompe pelotas a quienes decía adorar
y amar como los suyos y le impedían salir del país como yo anhelaba. Había
escrito el manuscrito de un nuevo libro, que también había vuelto a reescribir
y sentí que nuevos episodios cabían en mi cabeza; y, para ocupar el día en
vicisitudes literarias me escribí en un instituto de inglés altamente conocido
para aprender algo de la lengua universal (aunque en la universidad me dijeron
que era el latín, hubiera preferido italiano, no me gusta el portugués; pero lo
estudié y amo mi castellano aunque lo maltraten).
En ese proceso, tras el ruedo de la primera semana
donde se realizan grupos de trabajo o prácticas entre compañeros, la joven
elocuente frente a mí, me había estado observando de cuello hacia abajo,
haciendo mención en más de una ocasión a la corbata que llevaba puesta durante
los distintos días de la semana.
No niego que como autor suelo mirar a las personas,
sacar caracteres, atrapar movimientos, anotar ciertas actitudes y hasta
recordar atuendos; pero es porque soy escritor y necesito descripciones
sigilosas que no comparto con nadie y las reservo en la memoria; aunque a veces
me doy cuenta que más personas actúan igual sin ser autores como fue el caso de
la joven a mi lado, quien me invitaba muy amigablemente, las galletas de fresa
que acababa de abrir con cuidado.
Recuerdo que el miércoles viniste con una corbata de
moño muy preciosa, era de color morado con lugares rojizos, quedé encantada. Me
hubiera gustado tocarla.
De todo lo que andaba mencionando al tiempo que
disfrutaba de su golosina, la compartía conmigo y yo la masticaba gustoso
porque estaba sabrosa (o tenía hambre) esa frase me pareció sacada del vagón de
un pedazo de su mente que quizá no reconocía del todo.
Digo, digo, tocar la corbata. Sentir su textura. Es
que… me parece genuino que alguien vaya a clase en corbata. La mayoría de
muchachos visten con capuchas, pantalones sueltos, polos con estampa y tú vas
en camisita y corbata de moño luciendo intelectual y…
Por un momento pensé que diría sexi. Y, si lo hubiera
dictado, me estaría riendo.
Bonito.
Me gustó más esa palabra porque reflejó lo que era la
persona en una radiografía. Una muchacha con kilos de más que poco le
importaban porque volvió a sacar otra galleta del bolsillo, carisma completo en
cada sonrisa y elocuencia en su voz a pesar de ser lunes a la tarde y mucha
gente suele andar muerta; cabellos relucientes, castaños como sus ojos pequeños
y aunque vestía lista para alentar a la selección, me dijo, cuando se dio cuenta
que me quedé viendo su playera, que exactamente, como la gran mayoría de
personas, iría a ver el partido a casa de sus primos. Y, en ese momento, entre
ademanes, risas, comentarios y demás, añadió: ¿No quieres venir conmigo? Se
mantuvo en silencio, incluso, sin darle un mordisco a la galleta, y yo que
tenía otra en mi mano la introduje a la boca para no responder rápido.
Me negué, obviamente; pero con sutileza. La acababa de
conocer, no sabía su nombre ni dirección, tampoco conocía si realmente compartíamos
el aula. Éramos casi treinta cuando entré y dentro de la multitud mi visión
atrapó a una venezolana de cabellos ondulados, morena, alta, de un cuerpo de
ensueño; una mujer de ojos verdes vestida con uniforme de Columbia, excitante,
por cierto, por el glamur para caminar en tacones que pocas chicas pueden
obtener y mi compañera, la típica atrapa libros que solo busca aprender y no
socializar. De repente por eso fue la única que me cayó bien. El resto eran los
típicos muchachos que no llegan al tercer básico, algunos señores que vienen y
no vuelven hasta la otra semana y nenitas de quienes podía ser su padre; sin
embargo, la maestra vestida de traje sastre cuando no estaba obligado en la
institución (válgame dios como me encanta cuando lo usan sin obligación) era
muy atractiva, americana, según dijo al inicio, rubia y de ojos azules,
guapísima y amable; pero el hecho de emancipar alguna idea de citación con ella
podría ser forzoso, cliché, aburrido, tedioso y no aprendería por estar
coqueteando. Acababa de salir de una relación, ese asunto; aunque a veces no
parezca, te nubla. Te impide cometer nuevas intenciones románticas a pesar que
existan mujeres simpáticas y aunque puedas realizar acciones cercanas no logras
amoblar una relación hasta un grado de tiempo. Lo digo por experiencia, nunca
se empieza otra vez cuando terminas un romance. Deja que pase el luto.
Insistió en tres ocasiones para que la acompañara a
casa de sus primos a ver el partido. E, incluso, a la cuarta, me cogió de la
mano como quien intenta dirigir hacia un lado. Sonreía de forma cándida,
simpática y apacible; llevaba zapatillas blancas y grandes de esas que tienen
como una especie de barra que eleva a las personas, las cejas como si fueran
dibujos y no dejaba de sonreír a pesar que yo mostraba extrañeza y ligera
incomodidad por sus actitudes que me condujeron a decirle acerca de mi
inminente partida. Ella no quiso que me afuera, de hecho, volvió a insistir
para que camináramos juntos rumbo a la otra esquina porque, según dijo al
tiempo que andábamos, solía abordar un bus en especial que la dejaba en su
puerta.
Se me hizo altamente raro porque todos los buses de la
Avenida Benavides van directamente hacia la Avenida Caminos del Inca sin doblar
por ninguna esquina. No obstante, como seguían saliendo galletas de su mochila
y yo tenía cierta hambre, resolví acompañarla.
Me gusta tu corbata, ¿es roja o guinda? Quiso saber
mientras andábamos a paso lento.
La recogí por debajo elevándola de a poco para
recordar su color.
Creo que es guinda, le dije.
¿Puedo tocarla? Me gusta conocer la textura de las
cosas, dijo tiernamente.
No me pareció inapropiado y dejé que lo hiciera.
Vi una especie de éxtasis en sus gestos cuando tocó la
corbata como si estuviera gozando interiormente al tiempo que la amasaba y
jalaba causando un estrago en mi cuello.
