- A las nueve con diez abría los ojos con el ímpetu de un muchacho aficionado a la escuela; aunque mis ganas de entonces fuesen tan obsoletas como lejanas, diferente al tiempo en que estuve envuelvo en el fútbol e iba cada mañana a Campo Mar para jugar a la pelota de ocho a once con un calor infernal y una multitud de jugadores que soñaban.
No
era ni lo uno ni lo otro, sino un año de decisión, si es que alguna vez aquello
sucedió, o simplemente se trató de un organismo de progresos voluntarios
impuestos por la vida. Desperté ansioso por escribir, por usar las letras de un
antiguo teclado para construir las oraciones que irían, en sueños, dentro de un
compilado de cuentos que llevaría un nombre simpático ante un público vil y
raro que desconocía por completo; aunque, en ese ínterin, en ese proceso
revelador como la Virgen María a los tres pastorcitos (valga cómica la analogía),
durante dicha mañana aspirante a ser productiva, el autor estuviera emergiendo
en mi como cuando la lava sale en erupción; no obstante, olvidaba la forma como
suele salir, tan destructiva como inesperada a pesar que acabo de mencionar que
el momento de hacer literatura habría creado, es que a veces, lea bien el
curioso lector, uno sabe, a lo lejos, de repente en el alma, que es el instante
indicado… de joderla toda o crear algo grande.
A
las nueve con treinta conectaba la computadora tan longeva como los años de mi
abuela; el sonido producido era un cantor espantoso, la pantalla la cabeza de
un Frankenstein enamorado y aunque las partes eran desiguales en color, todavía
funcionaba para el Word y el bendito y amigo Messenger, allí donde entraba como
primera función con una clave tan larga como mi viril (no, esa analogía no va;
pero la voy a usar. No va por vulgar; va por real; pero no lo voy a poner). Con
una clave tan larga como la barra de letras de un teclado; allí hallaba a los
rufianes que madrugan, a los caseros que no se movilizan, a los bobalicones que
juegan, a los amigos de siempre, a las nenas con quienes salía y no les hablaba
como antes y a mi querida Maritza Casas Zavala, dueña de un Nick enorme, con
estrellas, lunas y soles, resguardada por asteriscos raros y un display con su
foto en el Cusco, lugar al que asistió en su viaje de promoción, hace, en ese
entonces, dos años atrás y sitio al cual no asistí para mi viaje por razones
que no quiero compartir ahora; pero alguna vez crearé un cuento para ello.
La
tenía bloqueada. Bloqueada para no hablarle, para que no supiera que estoy en línea,
para que no me escribiera ese parloteo romántico, sublime y bonito de cada
mañana que empezaba a resultarme tedioso y aburrido porque las noches
anteriores habíamos discutido porque a ella le gustaba el verano en una playa
del sur y yo quería que fuéramos a acampanar para ver la luna en Marcahuasi.
La
disputa la ganaba el menos idiota; contradictoramente a lo que se pensaba en
tal época, ella me escribía corazones, trabajaba el resentimiento un rato y volvíamos
a hablar para acordar vernos a la salida de su primer trabajo como practicante
en un estudio de abogados. Ella le decía bufete por las películas gringas, a mí
me parecía un estudio de buitres con corbata; también por las películas; pero
todo, absolutamente todo lo antes mencionado, las disputas, los bloqueos, las
peleas por ir a tal sitio y asistir a otro quedaban nulas cuando nos veíamos en
una esquina del corazón de Miraflores, yo fumando cigarrillos para atravesar la
espera, con pantalones jeans y remera, una combinación casual y sobria, y ella
saliendo con un traje sastre recién salido de la sastrería de la calle Los
Pinos, reluciente, fachera, con una camisa blanca altamente sensual, un chaleco
elegante, los tacones y la melena al vuelo haciendo que… se me olvidara la
literatura, los versos, los problemas amorosos de los amigos, la casa patas arriba
por boludeces, las riñas de niños y demás… para sujetarla de la mano y
plantarle un beso a quemarropa, subiéramos a un bus porque no había tanto
efectivo para un taxi y si hubiera no eran seguros y dirigirnos inminentemente
a una estación tres estrellas para hacernos cargo de lo que tanto sentimos y
nos apasiona, ella como primeriza y yo como un zaguán con experiencias que
ocultaba como secretos del mar.
Creo
que eran los únicos momentos en los que podía amarla.
A
veces las relaciones sexuales explotan en emociones que se parecen al amor.
Tras
los acontecimientos dados por lo enaltecido que es el sexo con los aperitivos
necesarios para promulgar placer, me daban ganas de partir, ideas clandestinas
atacaban la mente, sucesos por escribir querían salir y como en tiempos de ayer
no sabía manipular dichos acontecimientos empezaba a contárselos como si se
trataran de historias de terceros, entre propias o inventadas con fines de
resguardar la inspiración y compartirla como un Homero que asciende en relatos
a sus semejantes.
Ella
hablaba de lo suyo, del derecho y demás, la oía, obvio, porque escuchar siempre
ha sido mi don; pero no nacían otros deseos, otras costumbres, no quería sujetarla
de la mano e ir por la avenida, tampoco deseaba acompañarla a casa a pesar que
lo pedía con indirectas o directas, es que sabía, que detrás de esa facha
elegante, no cabía mi amor por ella; aunque hallamos cumplido los siete meses
juntos.
Culpaba
a la escritura cada vez que quería estar solo; me escondía en la habitación con
la computadora antigua con ganas de escribir y armaba una hilera de oraciones
que no me satisfacían, ella exclamaba vernos, salir con sus amigas, ir a tales
sitios, que la recogiera a las seis, que estuviera para el cine y demás y yo
anhelaba únicamente tener el espacio para crear olvidando que podía y debía organizar;
pero no era de mi interés global el hecho de amasar mi tiempo para ella. Mi egoísmo
hablaba y la carne era lo único que buscaba.
Agotada
de los constantes rechazos y desafortunados episodios; las riñas en centros
comerciales por elegir una película o una comida eran disfraces de lo que
realmente ocurría e incluso, salimos a Ayacucho como ofrenda para emancipar
nuevos horizontes y nos perdimos en grandilocuentes peleas que no llevaron a
ninguna parte y los trajes, el sexo, las risas y la química que pensamos tener
desde el colegio, cuando ella iba al B y yo al C y nos conocimos más después
que nos cambiamos y perdimos y retomamos se quedaron aisladas como esos romances
que simplemente están condenados al abandono a pesar de haber sido gloriosos
durante seis o siete meses.
El
amor acaba, pensé una vez. Que ideal tan deprimente, lo creo siempre.
Concluimos
el romance, no recuerdo el mes ni la fecha, no fue un chispazo de pelea
desafortunada, sino una charla en un café, acordamos ser amigos; aunque aquello
nunca funcionara y acabamos por perdernos.
Nació el autor. Y no quise asistir a su boda (veinte años después).
Fin
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