- El esperado último cheque de la editorial por fin apareció adjunto en el correo con mensaje de saludo inicial y unas disfrazadas de afecto palabras de despedida. Lo leí de un remezón porque me enfoqué en descargar el documento que enseguida llevaría a imprimir para poder cobrar.
Según
el reloj en el celular, el banco todavía debía de estar abierto, y según los
bolsillos, el dinero debía de caber idóneo para la cancelación de las
diabólicas tarjetas de crédito, el pago de la mensualidad de una maestría en Arte,
una salida al cine con mi pareja y una botella de ron para que el resto tenga
dirección de abono dentro de la cuenta de ahorros que en sueños sube como la
espuma.
El
plan perfecto acababa de crearse dentro de mi cabeza al tiempo que me dirigía a
la estación bancaria más cercana caminando como en las nubes porque aunque a
veces lo neguemos es ciertamente verdad que la plata nos hace ligeramente
felices.
Resolví
mirar unas margaritas presentables en el umbral de la florería cuya señora les
ofrecía un riego suave para su brillo, pensé en comprarlas al volver, así
podría sorprender a mi novia con algo que le colgara una sonrisa. Seguí el
camino adentrándome en el mercado para así evitar el horizonte más largo; sin
embargo, desafortunadamente tuve un raro encuentro.
—Hola,
qué milagro verte por aquí— la oí decir con exagerada voz cordial. Me detuve
entre un puesto de frutas teniendo al lado a uno de golosinas en una completa
ironía y volteé medio cuerpo para hallarme en frente.
—Hola,
¿Qué tal? — le respondí sonriente.
El
cheque estaba dentro de mi bolsillo doblado en un cuadrado perfecto para que
únicamente se deslizara por sobre la ranura donde una muchacha con cara de cero
le diera el visto bueno.
—Bien;
aunque no tan bien— dijo en una anteposición de palabras que me resultaron
extrañas al inicio. Razón por la cual le di un gesto de confusión que
rápidamente resolvió contestar con la conexión de su frase: Estoy triste porque
no me invitaste el Baby Shower de tus hijos.
—Bueno…
— dije tratando de inventar una razón.
—Es
broma, seguro me mirarían con mala cara— dijo irónica.
—Hubo
tanta gente que ni siquiera me daría cuenta que fuiste— le dije con la misma
intención.
Silenció.
—Y
pensar que nosotros estuvimos a punto, ¿no? — atacó sutilmente.
—Gracias
a Dios que no sucedió— le dije sonriente.
—
¿Adónde se fueron tus ateos ideales? — Cuestionó con una sonrisa.
—Soy
como todos. Creo cuando me conviene— le dije sereno.
Del
otro lado, cerca de un restaurante en modo chifa que seguramente vende el arroz
chaufa más pastoso del planeta adjunto a un wantan frito tan plano como una
calzada en New York, se hallaban unos ebrios, y no de amor; aunque las caricias
que se realizaban entre sí, compartiendo sonrisas a pesar de llevar los ojos
como K-pop, podrían ser vistas como actos homosexuales de personas que se
emborrachan para sacar a relucir lo que realmente son. Ellos conversaban
abiertamente sentados en sillas blancas de plástico a la espera de la comida,
que seguramente, -reitero, sería horrible-, lo menciono por el lunar con pelos
y vida propia que sostiene en la mano el chifero con bigote de tres pelos. Tan largo
y fuerte era el sonido de la conversación que pudo interrumpir lo que la mujer
en frente me hablaba. Uno de ellos, el hombre de traje y maletín, quien puede
que haya faltado al trabajo de abogado por embriagarse, o haya sido despedido
hace unos años y no se da cuenta, hablaba acerca de la posibilidad de la vida
inteligente en otro planeta. Puede que esa haya sido la razón por la cual atrapó
mi atención; aunque los comentarios de la chica en frente hayan sido tan
paupérrimos que cualquier otro sonido me distrajera con facilidad.
De
inmediato, otro hombre, uno menos fachoso, de canas y de overol, quiso realizar
un hincapié acerca del tema planteado parándose como si estuviera en una
discusión dentro de un jurado y solemne arremetió: Yo tengo la prueba
contundente de que existe vida en otros planetas.
—No
quiero mirar otro de esos raros videos que ves en Youtube— dijo su compañero
tratando de jalarlo para que volviera a sentarse.
—No.
Esta vez no es así— afirmó tratando de corregir su voz.
El
chifero de bigote extraño y mano salida de una película de terror, también
prestó atención deteniendo la sartén en medio del brinco.