Perdona, no quise jalarla, añadió después con una
sonrisa.
Descuida, le dije y la devolví a su sitio.
¿Dónde trabajas? Fue su pregunta inevitable.
Me dedico a las letras, le dije ambiguo como siempre.
Yo quiero estudiar psicología, comentó. Pero antes de
postular estoy aprendiendo inglés, me dijo.
Su respuesta me alteró sutilmente.
¿Te puedo preguntar la edad? Le dije viéndola de lado,
era como de mi tamaño.
Es muy pronto para las preguntas personales, me dijo
con seriedad.
No es tan personal decir los años. Muchos tienen la
misma edad que tú y yo y algunos nos duplican o nosotros a ellos, le dije en
broma.
Ella sonrió y soltó una breve risa.
Eres gracioso; aunque al inicio no aparentas.
Reservo mis chistes para momentos oportunos, le dije.
Me dio una mirada tierna y al instante realizó un
gesto de molestia.
Llevaba un morral que parecía cargar rocas en lugar de
cuadernos.
Te doy una ayuda, le dije.
Me volvió a mirar con ojos cristalinos como si
estuviera notablemente agradecida.
Lo cargué con facilidad hasta llegar al paradero
indicado. Nos detuvimos entre la Avenida Benavides y Larco como quien espera un
bus entre la multitud. Ya no hablábamos tanto, miramos los respectivos
celulares, yo visualizando el tiempo para ver si tenía acceso a la escritura
por más de una hora y ella visualizando algún chat, quizá.
¿Me das tu WhatsApp? Me dijo en un tono seguro.
Se lo di.
Me agendó y mandó una carita diciendo que era su
número.
A veces creo que nunca di dárselo; pero tenía una
carita tan dulce que no iba a poder negárselo.
Apareció uno de los tantos buses que conducen a mi
casa, el suyo no pasaba o tal vez sí y no quería abordar; yo estaba apurado, mi
labor de autor no entiende de caprichos. Me despedí diciéndole que ahí me iba y
lo siguiente que mencionó traicionó a la sensatez.
Te acompaño. Yo bajo en la Merced.
Soy de las personas a quienes les gusta mirar el
paisaje urbano por la ventana oyendo canciones que recreen lo que siento o
pienso sin hablar con nadie el tiempo que dure un trayecto. De hecho, me
fascina viajar solo porque suelo tener grandes ideas en largas avenidas; pero
ella se acomodó a mi lado habiendo varios asientos libres, pidió que
compartiéramos audífonos de los suyos porque quería mostrarme las canciones de
su bendito Spotify, el cual, en dicho entonces, no tenía instalado, y en
absoluta confianza, dijo que podía ayudarme a desajustar la corbata.
Le dije que lo haría en casa porque tenerla en el
morral podría arrugarla. Aclaré que sus canciones estaban chéveres aunque no me
haya gustado alguna. No soy una persona que adhiere gustos nuevos con
sencillez. Suele ser un proceso pesado, hay que prácticamente meterme los
nuevos géneros por los oídos.
Me habló de Katy Perry, Selena Gómez y no recuerdo
quien más, quería que las oyera para conocerlas; aunque luego las viera en
fotos y dijera que están simpáticas a pesar que la música no sea del todo de mi
simpatía.
¿Hasta qué nivel de inglés piensas llegar? Preguntó
después quitándome los audífonos para conversar. Pasábamos el Parque Reducto
cuando consultó, quedaba algo de tiempo para su destino y más para el mío.
Pienso acabarlo, le dije.
¡Yo también! Quizá podríamos compartir el aula los
próximos seis meses, aseguró entusiasta.
Se me hizo absolutamente raro que alguien tuviera
tanta emoción por pasar ciclos de estudio a mi lado cuando suelo ser una
persona a quien le importa aprender y no socializar.
Pero, naturalmente, desconocía mis verdades y como
niña contenta se llenaba de entusiasmo de solo imaginar el futuro.
El bus se detuvo en la Avenida La Merced, ella se
alistó para bajar, me dio un beso en la mejilla mostrándome una sonrisa muy
tierna y dijo: Nos vemos mañana, cuídate y estudia. Si tienes dudas, me
escribes. Yo te puedo enseñar, no te preocupes. Salió del bus y estiró la mano
desde afuera.
Me pareció uno de los actos más dulces que me habían
pasado hasta entonces debido a que el caudal de nefastas sensaciones
ocasionadas por la ruptura todavía se encontraba como sarro dentro de las
pieles del corazón. Y, curiosamente, como suelen suceder en varias rupturas, la
ex me escribió: Hola, ¿Qué tal?
Leí su frase gélida, deshumanizada y sepulcral, a
diferencia de las veces que hablaba con cariño y aprecio y no me dieron ganas
de responder quedándome con el acto tierno de la gordita de cabellos castaños
hablando de enseñarme inglés y despidiéndose con elocuentes gestos porque a
veces en la vida hay que apreciar los buenos ratos.
Al día siguiente, anudaba la corbata para salir rumbo
al instituto, siempre formal y elegante como solía vestir continuamente,
deteniendo la labor para responder el mensaje de Fernanda, mi ex novia, quien,
en un acto eléctrico de intento por aferrarse al pasado, me dijo: Oye, estoy
cansada de esta situación, ¿hablamos o no? Habían pasado tres semanas sin
conversar, su último mensaje fue ayer y le clavé el visto más grande del mundo
porque estaba agotado de su falta de compromiso con la relación y acérrimo
poderío con otras aficiones.
Reflexiono, yo entiendo que tengamos otros
pasatiempos, personas que disponen de nosotros y demás; sin embargo, en una
relación existe un compromiso con la otra persona, quien, en muchos casos tiene
más valor que el mundo.
Acabado el moño pegado al cuello, le escribí: Hola
Fer, ¿hablar de qué?
(Confieso que disfruté muchísimo de responder de esa
manera tan fría).
De nosotros, ¿de qué más? O, ¿ya andas con alguien?
Sabía que diría algo así, pensé entre risas y colgué
una foto de estado a la que contestó con rapidez: ¿Por qué tan formal?, ¿adónde
vas?, ¿con quién estás saliendo?
