— ¿Crees que puedes vivir arreglando tus desastres? — la oí decir airada.
—Si estoy aquí es porque quiero afrontar mi
culpa—
le dije sereno.
Ella estiró una sonrisa media irónica.
De
alguna manera u otra, siempre cuando se enfada, se ve más que radiante. Detalle
absurdo de una romántica y errada forma de amar.
— ¿Cuántas veces nos
hemos visto envueltos en las mismas circunstancias?, ¿Es que acaso no te das cuenta de lo que realizas? —
fueron dos palabras reflexivas.
Yo
me frotaba la cara como signo de angustia. Aquellas caricias ásperas llegaban a
los cabellos para culminar en sus puntas.
Era
infinitamente menos de lo que ella sentía.
—Me lastimas con tus
actitudes— reclamó
entristecida cuando la voz airada ya no servía.
— ¿Todavía sirve una
disculpa? — le dije tras
haberme sumergido en la reflexión.
—Una, dos, tres, cuatro…
veinte, treinta… ¡Siempre es lo mismo! —
Arremetió en un soplo de la tráquea sabor a
coraje.
Yo
te disculpo; pero a los dos días me entero de lo mismo. Me siento triste y me
cuestiono, ¿es que acaso tanto amor en verso no es más que una falacia de su
léxico? A veces prefiero que no me digas ninguna frase y solo me des un
escalón. Algo para subir, para saber que podemos seguir avanzando.
Sentí
que las disculpas no cabían sobre la mesa.
No
era como aquellas otras veces en las que me mostraba arrepentido, reflexivo y
sentido para que pudiéramos acabar en la cama con frescas sonrisas y nuevos
escenarios. Podríamos ir al cine después de hacer el amor, nos sacaríamos un
conato de fotos para demostrar que estamos bien y hablaríamos de sueños y
viajes para crear escenarios futuros; y, sin embargo, tan real como sus
menciones, a la semana siguiente, yo seguiría siendo el hombre que la daña.
¿Por
qué no puedes amarme como te amo? Lo hubiera dicho si no quemara en el alma, si
no hubiera sido algo orgullosa. En cambio, le salieron lágrimas, y me acerqué
para abrazarla con el afán imperioso e idiota de detener lo que yo mismo
activé.
—Aléjate— dijo con la mano en alto.
Hice
caso omiso tratando de interponer el cuerpo.
—Aléjate, por favor— añadió con la voz entrecortada.
Seguí
queriendo asomarme para que un abrazo pudiera detener el dolor.
— ¡Aléjate, carajo! — gritó con la rabia de un amor
dolido.
Abrí los brazos en señal de no querer alarmar.
— ¡Lo único que haces es
lastimarme! — adjuntó a un
índice corajudo señalándome.
— ¡Eres un imbécil! — por fin lo dijo. Seguro lo
tenía guardado dentro de su mente, no lo soltaba a pesar de la calentura, no lo
manifestaba porque en casa le habían enseñado a dirigirse con prudencia, no lo
dictaba porque amaba.
—Nunca me valoras— acotó con tristeza. Las
lágrimas parecían dos olas de grifos abiertos con fuerza. Siempre actúas para
lastimarme, añadió solemne y dolida soltando verdades inquietas que cayeron en
mí como balas.
Me
recordó una serie de episodios que creíamos haber superado. Lanzó flechas de
momentos en los que no demostré lo que dictaban mis párrafos. Teledirigió su
dolor y frustración a una verdad en palabras que antes no supo decir; tal vez,
porque el amor tantas veces nos hace creer.
—No quiero seguir
contigo—.
La
frase fue la bala que pudo perforar al corazón.
Nunca
antes la había mencionado.
—Estoy cansada— dijo en un suspiro.
Callaron
las lágrimas.
Se
ubicó sobre la banqueta de donde nos paramos y se secó el rostro con las manos.
No
dijo ‘harta’, no dio pie a un conato de otros insultos, simplemente se cayó
dentro de sí sintiendo ese cansancio agobiante de siempre dar el granito de más
que se termina acabando aunque a veces no parezca.