—Mira,
este video lo grabé la noche anterior en el techo de mi casa— dijo sacando un
antiguo celular de su canguro.
En
frente, la mujer, que me relataba su día a día en la oficina bancaria ubicada
en Miraflores, los estudios virtuales que realiza para culminar una carrera estancada
y ese afán de infancia por desayunar jugo de naranja con panes de molde, los
cuales la trajeron al sitio donde me ubicó, me dio un puntapié en una pregunta
sacada de un baúl de su interior.
—
¿Sabes por qué nunca pude salir embarazada de ti? — Arremetió con el índice
erecto y la voz excelsa como si se tratara de una queja y a la vez un sentir
profundo que renace.
Los
borrachos y el chifero veían el video con asombro y empeño. Rápidamente se le
acercaron otros comensales que también agregaron particulares nociones sobre la
filmación.
Ganas
no faltaban para asomarme; pero la pregunta me asaltó.
Mi
primera vez fue a los diecisiete. Ocurrió en el baño del primer piso de mi casa
durante la fiesta de cumpleaños de mi hermano menor y estuve acompañado con alguien
quien prácticamente hizo de observador.
Esa
persona me sedujo mientras las cervezas iban rondando, cada vez que llegaba la
botella a mí, vertía y bebía mientras veía como de dos en dos iban entrando al
servicio sin provocar sospechas.
Yo
era el número nueve del círculo, por tal razón, el hombre que me convocó a su
grupo para beber a sabiendas que era el hermano del cumpleañero y él, hermano
de una de las amigas de mi hermano, me dio la mano dejando un sofisticado
amuleto envuelto con papel crepé para que me dirigiera al baño y cerrara con
llave, según una recomendación al oído.
Es
curioso pensar que fue la primera de cientos de miles; pero nunca sentí que me
podía abrazar y no dejar ir. Todo siempre fue cuestión de actitud, de saber
cuándo decir alto.
Recibí
una llamada. Era mi abogado, a quien nunca respondo; pero me salvó de una
curiosa e incómoda situación.
—Holi—
le dije con una voz fresa.
—Hola
maestro— dijo raramente cariñoso.
—
¿Qué ocurre? — le dije avanzando.
—Picó—
comentó.
—
¿Qué cosa? — Quise saber eludiendo ambulantes venezolanos.
—Lo
que tanto tiempo y dinero nos costó— arremetió.
Yo
sentí que no había gastado plata en años desde que empezaron a venderse mis
libros como pan caliente y desde que mi pareja heredó una suma impresionante de
dinero por parte de su abuelo petrolero.
Se
oyó una risa.
—Finalmente,
logré vencer a esa maldita zorra— dijo en un grito de victoria.
Yo
seguía sin entender lo que pasaba.
—
¡Lo logramos! Hicimos un gol de media cancha— añadió contento.
Yo
empezaba a recordar lo sucedido.
Es
verdad que los casos en los juzgados suelen tardar meses, hasta incluso años;
sin embargo, este en especial, había demorado casi cuatro años en salir a la
luz. Entonces, era verdaderamente una victoria.
—Felicitaciones,
tigre— le dije para motivarlo.
—Gracias,
gracias, ¿unos tragos para celebrar? — propuso.
La
pensé. Él se dio cuenta.
—
¿Qué?, ¿no quieres celebrar lo que tanto tiempo te costó acabar? — sugirió con
la confianza de un amigo.
Pensé
en que debía de estar hace media hora en la cola del banco.
El
mercado es un campo minado de personas conocidas, quienes gustosamente se
pierden en charlas amigables con tal de también hacer tiempo contigo
conversando acerca de cualquier chisme, razón más que suficiente para
aventurarme a paso ágil por los confines, las esquinas y sus curvas deseando
que ninguna persona me hablara. Quería culminar el recorrido para conectarme
finalmente con la acera que sigue directamente a la oficina bancaria. Iba a
paso veloz, mirando al frente, esquivando ambulantes, vendedoras en los
umbrales ofreciendo productos e incluso hasta niños navegando en horario de
escuela.
Afortunadamente
salí ileso del mercado pensando en que hubiera ameritado tomar otro camino a
pesar que fuera un tanto más denso. Sin embargo, el destino todavía quería sortear
mi camino con un encuentro más.