Algunas personas se exasperan cuando pierden a alguien
o creen que otras lo están ganando.
Fer, ¿Qué tal? Espero que estés bien. Para ser
honesto, no quiero hablar contigo. No lo tomes a mal.
¿Tomarlo
a mal?, ¿Por qué? Yo solo quiero hablar, me dijo.
Bueno,
vayamos a tomar un café, ¿te parece? Le dije saliendo de casa.
¿Hoy
puede ser? Al mediodía estoy libre, le dije sabiendo que a esa hora estaría en
su trabajo.
Bien,
nos vemos en Starbucks de Velasco Astete, aseguró.
No, Fer, nos vemos en Starbucks del Parque Kennedy, le
dije y accedió.
Habíamos tenido un romance de ocho meses, ciertamente
duradero, con sus buenos ratitos y recientemente unos pésimos momentos. Me
había gastado el hecho de tener que insistir a que hiciéramos algo distinto a
la rutina de ir a su casa, ver televisión, jugar a la Play que tanto le gusta y
hacer el amor durante el resto de la noche. Lo último, definitivamente, la
excepción; pero yo quería viajes, planes, metas y sueños, y ella pensaba en su
hermanito de cinco años, el otro de diez y sus hijos en la escuela, decía en
más de una ocasión: No sé con quién voy a dejarlos si vamos de viaje.
Yo terminaba yendo con mis amigos o a veces en
soledad, de hecho, lo gozaba; pero no tenía a nadie con quien ir acumulando
sucesos y recuerdos que solidifiquen la relación.
Ella a sus veinte y seis y yo con mis tantos años no
hacíamos una ecuación formidable porque nos envolvía la monotonía.
En varias oportunidades le dije: Fer, ¡Tu madre puede
cuidar a los niños!
Y la escuela es de lunes a viernes. Los sábados y
domingos eres libre. Pero ella tenía esa fascinación de mamá pollito tal cual
mi vieja y aunque los franceses quieren a novias como sus madres, yo no nací en
París y tampoco anhelo a alguien con cola.
Sin embargo, la pasábamos bien cuando queríamos gozar
del día; pero yo andaba en otras etapas, quería algo más que una simple
relación y ella seguía estancada en ser niñera.
Mi compañera de aula se había cambiado de asiento y la
muchacha gordita de los cabellos castaños estaba reemplazándola a mi lado
durante la conversación acerca de pasatiempos que tendríamos frente al público
como examen oral.
Poco me importaba con quien hubiera establecido el
examen, quería aprender y aprobar y la nueva compañera tenía un carisma
sinigual que me llevaba a aprender con facilidad al punto que llegué a pensar
que en lugar del básico uno podría estar en un nivel más avanzado si lo
deseaba.
Nos lucimos en el examen, la profesora, la guapísima
Miss Smith, pidió un aplauso para el público, alagó la vestimenta formal del
protagonista en poco o nada sintonía con su compañera vestida de camiseta
holgada y pantalón jeans rasgados y nos colocó una nota en señal de excelencia.
A la salida nos fuimos juntos como dos personas que
todavía quieren hablar acerca de su gran trabajo anterior, ella conversaba
sobre la forma como los alumnos nos miraron anonadados exagerando los gestos y
yo la escuchaba sonriente agradecido por enseñarme a dictar un inglés mejor que
la vez anterior. Además, le pareció estupendo el detalle de mi nueva corbata de
moño el punto que volvió a tocarla sintiendo su textura y esta vez no tuve
inquietud en dejar que lo hiciera, se emocionaba cuando la sentía, le agradaba
ajustarla, sentirla, aplastarla y hasta ajustarla, tenía cierta fascinación
sobrehumana con las corbatas y yo que andaba sin preocupaciones no tenía por
qué negarle sus pretensiones si con ello aprendía y avanzaba en el inglés hasta
que a medio camino recibí una llamada.
Hola, ¿Dónde estás?
Hola, dime. Ah cierto, estoy en camino.
Te espero, no tardes, por favor, me dijo.
Colgué y vi el rostro cambiado de la joven a mi lado.
Debo irme, le dije.
¿Hacia dónde? Quiso saber.
Al Parque Kennedy, le dije.
Vamos por ahí, propuso tiernamente.
Sí, claro, vamos le dije como quien quiere su
compañía.
Andaba pensativo, preguntándome, ¿Qué es lo que me dirá
Fer?, ¿Qué habría pasado por su cabeza en las últimas tres semanas? Y mientras
eso ocurría oía a lo lejos las conversaciones de mi compañera acerca de sus
platillos favoritos, pasatiempos y aficiones en un fluido inglés que no asentía
como hace unas horas.
Ahora, cuéntame de ti, me dijo en español.
¿Puedo hacerlo en nuestro idioma? Es que estoy
hostigado del inglés.
No pues, debes decirme algo de ti en inglés.
Le dije que me gustaba el mango, que disfruto de las
baladas y que me apasiona lectura.
No mencionaste aquello en la clase, me dijo en
español.
Dijiste que te gustaba el surf, las olas, la brisa,
las noches de estrellas, jugar a la Play y practicar natación.
Había mentido rotundamente durante la clase porque me
parece divertido intercambiar aficiones para no contar lo mío.
Ella, sorprendida tras mi sonrisa, me dijo: ¿Cuál es
tu verdad?
¿Cuál es tu edad? Le respondí para que lo tomara como
broma.
¿Por qué tengo el presentimiento que no eres honesto
conmigo? Me dijo con una raspadita de mentón. Y a la vez siento como si te
conociera, añadió.
No lo creo, le dije a primera impresión.
¿Eres escritor, verdad? Pero… ¿Quién no lo es en estos
tiempos? Dijo entre seriedad y broma. Dime, ¿Quién no lo es? Porque vas a una
feria y te encuentras con una enorme cantidad de libros cuyos autores resultan
ser como arenas de una playa desierta.
La analogía, por la seriedad en sus palabras, parecía
estar resonando en mi cabeza.
Todos tienen derecho a ser abogados, contadores,
psicólogos o escritores, ¿o acaso crees que seremos los únicos en el mundo?