Mis
intentos por reanimar lo que fuimos fue un vano. Le repetí cientos de veces
palabras que murieron sin llegar a sus entrañas. Bailaron promesas y disculpas
que se tiraron al suelo. No hubo nada que pudiera detener su decisión. Pues,
era amarse o no parar el sangrado en el alma.
La
relación, había culminado.
Lunes:
La
borrachera del viernes y sábado con el asunto en la cabeza de tener que olvidar
al mar de amores se había difuminado. La resaca me hizo socavar en una tristeza
indomable y aunque un par de veces intenté alejar al teléfono de mí, en otra
docena de ocasiones quise llamarla; pero ella jamás respondió. No era orgullo,
era algo que siempre había admirado silenciosamente, su voluntad.
Le
llené la bandeja del correo con mensajes a sabiendas que las palabras; aunque cientas,
siempre van a morir ante la anulación de acciones.
Debía
de hacer algo; pero, ¿Qué?
¿Nuevamente
ir a buscarla? Adentrarme en su trabajo de oficinista de turismo dentro de una
empresa a la cual gozamos en nuestros viajes; ir a su casa por la tarde
esperándola en la entrada a la hora de su regreso o reanudar la operación
teléfono y mensajes con intenciones de acceder al menos a su oído. A veces es
difícil ser quien reconquista cuando vives prácticamente arruinándolo todo.
¿Cómo las personas no pueden pensar antes de joderla? Es decir; ¿Por qué
tenemos que intentar mover cielo y tierra cuando nos dejan en lugar de
manifestarlo mientras nos soportan?
Es
curioso el caso del hombre promedio que expresa amor cuando todo se encuentra
perdido, es rara esa fascinación voluntaria de los poetas por acaparar la
tristeza en versos; pero aunque sirve para las tardes, no ayuda en las noches,
no reemplaza a la ausencia y no reaviva las llamas del ayer. La relación
parecía perdida desde el momento en que sentenció lo que éramos, o, mejor
dicho, desde el instante en que pensé que podrían disculparme otro error.
En
el trabajo me sentía expuesto a distracciones. Pensamientos subí y baja me
atraparon en una montaña rusa. No pude conciliar los manifiestos en la computadora
a las horas pactadas, no pude contener la explicación del jefe en frente
hablando de la nueva tecnología para el área donde vivo y olvidé el almuerzo
con los camaradas porque repartían sonrisas y chistes malos de oficina por
andar metido, introducido, abducido por una serie de reflexiones que me hacían
sentir un ser patético.
¿Cómo
podría estar perdiendo a tal magna mujer? Pensaba acordándome de sus virtudes,
caracteres simples y sólidos como la sinceridad o el hecho de tener una pasión
acomodada. A veces las personas son un despliegue de inestabilidad; pero ella a
los veinte y tantos, era todo lo contrario, favorecía a un empleo que adoraba,
tenía la condición de ser la mujer ideal para cualquier parroquiano que desea
establecer un sendero de años; pero no para un sujeto como yo, quien de día era
el empleado del mes del conglomerado de computadoras más dotado del país, y de
tarde era un escritor de medio pelo con sueños imposible, siendo de noche,
quizá, por tragedias de vidas literarias, el Mr. Hyde que no soy y que pretendo
ser, y en tal ínterin, ignoro que tengo a la dama celestial conmigo, logrando
lastimar sus entrañas con mis voluntades inconexas.
Debía
de hacer algo, o podría lamentarme las siguientes décadas de abandonar una
relación estable, algo que, irreparablemente (sin saberlo) era un tesoro.
O,
al menos, en entonces, lo era.
Salí
aprovechando un hueco en el área. A veces la vida no tiene sentido si no
recibes los mensajes de amor correspondientes, los valoras cuando no los tienes
más. Es cliché, reiterativo y demás; pero absolutamente cierto.
