- Desde la entrada de la Biblioteca de Barranco podía asegurarme de su llegada apareciendo tímidamente al fondo a la izquierda surcando suavecito a las personas que van y vienen turisteando y charlando. Ella lucía una casaca mediamente oscura con el logo y el nombre de su promoción estampado en el lado derecho del pecho, semi abierta para que tibiamente se pudiera observar su polo corto de adentro. Llevaba los cabellos sueltos y castaños, largos y lacios; las manos, a veces, dentro de la chamarra o en ocasiones una en el bolsillo y la otra cogiendo un libro, seguramente de su escritora predilecta, Isabel Allende, el cual elevaba para saludarme con una entrañable y mágica sonrisa cada vez que conectábamos en mirada para enseguida abrir paso a los abrazos. Yo me detenía en la biblioteca a sabiendas de dos factores importantes, lo céntrico y claro del lugar y el acompañamiento para el recorrido de obras durante nuestra cita. Sin embargo, antes de encarcelarnos voluntariamente entre las paredes empiladas por magníficas obras –muchas leídas por duplicado por ella- atesorábamos los cuerpos en un abrazo afectuoso de viernes por la tarde en un agosto soleado de un dos mil cuatro que iba iniciando. Olía a vainilla, y durante el mes que nos instalamos en relación, solo una vez la vi con distinto atuendo, parecía que, adoraba su casaca de promoción, y la mostraba orgullosa debido a que no quería aceptar el ayer. Por otro lado, yo acababa de terminar la escuela hace unos años, quería olvidar ese paso con otras etapas, todas locuaces, intensas y memorables, razón por la cual me aventuré en una plataforma de Chat para rebobinar mi séquito de personas conociendo de esa forma a una dulce muchacha de nombre Gabriela, quien al cabo de unas frases, me dio su Messenger y congeniamos con facilidad hablando de libros, poetas y musas en un sitio familiar. Acordamos el encuentro pasado un tiempo de chat para que podamos allanar la confianza y así vincularnos mejor al vernos en persona.
Hubo una conexión veloz, los temas en común eran pólvora
de flores y lo ameno de la charla germinó campos en destino que ocurrieron en
el instante en que nos conocimos, de manera curiosa, en Barranco, causa de
ello, su vivienda ubicada en el distrito y la mía; aunque ligeramente lejos,
placentera en moverse por otros lares. Yo llevaba el cabello corto en
cerquillo, la sonrisa intacta y el cuerpo nada tatuado, usaba un canguro con un
bloc y lapicero para mis inspiraciones inesperadas y pantalón jeans con playera
casual encima para dar un aspecto sencillo. Subimos al Puente de los suspiros y
nos detuvimos un rato en el centro evitando a los ambulantes y los osados
fotógrafos, allí viendo el atardecer nos besamos tras una mirada pura y
cómplice uniendo las manos por debajo, bastante tímidos más por parte de ella,
que afirmaba después, que era su primer beso e inmediatamente como inevitable,
su primer romance. Yo me sentí orgulloso, por ese ego que siempre atenta, por
esa solemnidad por ser tan imborrable para la gente que me recorre, o tal vez,
por esa aventura locuaz por querer crear mundos adonde vaya. Le dije para ser
enamorados porque era un romántico empedernido y me dio un sí con sonrisa
grande e intenso abrazo. Así iniciamos. Majestuoso tiempo el del entonces,
caminando bajo la tarde, de la mano y en risas, charlando de obras y poetas
locos, templados por una ilusión y besándonos como si el tiempo se acabara
mañana. Para la noche tuve que partir, había acordado con unos camaradas en ver
el partido de Cienciano contra Boca Juniors por la Recopa de Sudamérica y el
reloj apremiaba. Además, un sabio me dijo una vez, que siempre debes dejar a
una mujer pidiendo más. Así te extrañan, puntualizó un amigo de quinto de
secundaria cuando yo estaba en primero.
Al llegar a casa, me di cuenta que ella puso en su
Nick: ‘El día más hermoso de mi vida al lado de un gran muchacho’ le añadió un
corazón y unas estrellas. Me sentí emocionado, ella me atraía, me gustaba, y
tuve vibraciones positivas por su performance romántico y fantasioso, su cadera
grande y su compostura pequeña; aunque, mi fascinación venía por su cabello, su
aroma y su fragilidad. Ella hablaba de libros durante horas que sonaban a
segundos en donde películas mentales crecían en mí al son de sus reseñas.