Todavía eres muy pequeña para pecar de soberbia, le dije con una distendida
sonrisa.
Acabo de cumplir diecisiete. Tengo lógica, sentido
común y le gano en inglés a cualquiera del salón, dijo con aires de arrogancia.
Le di una mirada inquieta y le dije: Tranquila, no soy
yo a quien le debes esos argumentos.
Debo tomar otro rumbo, nos vemos mañana, añadí para
zafar de su impertinente presencia.
¿No piensas acompañarme? Dijo media ofuscada.
Tengo que ir a otro lado, le di una respuesta cuando
no debí.
¿Quién eres? Me dijo confundida.
Tú lo acabas de decir, le dije sonriente y aceleré el
paso tras mostrarle una señal de despedida.
Ella me siguió deteniéndome con un aparatoso jalón de
manos como si fuésemos una pareja discutiendo.
Podemos ser muchos dentro de muchos; pero los mejores
de cada género. Lo mío no es soberbia, tampoco soy una niña, ¿lo entiendes?
Dijo como si estuviera actuando de seria.
Escucha, no soy yo a quien le debes explicaciones. Nos
conocemos hace poco, compartimos una clase, somos… creo que amigos y nos
llevamos chévere, no te ofusques y disfruta, le dije para que aliviara su
malestar repentino.
Y entonces quiso arremeter conmigo en un beso. Un beso
en plena calle infestada de gente que viene y va, un beso entre un hombre
aparentemente serio por el atuendo y una chica de menos de veinte por las
prendas y las caretas. Un beso que no podía suceder; pero ocurrió.
Confieso que el beso, apasionado por cierto, produjo
sensaciones optimistas dentro de mí, al punto que cuando quiso abrazarme
fuertemente volví a una situación pasada, tan lejana que parecía olvidada, un
evento entre una muchacha similar y yo, un suceso tan longevo que el instante
recobró y otro momento olvidó. Ella en el abrazo me habló: Me gustas un montón,
lo admito y siento que estoy enamorada de ti. Lo siento; pero así ocurren las
cosas, el amor no se delimita, solo se siente.
Iba diciendo a medida que la escuchaba avergonzado
porque le llevaba como diez años, tenía una novia (o ex novia) a la espera en
una cafetería, me estaría mensajeando, la corbata se acababa de desanudar por
las pasiones en sus brazos y los choques de los cuerpos, cualquiera me podría
haber visto con una “chibola” y yo estaría a disposición de los chismes de
curiosos y en definitiva, acababa de perder el sueño de acostarme con la
maestra debido a que ella solía sacar el auto por el estacionamiento avanzando
por la pista donde estábamos pegados como una pareja de intensos tortolos
enamorados en dos semanas.
Un momento, le dije tiernamente desajustando el abrazo
como quien quiere y a la vez no alejarse. Ella me veía con los ojitos dulces,
su carita bonita, angelical y efervescente en sensaciones, que seguramente
podrían ser claras y sinceras, a pesar que yo creía solemne que nadie se
enamoraría en dos semanas; sin embargo, era partícipe de la teoría que nadie
sabe lo que siente más quien lo siente.
Se preocupó por el nudo de la corbata antes que
cualquier otro asunto. Se vio entusiasta en anudarlo de nuevo, conocía de
memoria la forma como atar una pajarita de forma correcta, bien ajustada al
cuello, como según mencionaba, le gustaba y yo al tiempo que ella la amarraba,
intentaba esclarecer lo que habría ocurrido minutos atrás.
Esto ha sido inesperado y lindo; pero hay pormenores
que todavía desconoces y yo también por parte de ti, empecé a decir.
Ella continuaba atando la corbata con la lengua hacia
a un lado, la mirada fija en que el nudo saliera espléndido y con la parsimonia
de un artesano.
Y creo que tanto tú como yo debemos conocernos un
tanto más para saber si podemos involucrarnos en algo sentimental, añadí con
seriedad.
No era por el paso de los autos y sus bocinas, tampoco
por los buses y su griterío, mucho menos por la gente y su andar veloz con
calzado impactando en la acera; era porque estaba concentrada en la corbata por
lo que no escuchaba atenta a lo que decía.
Cogí sus manos y le dije frente a su mirada:
Paciencia, ¿sí? Vi mi celular y volví a comentarle que me iba.
Fer me estaba reventando el teléfono con mensajes que
todavía no miraba; pero sus preguntas, ¿en cuánto vienes?, ¿Dónde estás?, ¿ya
andas cerca? Aparecieron primeras en la fila.
No tengo novio. Nunca tuve uno. Esto que siento es
real. He indagado en redes sobre ti. Me atrae como te vistes, amo tus corbatas,
adoro tu sonrisa, tienes un humor nefasto y hermoso y me fascina que sean tan
maduro.
El problema, que espero no sea así, es tu decisión por
saber qué es lo que quieres conmigo, me dijo finalmente con una madurez
absoluta.
No hay ningún problema conmigo. Lo que existen sus
circunstancias, le dije rápidamente.
¿Te parece si hablamos mañana con más calma? Tengo un
asunto pendiente que no puede seguir esperando, le dije con un gesto por irme.
Me dio otro beso y dijo: Mañana hablamos. Te quiero.
Se dio la vuelta y se marchó luciendo un caminar
noble, con morral enorme surcando la espalda, el trasero firme y grande, los
cabellos ondulados y dando un giro final para volver a despedirse con un gesto.
Era una completa ternura.
Cuando se fue aceleré el paso rumbo a la cafetería
donde estaría esperando ansiosa y molesta la novia que acababa de dejar hace no
más de tres semanas.