Abordé
un bus exclusivo que me permite estar en la entrada de su casa; descendí en el
arco de Plaza San Miguel y caminé rumbo a Marina Park, que en entonces era una
estación de juegos y cine, también bolos, puestos de cerveza y dulcería. Allí
nos acomodábamos para ser felices con facilidad. El mundo parecía estar
desolado como el camino silencioso rumbo a su casa conociendo un Nick de
Messenger que dictaba su ausencia en el trabajo por un mentiroso mal de cabeza.
La
pena nos afecta por igual.
Dos
toques de puerta y un timbre largo, lo siguiente fue una espera.
Nadie
salió durante los primeros diez minutos.
Volví
a intentarlo.
Salió
su madre. Una mujer robusta, alta y de enorme cara. Todo lo contrario a su hija
frágil, delgada y de pecas simpáticas que pretendía no extrañar tanto. Los
cabellos eran semejantes, ondulados, frescos y aromatizantes, no iba a
descubrir ese último detalle en un saludo porque la señora Roberts, quien antes
me saludaba de manera cándida, me miró furiosa, con ese ceño crujiente de odio,
diferente al abrazo y la sonrisa de los días acostumbrados a quedarnos viendo
películas en su sala, apretaba sus manos con coraje capaz de lanzarme un
puñete, y no un beso en la mejilla como beneficencia a una despedida con ansias
por volver a celebrar con el asado en familia.
— ¿Qué haces acá? Por tu
culpa, mi hija está mal. Ha llorado todo el fin de semana. No quiere ir a
trabajar y tampoco a sus clases de francés. Ha tirado todo de ustedes a la
basura y no quiere dejarme entrar a la habitación—.
Cuando
la madre mostrándose como tal habló con dicha claridad sentí que mis actitudes
habían arañado fibras del corazón que mi supuesto amor no supo nunca curar.
—Seño… yo…—
—Será mejor que no
vuelvas…
El resto de palabras que hizo mención he preferido
omitir.
Sin embargo, es allí cuando colmas un límite.
Y, a veces, eres tan culpable que tu mejor reacción debe ser alejarte.
Cabeza agacha, desvalido y reflexivo iba de
regreso al paradero por aquel bus que tomaría por última vez.
Dos años parecían irse por el drenaje cuando en
la celebración por al aniversario le dije que saldría un rato con los camaradas
antes de encontrarnos para tener una cena romántica; sin embargo, esos demonios
de la noche que conocí en discotecas y reuniones ajenas a nuestro núcleo y se
convirtieron en indispensables por sus aficiones propias a las mías, entre
tardes de frenético licor y líneas blancas se aceleraron las horas y donde se
entra con permiso se sale al alba hecho añicos y derretido por un sol que hace
de madrastra.
Había, no solo perdido el sexto mes de relación
por causa de una fiesta que me mantuvo en vigilia el resto de la madrugada en
un martirio voluntario de alucinógenos y birras heladas. Estuve en guardia una
tarde en el trabajo ayudando a la nueva empleada con su labor a medio acabar en
vez de devolverle la llamada que pidió. Preferí una tarde de fútbol con vaso de
cerveza en redondéela en lugar de salir a su afamado zoológico tras acordar
durante los anteriores días nuestra visita. No estuve cuando le dieron un
ultimátum en el empleo por sus negativas calificaciones, causa de, mi actitud
venenosa que la intoxicaba sin darme cuenta. Le dije que no cuando pidió que
fuéramos al siguiente escalón de novios creyendo que me harían atar cuando en realidad,
¿Quién era yo para que me quieran amarrar? Salvo un bridón, irresponsable, en
un laburo que detesta y acorralado en poesía inmunda que no comparte por
timidez. La soberbia, a veces me cegaba, y le decía que las chicas querían
acostarse conmigo y que tenía suerte de tenerme, solo porque tuve yo la suerte
de que ciegas me miraran como un Adonis a media noche. Le mentí cuando le dije
que no asistí a la reunión de mi ex pareja. Le mentí cuando le dije que estuve
en casa el viernes y me fui a la fiesta de Claudia. Le mentí cuando le dije que
no a la parrilla en casa de sus padres. Le mentí cuando le dije que me dolía la
cabeza. No quise verla cuando quería activar otros sistemas para mi vida.