Gabriela, canela y clavo, le dije antes de capturar su
anatomía en el abrazo.
Te he extrañado, ladrón de corazones, dijo en un
piropo, uno de tantos, afianzó la calidez del abrazo como si de lunes a jueves
solo pensara en el viernes.
Yo también, preciosa, respondí acalorado debido al
exceso de afecto, escapamos de los cuerpos y nos untamos naturalmente de manos
para recorrer los senderos establecidos por la caricatura de nuestra historia.
Primero, asistimos a la biblioteca, ella dejó unos
libros y recogió otro, a veces solo uno, otras veces dos, siempre dependía de
si traía bolso o no. Enseguida, dábamos volteretas por el sitio a paso cansino,
con besos en esquinas, con pasiones quietas por los besos, con charla y
sonrisas cotidianas hasta ubicarnos cerca a la mar, allí dejábamos que los
besos nos poseyeran algo más y las caricias tuviera otro tipo de efecto, tal
como, una mano recorriendo su seno, otra palpitando su trasero y en particular
besos frenéticos en el cuello que la desintoxicaban de tanta ternura y dulzura
para volverla sagaz, traviesa y ciertamente con otra intención de intensidad.
Yo, prócer de aventuras libidinosas en otros sectores,
sabía donde calzar la mano y el beso para explotar sus deseos más íntimos al
punto que en ocasiones pedía a gritos silenciosos que la desnudara y la hiciera
mía de una vez. Allí mismo, cerca del mar, sobre el muelle, en la arena si
fuera posible, o la llevara con engaños a un cuarto de hotel, o le dijera para
viajar a mi casa, o, simplemente, la hiciera imaginar con versos, que es lo que
desarrollaba con mis besos en su cuello hablándole al oído sobre los deseos que
carcomían mis entrañas. Gabriela, quisiera desnudarte para poder plantar besos
en tus senos –mi mano descendía sigilosa entre sus pechos- acariciarlos,
repetía, y devorarlos a besos –ella gemía- luego sentir la humedad de tu
intimidad, y flotar en ella con otros besos. Gabriela cerraba los ojos, me
sentía por debajo, me quería tocar, a veces; pero mucha timidez la paraba, me
deseaba arrancar las pieles; aunque toda su ternura la detenían; quería,
siempre quería, que acabáramos sobre algo, totalmente desnudos y deshumanizados
–así como lo veía- para darle rienda suelta a sus lujuriosos anhelos.
Gabriela, a pesar de mi incisiva idea por hacer el
amor en donde quiera que nos envíe la pasión, todavía no se sentía segura de
dejar su virginidad ante el hombre a quien decía amar –a pesar de tener dos
semanas de relación- pues, uno nunca sabe lo que es capaz de sentir la otra
persona. Ella, estaba insegura y exigía comprensión. Detenía la parafernalia
lujuriosa para decir: Lo siento, no puedo más. Estoy a punto de enloquecer.
Sonreía tibiamente, y yo sabía que algo en su interior parecía estar mojado. Esa
solía ser la razón de mi pícara sonrisa. Le daba un abrazo, un beso frágil y le
comentaba continuar el camino. Recuerdo que ocurrió en una diversidad de
ocasiones, generalmente en la barrera enorme que divide al mar con la tierra,
que une a Miraflores con Barranco, un sitio desolado, de tardes mágicas, en
donde dos personas se reúnen para que los besos florezcan en otros aspectos sin
que nadie observe. Pensaba, en entonces, ¿Cómo es que nadie puede aparecer, ni
siquiera un agente de seguridad? Y tarde comprendí que aquella zona era
residencial. Nosotros nos involucrábamos para que nadie nos vea, deseábamos
algo más que solo tiernos besos; pero Gabriela, canela y clavo, según su Nick,
parecía no poder dar ese siguiente paso, y yo entendía; aunque mi cuerpo no.