Por
fortuna, Fer se hallaba parada en el umbral de la cafetería con los brazos
cruzados, el ceño fruncido, los cabellos largos y lacios hacia atrás, los
tacones intercalados entre sí, una blusa blanca, ceñida, de manga larga, falda
negra y medias altas, los ojos diabólicos, sin gesto para con mi venida; pero
hermosa, divina, elegante y grotescamente sexi ante mi apremio voluntario que
no disculpé ni excusé, solamente di un saludo a pesar que la vi completa y no
imaginé desnuda porque a veces las pieles con prendas resultan ser más
atrayentes que la propia anatomía al aire y aunque esto parezca obra de un
fetichista o masoquista, que estuviera enojada, vestida como maestra de
primaria y tenga esa mirada absolutamente malvada me introducía a un mundo
lujurioso el cual, para suerte de ella, la cafetería podía impedir (no del
todo, si tuviéramos la llave del baño) en gran parte la resolución de los
hechos en la mente.
Maldije
para mis adentros con una duda en la cabeza: ¿Por qué carajos terminé con ella?
Han
pasado tres semanas, empezó diciendo sentada con las piernas cruzadas luciendo
esos tacones negros que podían haberme calentado si los llevaba consigo a la
cama.
¿Qué
has pensado, hecho y sentido estos últimos días? Quiso saber con seriedad.
No
me interesa lo que hayas hecho si se trata de otra persona. Quiero saber y
conocer las cuestiones que puedan unirnos, añadió con sobriedad.
La
camisa manga larga estirada cogiendo la taza de café con gemelos en las puntas,
sensualmente elegante, la hacía lucir sofisticada como tantas veces la vi
cuando la recogí de esa abominable escuela primaria donde criaturas malévolas
la hacían jalarse hasta de los cabellos; salir a la calle con furia y enojo, a
pesar que luego decía que los quería; pero su coraje no iba contra o por ellos,
sino por la desatención de padres de familia irresponsables y desadaptados que no
respaldaban en nada a la crianza de niños ajenos a mí y no tanto a ella, que
los veía como suyos, razones por la cual, cuando me abrazaba y relataba los
estragos yo trataba de minimizar escuchando y asintiendo y tratando de decirle
que son de ellos y no de ti, y que cumples siendo buena maestra y que si no
realizan tareas no es por tu atención, sino por la ausencia de educación en el
hogar; pero Fer, tan noble de corazón como elegante para vestir, con ese saco
detrás de la silla que había olvidado para salir a esperar, se metía dentro del
personaje de maestra como yo a veces de autor y quería ser también la madrina
de los nenes perdidos de la escuela a pesar que no debía ni podía por estar
ajena a otros mundos. Situaciones que yo entendía, obviamente; pero no
comprendía porque se nublaba estando conmigo y siempre he creído que uno debe
dejar el trabajo en el trabajo y dedicarse a la familia o pareja en extremo
tras hablar o compartir lo justo sobre el oficio, labor o pasión sin que afecte
el bienestar.
Y,
sin embargo, Fernanda tenía el corazón grande, quería curar al mundo de la
ignorancia y su capacidad como maestra alcanzaba aunque no era muy bien
respaldada, salvo por mí, que la daba abrazos cuando se agotaba; aunque
finalmente me terminé por desgastar porque se olvidaron de mí.
Allí
estábamos, dejando de lado los primeros matices, la impresión por verla tras
tres semanas, luciendo preciosa como mandan los cánones de su profesión, nunca
sonriente, sobria y resoluta; clara para con sus argumentos que iban desde
mejorar en la performance de la relación con separación de sectores, hablaba en
ademanes acerca que iba a dedicarse a su labor y también a su novio, pidió
disculpas por las veces que tuvo el trabajo en la mente y no estuvo para mí en
ocasiones; quiso llorar cuando habló de extrañar las noches de películas en su
casa; pero no iba a hacerlo, no era débil, el ser profesora te vuelve sensible
o fuerte, ella era ambas cosas a la vez y nunca dócil ante un evento que podía
ser para bien o para mal; sin embargo, la conocía porque fuimos amigos o
conocidos antes de ser novios y sabía que era verdad lo que mostraba a pesar
que me sentía dolido por sus detonantes, sobre todo por la vez en la que no
pudo asistir a la feria del libro de Arequipa, donde estuve presente dando una
charla sobre mis obras, por andar lidiando con la ruta de unos exámenes para el
fin de un curso cuando pudo seguir con el tema en el viaje; pero decidió
comerse las hojas y no acompañar a su pareja. Esa noche en Arequipa algo se
perdió, di mi charla, hablé de mi labor y no la encontré; sentí que estaba
dedicada a otro sector, donde yo no estaba y quienes lo estaban no la
valoraban, la vida es un racimo de ironía, ya lo dije.
Pero
había aprendido y quería valorar lo nuestro; lo hablaba clara, segura, con
elocuencia y estirando la mano al finalizar con una sonrisa bonita que miré
después de verle los senos por encima de la camisa con dos botones abiertos, el
cuello pulcro y duro, un collar en el centro y un reloj impactando por la mesa
hasta juntarnos de la mano como señal de algo en beneficio de ambos.
Fer…
le dije mirándola esbozar una sonrisa ligera. Se veía tan hermosa que podía
pararme de la silla y plantarle un beso a quemarropa; pero yo era orgulloso y a
la vez resentido, no me gustaba que nadie quisiera sobrepasarse conmigo, los
intentos por lastimar mi ser eran destruidos por la indiferencia que constituía
mi personalidad; pero también solía ser muy romántico y no iba a arrojar al
infierno ocho, casi nueve, meses de relación por asuntos que bien podían
mejorar al son de sus palabras.
Yo…
realmente me sentí molesto y triste por tu accionar. No estoy siendo resentido
(obviamente lo era) pero quiero decirte que te quiero, que quiero que sigamos juntos;
aunque antes me gustaría tomarme un respiro, una semana para meditar bien lo
que requiero, porque estoy dolido y puede que esa sensación me haga actuar de
indiferente manera.
Era
real. Me dolía que me haya plantado de esa manera por los cretinos de la
escuela. Pero… comprendía. Y, para aplicar bien mi reingreso a la relación
debía de demoler las emociones negativas. He allí mi petición.
Deshizo
nuestras manos juntas al ritmo de una pregunta: ¿Crees que soy idiota?
Dime,
¿crees que soy idiota?
Me
sentí confundido. Ella siguió hablando: A mi oficina llegan muchachos
mentirosos que esconden los cuadernos en la mochila. Jovencitos que intentan
mentirme olvidando que soy mucho más astuta que cualquiera. Dime, ¿me quieres
engañar?