Quería, estúpidamente, ser Mr. Hyde cuando debí disfrutar de Romeo. Y, tal vez,
había sido fortuna mía que me soportara tanto.
Era posible, en reflexión, que jamás la haya
amado como se lo hacía creer. Y era verdad, que ella, me había dado lo mejor de
su vida cuando solo debió darme una semana.
Viernes:
Recibí una llamada clásica a las nueve de la
noche casi en punto.
El hombre detrás del teléfono era el típico
forajido que pretende, a sus veinte, comerse el mundo empezando por el ano. Me
motivó hablándome de una fiesta en La Molina pintándome el escenario femenino
con la vulgaridad de un hombre que nunca ha estado con una verdadera mujer; y
yo, dolido, molesto y frustrado, necesitaba de esa parte de mí para emancipar
la tristeza cuando debí de escribirla.
Sonaba David Guetta, los tragos se habían
mezclado en mí, la cocaína circulaba en mi sangre y la euforia vibraba en
sonrisas como espejos.
La gente abrazada alzando vuelo en brincos, la
música reventando, los aires de humo y el ambiente a oscuras; de pronto, una
mujer, las pieles turbias por el vestido escotado, los cabellos lacios y al
viento, la sonrisa clavándose en mí, y yo viéndola sugerente, mutamos compañías
para estar más cerca, olía exquisito como a perfume y vodka; yo a cigarrillo,
hierba y un caramelo. Le hablé sin dudar: La música es el lenguaje del cuerpo.
Ella acertó en otra frase: Es el idioma universal. Ambos sonreímos, ya habíamos
dejado de movernos, el resto realizaba los corpulentos estragos del cuerpo, y
nosotros intercambiábamos sonrisas; deleite de arriba hacia debajo de miradas,
yo contemplando su anatomía en pierna y pecho por los lugares donde el vestido
permitía mirar y a su vez imaginando situaciones posibles, y ella analizándome
con una postura real y sin evidencia como quien sugiere conocerme de alguna
parte y a la vez quiere dominar el contexto. Ambos, aparte de la atracción y la
música, teníamos en común los vasos amarillos que teníamos en mano.
¿Alguna vez te has preguntado a qué suena la
cama cuando haces el amor?
Ese sonido chillante de las patas de madera.
Ese sonido horrendo del tablón impactando en la pared.
Ella sobre mí, desnuda y tatuada, una mariposa
multicolor en el abdomen y un beso en el cuello; yo empezaba con la tinta en la
piel, todavía no alcanzaba mi éxtasis. Su cara era la de un goce eterno, boca
abierta, ojos casi cerrados, cabellos desbaratos al son de sus manos jugando
con ellos y más ruido de cama contra la pared, chillido de patas de madera y
nuevamente mis manos encajando con sus senos. A veces besándolos y otra vez
contemplándolos como dos duraznos, o más bien, melones. Eran grandes y dóciles,
puedo acordarme de ellos, y eran desiguales.
¿Alguna vez te han dicho que los senos de las
mujeres no son pares iguales? Es curioso cuando comencé a verlos
meticulosamente mientras que arriba, la mujer de la canción del DJ del momento vertía
movimientos elocuentes que de rato en rato me hacían perder la reflexión.
Pensaba en fútbol para no arruinar el disfrute,
en una anécdota del ayer, en algo que no me hiciera perder el equilibrio porque
primero es el disfrute de ella y luego el propio.
¿Qué infeliz proclamó esa frase? Ah, cuando se
trata de sexo, no importan los matices. Ella de nuevo encima; pero hablándome
con obviedad:
¿Te gusta?, ¿Lo disfrutas? Dime, ¿Cuánto lo
disfrutas? Y yo mintiendo: Bastante, te deseo mucho, muñeca. Ella sonriente y
otra vez con ojos cerrados.
