- Eran las siete de la mañana de un domingo cuando Carlos resolvió visitar la casa de su novia para dejarle un recado importante, que debió y pudo ser entregado mucho antes; pero se le ocurrió, por motivos que iré hilvanando, dejarlo junto al sol de primavera en un estado de casi completa ebriedad junto a dos amigos que más parecen demonios y con la ilusión de ser bien recibido.
Todo
comenzó a las once del sábado, Ezequiel y yo adquirimos los rones respectivos
para la faena destructiva de cada fin de semana que empezaba con la grata sensación
de querer beber el buen trago de los dioses como si el mundo se fuera acabar;
siguiendo o añadiendo a ese acto sublime, el consumo curioso de sustancias alucinógenos
llamase drogas que iríamos inhalando y fumando de rato en rato parando en
estaciones como el baño o la cocina al tiempo que la música de entonces se
fuera oyendo y la charla futbolera, chismosa, estúpida, delirante, extraña o
balbuceo, se fuera escuchando en una sala pequeña de un apartamento de La
Bolichera sin mujeres ni resto de amigos porque únicamente quedábamos los tres
cuando los minutos pasaron y el resto de compañeros se fue retirando, pues, con
esto quiero decir que, a partir de las tres de la mañana empezaron a
transformarse los amigos en demonios, bien dice un dicho de antaño: Quienes se
quedan a beber de tres a seis o siete de la mañana es porque ya tienen el
infierno comprado.
Lo
confieso, la acabo de inventar.
A
las cinco con seis se nos acabó el ron a pesar que las gargantas deseaban más;
sin embargo, contradiciendo a la razón, a Carlos se le ocurrió decir: Yo pongo
el siguiente... Pero, tengo que a ir a la casa de mi flaca para entregarle este
recato. Luego podemos ir a un grifo y comprar. Ezequiel y yo, sedientos, deseábamos
que el trayecto fuese corto y la operación un éxito para continuar bebiendo en
un parque, en el caso en que no se pudiera en el apartamento por motivos
comprensibles ya que sus viejos estarían o deseasen seguir descansando. Fue
entonces que, nuevamente contradiciendo a la razón, zafamos del sitio con dirección
a San Borja para dejar el recado maldito, comprar otro ron y beber hasta las
siete u ocho como acostumbrábamos a hacerlo en un acto divertido y muy
irresponsable que disfrutábamos porque entonces no había responsabilidades.
Abordamos
el primer taxi que vimos aventurándonos a una locura que terminaría en una anécdota
de antaño capaz de durar el resto de los días. Adentro empezamos a sentir los
estragos del licor y el aire friolento de la noche, incluidas las vueltas del
chofer, quien nos condujo hacia la casa de la chica.
Bajamos
los tres. Carlos se adelantó al edificio donde vivía su chica adentrándose por
la puerta principal y subiendo a paso lento escalón tras escalón hasta llegar
al quinto piso, en donde, tocó el timbre un par de veces y recibió la
bienvenida de su chica cuyo rostro reflejaba un coraje importante.
Ezequiel
y yo, sentados sobre una banca en frente comiendo un par de plátanos para
calmar las ansias por vomitar el ron, vimos la actitud de su novia, quien en un
acto de sumo coraje e ira por el asunto de ver a su pareja en ebriedad y
aliento de rata tratando de darle un recado cuando debió hacerlo un día antes o
avisar que tendría temprano, le dio como vuelto, como agradecimiento, como solución...
un doble impacto perfecto, es decir; dos cachetadas ida y vuelta, vuelta e ida,
directamente a las mejillas que parecían con milanesas. Fue formidable. Poético,
diría yo, la forma como el golpe certero dio dos vueltas consecutivas haciendo
que no dejara de reír ante lo que estaba viendo junto a un casi soñoliento
Ezequiel que pudo mirar antes de morir en ebriedad.
Fue
uno de los sucesos más graciosos de ese momento. Año 1995.
Fin
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