Reconozco
lo que ha pasado en tu vida en tres semanas; y también conozco esa mirada tuya
que implica inquietud.
¿Qué
ocurre?, ¿Quieres o no volver? Se lanzó con el ultimátum.
Creo
que estás actuando de forma injusta, le dije.
Yo
soy… (Iba a decir la víctima; pero podría verme como un lerdo). Bueno, estoy
acongojado por tu conducta y si quiero unos días para pensar, no lo veo para
nada mal. ¿O existe un repentino apremio por volver?
Reitero
mi pregunta, ¿eres idiota? Te estoy diciendo para retornar porque te extraño y
te quiero, ¿no es suficiente?
Yo
también te quiero; aunque no te haya extrañado tanto que digamos. ¿Ves cómo
empiezo a decir cosas de molesto?
Ella
cruzó los brazos ofuscada.
Puedo
aliviar esta incomodidad para que podamos estar en paz. ¿Te parece?
Dime
algo, ¿tienes a alguien esperando en carpeta?
Jamás
te vi vestido tan formal para ir a una clase.
Aunque…
te ves muy apuesto. Las chibolas del Basic 1 estarían loquitas por conocer al
sujeto sentado en la esquina.
Las
mujeres tienen un don o una virtud, o una especie de modus operanti, por
saberlo todo sin hacer mucho.
No.
No hay nadie. Y eso de que se vuelven locas, no lo creo.
No
te hagas el idiota conmigo, dijo entre sonriente y seria.
Te
doy hasta el domingo para que decidas.
Era
martes.
Hasta
el viernes, le dije.
Así
se habla, me dijo, ahora sí, solo sonriente.
Vio
el reloj de muñeca, me dio una mirada y aseguró: Debo volver a clase. Toca
lenguaje, ¿crees ayudarme?
Verbo,
sustantivo, predicado, objetivo directo e indirecto, adjetivos y adverbios, ¿no
es tan difícil para ti, verdad?
Cuando
lo mencionas parece como si hablaras de jeroglíficos, le dije con humor y
sonrió mientras se levantaba de la silla cogiendo su bolso.
La
acompañé a abordar un taxi y arribé hacia mi casa borrando durante el trayecto
en bus nuestro chat con mensajes soeces, deprimentes y quejumbrosos dejando
únicamente el enlistado de palabreo bonito hasta que un chat sin registrar me
envió un mensaje.
Hola
apuesto compañero, ¿mañana volvemos a ser el team del aula?
La
resolución de la foto en el perfil fue luciéndose al compás de la lectura.
¿Qué
te parece si me acompañas a la inauguración del Minimarket de un primo? Habrá
comida y licor, ¿Qué te parece? Luego puedes hablarme de tu novela, tus
pasiones y aficiones. Quiero conocer todo de ti.
Y,
esa foto en tu perfil, me fascina. ¿Me la envías?
Sonriente,
haciendo un gesto con dos dedos, con la lengua casi afuera, se mostraba en su
fotografía de perfil.
Hola,
¿Qué tal compañerita? Bien, bien. Claro, mañana la rompemos en clase, le
escribí.
Tengo
descuentos en el Cine, ¿vamos a la noche? Añadió intensa, con emoticonos de
corazón y beso.
De
curioso, aburrido en el bus, con la reiterativa música, corbata en el bolsillo
y adormecido de piernas, indagué en el internet sobre las películas a
estrenarse.
Vamos
a ser Saw V, le escribí y ella entusiasta sin darme chance de volver a
pensarlo, respondió: Acabo de comprar las entradas, ¿vamos saliendo de las
clases? Durante la tarde no hay mucha aglomeración de gente.
Añadió
un emoticón sugerente.
No
sabía en que otro universo me andaba involucrando. Fer, me escribió dos horas más
tarde, ¿si no te escribo, tú no lo haces? Hola, ‘cariño’, ¿podemos hablar
bonito que estoy cansada de leer tanta cosa rara? Añadió risas y sentenció: ¡Te
quiero, baboso! No lo arruinemos. Somos un equipo. Amamos las letras por igual,
amémonos nosotros también.
Fer,
también te quiero, lamento actuar desinteresado; pero quiero que entiendas que
necesito calmar esta tempestad para que podamos retornar a estar en armonía.
Mientras
esperaba que ella respondiera, le contestaba a la compañerita desde la otra
ventana emancipando letras como oraciones de una libreta.
Listo,
a las cuatro estaría bien, le dije sin leer lo que había compuesto en su
totalidad.
Llegando
a casa terminé por leer su sermón; aunque más pareció ser un plan macabro por
retenerme durante el resto del día.
Salimos
al mediodía, vamos a comer algo por ahí, quizá algún postre, unos helados o
unas empanadas; caminamos hacia el cine Pacífico del Kennedy y compramos
canchita con gaseosa antes de ingresar, ¿te parece?
El
plan se asemejaba a uno de antaño. Sonreí por esa razón. Accedí a su composición
y nuevamente le contesté a Fernanda.
El
viernes tendrás mi respuesta para saber nuestro horizonte, le dije ignorando lo
que había escrito antes.
¡Genial!,
¿y qué opinas sobre lo que te acabo de comentar? Leí después. Subí el cursor al
tiempo que me desvestía para entrar en la ducha y encontré una idea fantástica.
Vamos
de viaje a una playa cercana. Rentamos un apartamento para nosotros, nos relajamos
olvidando e ignorando al mundo, incluyendo los matices de la primaria en el Humboldt
y nos enamoramos como la primera vez todo un fin de semana. ¿Qué dices?
¡Excelente
idea! Hagámoslo, le dije de inmediato y me adentré al agua para saciar mis
locuras monumentales.
Al
día siguiente, en la butaca central del cine, acomodados como una pareja de
novios, viendo como destripaban a un muchacho en la película, sentí como una
mano se sumergía por mi bragueta cogiendo al muñeco con absoluta confianza. No
supe cómo reaccionar por lo inesperado del movimiento; aunque se me ocurrió
darle una mirada frenética como quien se siente sorprendido. Ella, entonces, al
tiempo que le cortaban la cabeza al tipo en la pantalla, me dijo al oído:
Quiero que vayamos a un lugar donde podamos estar los dos a solas.