Yo con las manos en sus caderas acordándome de
la mujer a quien dañé. Yo queriendo borrarla de mi mente y ella apareciendo,
tierna, dulce, hogareña, confesándome que no ha pisado discoteca en su vida, diciéndome
que se dedicó al estudio y el trabajo, alejada de cualquiera de esos eventos en
los que me envolvía por el deseo raro de monetizar nuevos episodios en mi vida.
Y nuevamente, Teresa, asomándose a mí para en
susurros decir: Te voy a arrancar la piel a base de sexo.
¿Cuándo se ha escuchado a alguien decir eso en
la cama? Podría incluso hacerme perder el apetito. Si estoy en un sitio
arrinconado de una enorme casa de campo y una desconocida me habla de esa
manera puedo llegar a sentirme aterrado.
Asentí sonriente. Ella siguió su recorrido por
los confines de mi cuerpo hasta que concluyó satisfecha y nos quedamos de lado
como dos bobos que se quedan sin lengua hasta que incómodos de tanto silencio
recogimos las prendas para huir sigilosos.
Sábado:
Quedé en ir a almorzar con Iris, mi amiga de
una clase de portugués que cumplí como quien camina, a uno de esos novedosos
restaurantes que abren y se muestran en redes únicamente para salir de la
rutina, aquellos monótonos escenarios que me devuelven una y otra vez a la
posición pasada que a veces me aterra extrañar tanto.
Ella conversaba sobre sus novedades en los
sentidos superficiales que parecen importan mientras que yo andaba envuelto en
el ayer iniciando una batalla campal dentro de mi cabeza para no querer
manifestarlos tanto.
Inés supo sobre mi inevitable ruptura por unos
estados en el Messenger a los cuales nunca le di respuesta exacta. De acuerdo a
esa relación de sucesos empezó a actuar de forma persuasiva. Primero,
sonriente, amable y cortés pagando el almuerzo, y luego invitándome unos
cigarrillos clásicos sentados en la banca de un parque miraflorino para
relajarnos un rato. Allí, sintiendo desvalidos en mi interior, tales como,
angustia, tristeza y cierta confusión, me dijo en acciones valerosas, lo que
pretendía desde el comienzo de nuestra clase de portugués cuando coincidimos
cercanos en el trabajo grupal.
El beso pudo decir más que cualquier argumento,
y yo siendo un hombre generalmente de palabras, estaba aprendiendo a expresarme
antes de escribirlo; o quizá, viceversa.
Nos besamos. Obviamente porque Inés es
preciosa. Tiene los cabellos rubios, la sonrisa clara y aunque la anchura de su
cuerpo similar a una osa puede que hagan doblar mis brazos si quiero cargarla,
su personalidad carismática y su semblante optimista, ayudan a afianzar la
atracción para cualquiera. Lejos de ello, siempre la vi como amiga hasta aquel
fatídico beso que se volvió en una seguilla de los mismos incluyendo una muy próspera
y a la vez inesperada visita a uno de esos hoteles de la Avenida Benavides como
si los deseos libidinosos no pudieran interrumpirse. En esos caminos de manitos
hacia el lugar, pensé en mi ex novia, quien acababa de dejarme, sus reacciones
para surgir en una nueva vida tras dos años de relación e hice un cuadro
comparativo con mi actitud avasalladora sin dirección, con Inés a mi lado,
quien podría ser cualquier otra persona; pero desarrollando yo algo que no
sirve a pesar que el disfrute en la cama, menos tosco que con Teresa, no tan armónico
como era hacer el amor verdadero, sino, más bien, algo débil y frágil como si
nos cuidáramos por mostrarnos y a la vez dudáramos de lo que hacemos; aunque,
de igual manera, acabamos en un mítico silencio post actos sexuales y tuvo que
ser ella quien hablara primero tras un tiempo a solas con cuerpos desnudos
cerca.
