- Había juntado dinero de las propinas y pasajes para comprarle su obsequio de cumpleaños; había ahuyentado el hambre en los recesos de la Pre de la universidad de Lima para conservar monedas con fines amatorios y había hurtado un par de pesos del chanchito de mi hermano para completar el saldo con el que podía obtener su regalo.
Pero había olvidado
que ella… había olvidado el día de su cumpleaños.
Nos encontramos en un parque a la espalda del
supermercado Plaza Vea que tantas veces nos divisó venir; ella salía del
trabajo reluciente, en un traje que incluía falda y tacones altos, realmente
conservadora como sensual; sonriente, con los cabellos lacios obligados para
verse ordenada y el carisma de lunes a viernes implantado como un suceso
habitual cuando me observa. Yo tenía el obsequio detrás como queriendo
sorprender, ella caminaba a paso lento con las caderas prominentes, el bolso en
la mano y quitándose los audífonos a medida que se asomaba.
Abrió los brazos como alas para que pudiéramos caber
en un abrazo afectuoso tras habernos ausentado el fin de semana, días en los
que solía emancipar mis gustos por la bebida y los amigos dejando a la novia en
casa viendo la televisión, leyendo o acostándose tras la cena, aficiones que
intentaba compartir con alguien cuyos decibeles de fiesta eran tan altos que no
podían estar en parsimonia, distintos pasatiempos los de ella, quien calmada
sobre el colchón con un tazón de canchita y una gaseosa de a litro más
chocolates con maní, se sentía completa.
Tras el abrazo, viéndola sonreír emocionada, enamorada con un brillo estelas en los ojos, el blazer intacto a pesar del abrazo, la blusa cerrada por causa del invierno y una boina de tiempos de antaño que le añadió a un atuendo sencillo que lo lucia glamuroso sin darse cuenta, siendo completamente natural y a la vez bella, recibiéndome en esa entrada al parque para que nadie nos viera, o me viera, con el regalo detrás como un hombre que intenta ser detallista tras las calamidades que no iba a contar y fueron realizadas durante el viernes y sábado; aunque, por suerte, ajustando el presupuesto pudo comprarle un regalo inesperado, ansiado y asombrosamente particular por el apelativo recién instaurado que habíamos untado por el favor de sus pieles blancas con lunares entre los hombros y uno en la mejilla, haciéndola parecer, realmente, a un personaje emblemático de uno de esos portales antiguos en donde tiempo atrás, muchos de nosotros enviábamos mensajes.
Vaquita, le dije con el cariño que le ofrecía a pesar de ser paupérrimo para tanto amor que me daba. Te traje algo por tu cumpleaños, añadí contento por verla emocionada, recordándose a sí misma que hoy cumplía 20 y laburaba, con tanta pasión, en un estudio contable que tanto trabajo le había costado ingresar, por eso lo disfrutaba, ver numerales, cuentas y estados, hablar con viejos gordos y verdes que a veces querían seducirla y siempre reía con bromas afirmando que podrían ser sus abuelos o antepasados, y avanzaba a pasos gigantes soñando con un estudio propio, con surgir en un mundo de cuentas, números y afines, olvidándose, como lo hicieron en su casa, que era su cumpleaños, debido al estudio de cada letra, de cada método y las idas y venidas hacia su casa y trabajo en un bus incómodo; aunque, sonriente y emocionada, enfática y locuaz, de tener al novio, según llamaba a cada momento, perfecto, para entender su vida, su rutina, su casa y su trabajo, abrazándola cada miércoles, lunes, jueves o martes, y dándole besos de fines de semana en hoteles donde duraban hasta la hora del fútbol y hacían el amor como dos forajidos intensos y apasionados con las intenciones fulgurosas y románticas por quedarse por siempre juntos; aunque esa idea, esa noción, esa amalgama entre verdad y deseo, fuese meramente lo que tantas veces logra ser…
Una ilusión.
Que me amara más de lo que siempre he merecido y aunque en aquella ocasión tuvo una euforia y una alegría descomunal, yo sabía que alguna vez los huracanes de mi vida podrían afectar el subsuelo de quienes somos.
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