Me
cogió de la corbata ahorcándome un poco, algo que, al tiempo que me sujetaba el
muñeco, le causaba un tremendo placer, porque tenía los ojos desorbitados,
ignoraba al ente en el cine sin cabeza, y plantaba besos en el cuello abotonado
con deseos por cubrirlo con la lengua.
Pero…
por favor, no te quites la corbata mientras me besas en la cama, la oí decir después
con una voz distinta a la tierna de hace no menos de una hora en la confitería pidiendo
como niña elocuente y engreída el tazón más grande de pop corn.
Evidentemente,
me sentí caliente. No soy un androide que no siente cuando lo mañosean. Y ella,
en su ternura diabólica, propuso lo siguiente: ¿Vamos ahorita o quieres seguir
viendo una matanza?
En
un abrir y cerrar de ojos, aparecí en un cuarto de hotel ubicado en una calle
de Miraflores, lugar donde el portero ni siquiera nos pidió identificación, nos
adentramos de la mano, cerramos la puerta y comenzamos a besarnos con ferocidad
continuando con los deseos libidinosos propagados durante la película de
horror.
El
celular timbraba, Fernanda o mi madre, (de repente la suya) llamaban mientras
que ella se quitaba las prendas viéndose prístina, hermosa como un copo de
nieve, sonriente de forma tímida y aunque ciertas facetas lujuriosas se
apagaron un poco por mi mirada en su anatomía regordeta la hice sentir deseada
con un mordisco de labios. Se asomó para besarlos, intenté quitarme la ropa;
pero no quiso que lo hiciera. Pidió al oído que me quedara vestido en camisa y
corbata mientras se colocaba de rodillas para realizarme una felación improvisada,
que, de hecho, en plena lujuria, disfruté.
Pude
quitarme la ropa porque ardía en calor, me quedé con la corbata por su petición,
subió encima de mí y arriba sin saber qué ni cómo establecer, me confesó: Es mi
primera vez.
Recobré
la cordura si esta se hubiera perdido. Abrí los brazos en alto para que no
ofreciera ningún movimiento. Sus senos, su sonrisa, su cabello e incluso su
piel se mantuvo quieta ante mi inminente pregunta: ¿Qué es lo que estás
haciendo?
Intento
tener relaciones con el chico que me gusta, respondió tímidamente.
No.
Ese no es el punto, le dije.
Ella
se quedó muda.
¿Nosotros
no tenemos algo único?
No,
ese tampoco es el punto.
¿Cuál
es? Quiso saber curiosa.
No
puedes simplemente perder tu virginidad con alguien a quien probablemente no volverás
a ver… porque yo hoy estaré, quizá mañana o pasado no y esto, realicé un ademan
de circunferencia, no será recordado como algo bonito, sino como un mero asunto
que quedó en el olvido.
Y
tú no quieres eso para tu vida.
Hablé
como un padre de familia, de esos que se ausentan en la clase de Fer dentro de
la primaria.
¿No
quieres estar conmigo?, ¿No me deseas porque estoy llenita? Fueron sus
preguntas temblorosas.
No
es eso, cariño. Obvio que me atraes, eres bonita y estoy caliente; pero no
quiero que te involucres de esta manera conmigo.
¿Por
qué? Dijo abriendo los brazos. Ella seguía encima.
Porque
no me amas, ni yo a ti y puede que nunca nos lleguemos a amar porque tengo un
pasado que quiere reinsertarse y tú tanto por vivir que no puedes perder algo
tan preciado y desvalorado con un hombre como yo que no estará para fin de mes.
Mis
amigas siempre hablan de perder la virginidad antes de los veinte. Además, yo
te quiero. Estoy enamorada de ti, dijo con honestidad a su modo.
Tus
amigas mienten. Todo el mundo miente por caer bien o por verse bien. Lo que
realmente les pasa es miedo. Miedo a no ser aceptadas y amadas como lo serán cuando
encuentren al hombre indicado. Y ese, no soy yo para ti.
Lo
eres. Porque te elegí para este momento, aseguró.
Y,
puede que no nos amemos como mencionas; pero me gustas y mucho, diría que
demasiado, estoy entusiasta e ilusionada contigo y no me importa que no dures
hasta el otro mes, yo te quiero para mi vida, me dijo enfática.
Le
agregó un beso apasionado inclinando el cuerpo, el cual seguí y continué
atravesando mis manos por el resto de su cuerpo provocándole calentura al punto
que resolvió volver a realizar el oral.
Bien,
si eso es lo que anhelas, lo haremos; pero será bonito, ¿vale? Le dije ante su
sonrisa. Me levanté de la cama, sintonicé música ignorando los mensajes de Fernanda
y al retornar la besé apasionadamente dejando marcas en cada rincón de su
gloriosa anatomía provocándole un frenesí increíble de sensaciones
vertiginosamente candentes que nunca olvidaría hasta que me coloqué encima tirándola
con dulzura sobre la cama y le hice el amor durante un disco entero de su
cantante favorita.
No
nos dirigimos la palabra durante la siguiente semana.
Pero,
al momento en que terminamos, nos abrazamos, ella sobre mi cuerpo, yo hablándole
sobre los tatuajes, ella preguntando sobre mis libros, yo relatándole historias
ficticias de mi vida, ella consultando si seguiría en el curso, yo diciendo que
no estaba seguro, ella dándome besos en la mejilla, yo sonriendo y viendo cómo
se alumbraba el celular en llamada.
Salimos
del lugar, la acompañé hasta el paradero en La Merced descansando tenuemente
sobre mi regazo mientras que oíamos en audífonos compartimos las canciones de
Katy Perry que tanto adoraba.