A los dieciocho pica el cuerpo por los deseos
instalados desde tiempos inconmensurables, creo que desde que el hombre
existió, y el tácito rechazo de la pareja, genera una diversidad de puertas
que, de manera curiosa, solo se abren. Yo iba a las reuniones de la promoción
de escuela, recordaba hechos con mujeres del salón y otras secciones
involucrándonos en situaciones intensas que terminaban en cuartos de hotel
barato o casas ajenas, no exclusivamente en camas. La pasión era una flama
desenfrenaba cuya única manera de apagar era con el orgasmo. Y lo disfrutaba
dejando a Gabriela en verde a la espera de mí dentro del Messenger. Sin
celulares inteligentes ni rastreos de ubicaciones, era un aventurero sin
sombra, un dios de la noche brincando en muebles ajenos una y otra vez sin
detenerme, solo cambiando caras y habitaciones, preservativos y rostros,
gemidos y voces, anhelos y adioses veloces.
Los viernes a la tarde empezaron a complicarse cuando
los peloteros del barrio volvieron a juntarse. Siempre se me ha hecho
complicado dejar de lado al fútbol por alguna que otra actividad, y por tal
razón, hubo dos o tres viernes en los que no pude ir a visitar a Gabriela. Sin
embargo, ella se las ingeniaba para verme en otras oportunidad, así que
transformamos a los domingos en viernes, y a los martes en viernes, y a veces a
los miércoles para que no perdiéramos lo asiduo y mágico que era compartir una
tarde charlando de obras, poetas y versos adjunto a besos, abrazos y caricias;
aunque yo, por momentos, vivía encrucijadas cada vez más peligrosas, de
aquellas que me fascinaban y comenzaba a dejar de darle interés a los nobles
ratos de paz con Gabriela. Pues, prefería la locura de una mujer descollante
con sexo casual en un hotel dos estrellas de la avenida Brasil, el frenesí de
acostarme con la prima de un primo por un tema de buscar nuevos desafíos o la
fortuna de un tridente con mi mejor amigo. Pensaba, en toda esa locura, que
quería llegar a los veinte como un rockero y sus postales en mujeres, olvidando
e ignorando que la vida, a veces, es tan larga que los ayeres se desvanecen.
Confundido, y con falta de tiempo para desarrollar
actividades rutinarias debido a que me hallaba sumergido en el instituto de
inglés y tratando de armar una carrera de escritor –ambos parámetros usados
como excusas- resolví terminar con Gabriela casi a punto de cumplir un mes. La
verdad es que quería acontecer el hecho de vivir notas divertidas con chicas de
un rato que me dieran placer y no tanto la convicción de florecer en charlas.
Me sentía con ánimos de locura, no con avatares de calma.
Ella no aceptó.
Me dio remedios para sobrellevar la relación.
Dio planes para mejorar los dos.
Sus indicaciones fueron tan maduras como sensatas
pareciendo una mujer de veinte y tantos en lugar de sus casi diecisiete, así
que no tuve opción que seguir con la relación y a la vez mantener mis
desbordantes locuras aventureras sin que nadie, evidentemente, se diera cuenta.
Cuando buscas en la despensa un pan a altas horas de
la noche no te percatas que puedes coger cualquier otra cosa, puede que la analogía
sirva para lo que me pasó.
En entonces, mi telefonía era Tim, y a veces no solía
tener saldo en el celular debido a que no andaba en laburos, así que usaba su página
web para enviar mensajes de texto a quienes quisiera, era una de sus tantas
ventajas.
Era domingo, me sentía ansioso por tener un encuentro
sexual, Gabriela andaba en el mismo chat, conversábamos de rato en rato, y a la
vez mandaba mensajes a los peces en el mar para que alguna cayera y me dijera
el visto para la siguiente enmienda. Mandé unos cincuenta mensajes a personas
diferentes con la palabra: ¿Un postre corporal hoy a eso de las ocho, te
animas? Soy tu animal nocturno.
Sonaba, incluso, hasta gracioso. Pero… no cuando
Gabriela, me dijo: Me acaba de llegar un mensaje bastante raro con firma tuya
al final.
Lo estúpido; aunque no debió serlo, era firmar siempre
con mi nombre. ¡Sí, a pesar de poner mi apodo! Era algo que el ego me permitía,
tal vez, por ciego y loco.
Aunque lo cruel… no sería la infidelidad.
Para el primer mes de aniversario, antes de mi graso
error, nos citamos en el sitio de siempre, la emblemática Biblioteca de
Barranco; pero en aquella ocasión, no nos dirigimos a una osadía librera, sino
que nos acompañamos a un cuarto de hotel miraflorino que me costó un ojo de la
cara; aunque, el lugar lo valía.