Mi
madre y yo no somos tan cercanos. Desde que me dejó en adopción no he podido
perdonarle a pesar de tantas llamadas que hubieran podido ser escalones si tan
solo hubiera actuado. Jamás me dijo que lo sentía hasta que se dio cuenta de lo
que se escondía detrás de mí. Me vio con ojos de furia, de ambición y de ganas
de querer abrazarme como si yo fuera una especie de objeto preciado, es curioso
como las personas actúan tan diferente y se quieren convertir en cercanos
cuando se enteran que luces brillan en tus bolsillos. Pues, mi madre, al
momento en que descubrió por los confines de las redes que iba a comprometerme
con alguien cuyo abuelo domina el mercado de los grifos, apareció en la puerta
de mi casa en un viaje directo desde Ciudad de México a Lima y sin escalas. Me dio
un abrazo sonriente y se deleitó con un sinfín de palabras hermosas como
salidas de los textos de Carlitos Fuentes y ella, frente a mí, sin conocer la relación
verdadera, o mejor dicho, algo de la historia, porque un error es a veces no contar
el todo, sino los episodios, cayó rendida ante su encanto, su verborragia, su alegría
y hasta su repentino humor, uno que no parecía tener cuando me hablaba fríamente
desde la capital mexicana con un acento acomodado.
A
veces las personas actúan de manera tan extraña, he reflexionado muchas veces.
—
¿Alguna vez te he dicho lo idiota que eres? — la oí decirme con una cara seca,
dura y fría. Eres tan patético que puede te hayas involucrado con la vecina
culona, añadió asqueada. Yo la miraba anonadado, como quien se impacta de ataques
sin poder tener reacciones.
—
¿Qué clase de baboso puedes llegar a ser? — arremetió abriendo las manos y
luego cogiéndose la frente. Llevaba tacones altos, sofisticados, una cartera de
marca italiana y detrás de ella, no muy lejos, se hallaba un auto blanco con un
pulcro chofer. Pensé y me di cuenta que me había seguido.
—
¡Responde, carajo! ¿Qué has hecho para que ella te deje? — arremetió. Y ojalá,
hubiera sido por causa de amor, y no conveniencia.
Mi
padre era un buen sujeto, trabajador, amoroso, respetable y cariñoso; fielmente
creyente de Cristo y la salvación, solía llenarme de ideas religiosas que nunca
he seguido. Un día, viendo televisión, recuerdo que una de esas películas de
semana santa que duran cuatro horas, le dio un paro cardiaco y murió. Tenía la
edad que tengo yo, treinta y dos. Y fue su final. Desde entonces creo que Dios
es un ser pedante que te obliga a creer en él cuando lo desafías.
Es
curioso que yo haya tenido tanta suerte.
—Me
interrumpes el paso, madre— le dije sereno.
—Pero…
¿tú no piensas? Te estoy diciendo algo cierto. Debes remediar lo que has hecho
de inmediato— prácticamente lo gritó.
—Estoy
yendo a su casa— le dije sereno. Ella, de repente, se notó más tranquila como
si se hubiera desinflado. Estiró una sonrisa ligera y cariñosamente me dijo:
Eres un buen chico, tu padre estaría orgulloso de ti.
Avancé
sin ofrecerle más palabras. El banco estaba cada vez más cerca, el cheque
inamovible quería estar sobre la plataforma de aquella primera estación y yo
pensaba en saborear el ron para sentirme en las verdaderas nubes.
Una
vez instalado en la cola, detrás de un muchacho presuroso, supe que debía de
esperar unos minutos para poder terminar con mi cometido.
Todo
el camino había ignorado al cheque, la señora antes del tipo parecía estar
pagando en monedas, decidí abrir el papel dentro del bolsillo abriendo aquel
perfecto cuadrado a paso parsimonioso mientras que el sol de una primavera
preciosa se escondía sin razón aparente.
El
joven en frente dejó de sentirse apurado, el seguridad se sintió exaltado, la
gente empezó a murmurar y muchos comenzaron a detenerse colocando su mirada en
el cielo.
En
alusión al compilado de personas, también elevé la vista por sentirme curioso y
lo que vi me dejó tan helado como el piso del banco.
Y
pensar que todavía no había ingerido el ron para estar ebrio e imaginar a la
nave alienígena encima de nosotros.
De
pronto, sonó el celular. Era Lorena, mi novia, quien escribía: Hola amor,
lamento la discusión, he sido muy caprichosa. Voy a comprar un boleto para
Hawai para así poder estar juntos el fin de semana.
Sonreí
al ver la pantalla y luego vi como subían a mi madre a la nave.
Fin
Me pareció maravilloso el recorrer de los minutos, densos, cómo muchas veces nos pasa, querer hacer algo simple y se convierte en algo ... inesperado.
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