Ignorando
a Fernanda, le dije que la acompañaría a su casa, accedió gustosa para mi
asombro y su agrado, caminamos la avenida durante siete u ocho cuadras hablando
de distintos temas que iban y venían en cualquier momento hasta que me dijo que
aquella casa de rejas negras y pintura mostaza era la suya. Nos despedimos en
un abrazo, la vi entrar saludando con gestos de mano a una personita ubicada en
la ventana del segundo piso, dio la vuelta para sonreírme en un gesto de
despedida y pude contestarle el teléfono a Fernanda, quien no paraba de llamar
en un ataque sádico por saber dónde estaba.
El
viernes nos encontramos. Habíamos acordado vernos como acostumbrábamos, a la
salida de su trabajo en la escuela. Para entonces, había culminado con creces
el primer básico en el curso de inglés y al tener las notas más altas mi
compañera se asuntó durante las dos últimas clases. Fernanda salió ofuscada a
pesar que quería mostrar otra faceta. Según me dijo al momento en que me saludó,
había tenido una grotesca faena peleonera con los padres en Apafa. Yo le dije:
Cariño, ¿Qué te gastas tanto? No son tus hijos. Si quieren que sus nenes
estudien, los ayudarán.
Y
si no, así es la vida.
Ella
me daba un sermón de porque los maestros deben respaldan siempre a los suyos
mientras caminábamos por la acera que circunda el colegio viendo como tal cual
una maratón los niñitos salían corriendo rumbo a sus respectivas movilidades o
brazos de sus empleadas que vinieron a recogernos; sin embargo, el caso de una
niña en particular fue la excepción, porque al tiempo que Fer y yo caminábamos rumbo
a la avenida apaciguando su ira con mi carácter dócil, ella comprendiendo sus
nuevos ideales para con la relación y sintiéndose más calmada mientras se
quitaba el saco por el calor del enfado, noté la presencia de mi compañera de
aula parada, estática, de brazos cruzados y sin sonrisa, debajo de un árbol que
le daba sombra. Sentí que el mundo se venía hacia abajo, seguramente se asomaría,
contaría toda nuestra osadía y mi relación se iría de nuevo al pandemonio; sin
embargo, la única niña que vino sin movilidad ni empleada, se acercó a ella
corriendo y repitiendo su nombre para caber en sus brazos.
Fernando
y yo pasamos por su lado, yo quise ir veloz; pero ella todavía no se sacaba
bien el saco, nos vieron de casualidad o por obviedad, Fernanda reconoció a la
pequeña o la niña a su maestra y entonces la compañera me vio, y yo la vi y
nosotros cuatro nos vimos. Todo de acera a acera.
Maestra,
nos vemos el lunes, dijo la pequeña locuaz.
Nos
vemos, Fabiola Riva, respondió Fer tan cándida como siempre con los alumnos.
Yo
traté de hacerme el desentendido; pero de repente, Fernanda dijo: ¿Eres su
hermana mayor, verdad? La compañera se sintió identificada y contestó: Sí,
suelo venir a recoger a Fabiolita.
Me
llamo María.
¡Yo
también soy María! Bueno, María Fernando, dijo Fer amable.
Ambas
intercambiaron sonrisas.
Me
gustaría hablar contigo sobre el rendimiento de la pequeña, ¿te parece si nos
citamos el lunes a la mañana?
Ella
me dio una mirada veloz, yo andaba viendo a otro lado, Fernanda no se dio
cuenta o sí; pero se adjudicó decir: Tiene un rendimiento muy bajo, requiere de
atención personalizada.
La
compañera luciendo entristecida y viendo a su hermanita pegada a sus piernas,
le dijo: ¿Usted puede darle clases por las tardes? Como encargada de la casa en
ausencia de mis padres que están de viaje, puedo acceder.
Fer,
a pesar de mis suplicas mentales, aceptó gustosa. De hecho, más que contenta y
emocionada, al punto que se arrodilló para estar al alcance de la nena y con
dulzura de madre, le dijo: Tu hermana mayor y yo vamos a ayudarte a que puedas
pasar de año con éxito.
Acordaron
el día y la hora mientras que yo me lamentaba por dentro, se despidieron con
beso de mejilla e intercambiaron celulares.
Al
momento en que por fin nos íbamos, la oí a la muchacha decir: Se ve muy bien en
traje, a mí gustaría usar uno igual, ¿nunca ha pensado en agregarle una
corbata?
Fer
la miró curiosa, sonrió y respondió: Gracias. Sí, puede ser, ¿no? Dio la vuelta
dirigiéndose hacia mí y dijo: Luego me prestas una, amor.
El
día en que la maestra y su alumna se encontraron en casa de la hermana mayor, salí
a caminar un rato dirigiéndome curiosamente hacia la sastrería Hermanas Tagliani
ubicada en la Calle Pinos, me adentré timorato siendo recibido por una apuesta
muchacha de acento italiano medio españolizado, quien, al verme tuvo una
consulta: ¿Requiere un traje para su boda?
A
lo que fielmente respondí: Es para un entierro.
Mi
entierro, pensé.
¿Elegante
para un funeral? Me gusta, el color negro le asentaría bien, dijo sonriendo y también
le sonreí por el reflejo del espejo viéndola asomarse con el medidor con un
glamor que todavía no logro olvidar.
Se
verá muy guapo, dijo colocando sus manos en mis hombros, todavía sonriendo por
el espejo en frente.
Se
lo agradecí y cuando retornó a su posición para traer una tiza con la que subrayaría
el patrón, la oí preguntar: ¿Sabe, tengo dos dudas monumentales?
Dígame,
le dije.
¿Por
qué el parque se llama Kennedy? No le encuentro el sentido.
Yo
tampoco, le dije y sonreímos.
Y
mi segunda pregunta es, ¿recién se animó a entrar, verdad?
Espero
no sea demasiado tarde, le dije y volvimos a sonreír.
Fin
Maravilloso como siempre Bryan
ResponderEliminarNecesito seguir leyendo 😍, usted tiene toda mi atención y respeto. Sentí cada sentimiento adentrado en la escritura. Esa descripción tan detallada que te transporta.
ResponderEliminarEs una maravilla este cuento SENDEROS INCIERTOS Siempre que leo sus libros ,me adentro en mi imaginación ,me encanta por que transmite esas emociones que expresas al leer una parte y saber que también te paso en tu vida real ❤
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