Los fuegos anclados en los cuerpos se esparcieron por
las paredes dejando que en las camas posaran dos anatomías descubiertas al filo
de una pasión desbordante que no tenía reparos en dejar a las limitaciones, los
tabúes y los miedos en el piso. Nos desnudamente frenéticamente como si dos
horas no fueran suficientes, como si mañana no existiera otro día, o como si,
sencillamente tuviéramos tanta carga libidinosa a punto de explotar.
Desarrollamos actividad física elocuente, suave, a
veces dura y siempre romántica en un tiempo que se asemejaba al infinito. Le hablaba
de amor, de promesas, de versos robados a poetas y otros míos inspirados en su
alma.
La frase, ‘Quiero que seas mi primer y único amor por
siempre’ me carcomió el corazón mientras penetraba su intimidad ignorando sin
vacilar sus peticiones porque fuera más delicado. Ella gemía, despacio y suave,
y yo usaba más fuerza en contra su voluntad. Despacio, por favor, decía, y yo
lo olvidaba. Recogí sus cabellos y fui más duro, más crucial y más pasional.
Gabriela, intimidaba, no quiso que parara, tal vez, tenía dudas entre querer o
no, entre dejarse llevar o temor; o quizá, pensaba que era mi manera de amarla,
y se aferraba a ese ratito.
Entre gemidos, sudoración, lujuria y pasión, me dijo:
Quiero ser completamente tuya. Y yo, en mi completo libido, creí que hablaba de
otro tipo de penetración, así que sin más pensamientos, actué de esa forma.
Al rato, nos quedamos quietos y asombrados como si fuéramos
dos desconocidos. ¿Qué ha pasado? Pensé y lo dije. Me lastimaste, dijo
entristecida. Lo siento, preciosa, creí que… íbamos en una misma dirección. Lo lamento.
La abracé, se dejó y lloró. Luego se calmó, enseguida me abrazó, dijo algunas
palabras de amor, versos robados a poetas, otros que yo le dije en cartas que escribí
y se quedó a oír los latidos en el pecho. El tiempo en el hotel no moría, y yo
sin pensar que retornaríamos al placer, vi como ella, valientemente, propuso
regresar colocando su mano en mi miembro maniobrado con calma y gracia para después
devorarlo sin preguntas como si una llamarada de pasión la hubiera devorado. Y después
a mí; aunque en el oral existieran tensiones por su boca y sus dientes, su risa
y mi risa, y luego, tras minutos, la maniobra fuera más dócil y placentera. Disfrutado
el momento, se subió encima de mí y armó una pose que sentí que gozó.
Nos quedamos dormidos. Mi celular no dejaba de vibrar.
Lo apagué para que nadie molestara. Gabriela se acomodó a mi lado tras
agradecerlo en una sonrisa que se mantuvo durante una frase que no olvido.
Diles a esas mujeres que te dejen de molestar.
Me di cuenta que mi error posterior, el cual dio el puntapié
al fin de la relación, no fue el primero.
Un día, simplemente, dejamos de vernos, tuvimos una
ruptura por Messenger, causa de un tumulto de infidelidades que puse estúpidamente
en evidencia y sentí que, en lugar de armar escándalos, insultar o lanzar odio,
sencillamente, me dejó de hablar; quizá, por vergüenza a sí misma o tal vez,
por pudor. Seguro pensó, ¿Cómo pude ser tan inocente? O, de repente, sintió que
hacer el amor fue el punto álgido de nosotros en un mes que, únicamente, ya no podía
quedar más y debía de quedarse con un sitio en particular. Quiero creer eso por
ego y por egoísta; pero la verdad es que una tarde dejó de aparecer conectada ‘Gabriela,
canela y clavo’ para no volver jamás. Me bloqueó del chat y también de su vida,
y yo avancé en la bitácora del destino porque doy pasos adelante así se acabe
el mundo atrás.
Lo único que supe de ella fue que estudió psicología,
-lo vi en su Hi5 hace unos veinte años atrás- y le perdí el rastro como suelo
hacerlo con toda la gente que se involucra conmigo, mientras que yo, creo historias,
y ellas, no me olvidan… aunque, a veces, me persiguen.
Fin
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