—Y bien, ¿podemos
empezar hoy, no? — Dijo,
quiero pensar que inocente, quiero creer que ilusa, a pesar de llevarme unos
cinco años. Pero es que yo todavía no entendía o más bien no quería saber que
el amor nos aferra y nos vuelve vulnerables a decir lo que sentimos sin
vergüenza.
Inés
confesando su amor desde la primera vez que nos vimos en cursis palabras que
quise callar a como dé lugar porque me sentía a mí mismo tratando de convencer
a la mujer que perdí.
Una
amistad cayó. Yo seguí el rumbo de la vida olvidando el contexto cuando me dejé
caer sobre la cama para observar el techo con los escenarios pasados
aglomerados en la cabeza tal cual películas cortas que la desalmada mente te
genera para que de ese modo se aprenda de los errores.
La
extrañaba, obvio; y, sin embargo, no podía con mis debilidades carnales. O,
simplemente, no sabía negarle a una situación.
A
los veinte, ¿acaso eres capaz de discernir entre el deseo y el freno cuando
sabes que varias situaciones no volverán a pasar? Es una moneda al aire.
A
Tamara la conocí el sábado; aunque por ahí nos habíamos visto en alguna que
otra reunión que aquel demonio de la llamada sugería. Coincidimos en baile
cuando tocaba ‘Los Bacanos’, curiosamente, la canción que más le gustaba a mi
ex y a mí; pero nadie cuando baila con alguien le dice que la música le
recuerda a un ayer.
A menos que no te importe nadie más.
—Esta canción se la
cantaba— dije en un
pensamiento libre.
— ¿A quién? — consultó confusa.
No
respondí.
— ¿Tienes novia? — sentí que era inevitable su pregunta.
Y sabía que cualquiera respuesta negativa
podría ser una mentira.
¿Por qué mienten cuando les preguntan por la
novia?
Me habían hablado de Tamara. Aquellos demonios
con quienes andaba, me dijeron lo que debía de saber. Se conocía que tras unos
tragos, especialmente de ron con dos peces de hielo, ella se convierte en una
forajida que deja de lado a su cachorro sobre una cuna dentro de la habitación
de su madre y despierta pasiones en noches de discoteca o reuniones de gente en
común y otras con nada en común. Ella, te envuelve de inmediato, seduce y
atrapa. Le dicen, la viuda negra; y aunque suena a terrible reiteración de mil
y un novelas y películas, es una gran verdad, pues, no deja que nadie tenga un
romance a cierta ciencia con ella. Algo que, me hizo confiar en que si debo de
ser sincero, debo de empezar a manejarlo con alguien a quien le importará poco
o nada la verdad.
Mientras bailábamos, podría haberle dicho
incluso que estaba casado, tenía dos hijos, un estudio de abogados, mi sueño,
aparte de ser autor y una tonelada de dinero en el banco, (lo último lo diría
por diversión) y ella, de igual manera, se iba a acostar conmigo porque eso,
acostarse con rufianes de noche, es su manera de divertirse. De allí a que
tenga un hijo o hija a quien darle un ejemplo de lunes a viernes es mi misma
historia, salvo que yo debo darme el ejemplo mirándome al espejo.
Se oía ‘Summer’ cuando nos escurrimos en una
habitación del segundo piso, la casa era de unos de esos demonios cuyos padres
salieron de viaje, maldije el primer día en que me acomodé a su lado; pero a la
vez me sentía anclado en nuevas pasiones. Irónicamente, ella todavía seguía en
mi cabeza. ¿Cómo puede ser posible tener a alguien en la mente mientras subes
de la mano con Tamara? A veces uno no tiene el nivel de conciencia que su amor
proclama. O es, tal vez, una especie de revuelo. Algo contrario. Una trama
rara. Yo. Una raza única. Algo. Algo debe ser.
Cogimos, obviamente. Tuvimos el mismo sexo que
se lo dio a todos los hombres que vinieron y fueron de la cama de aquí, allá o
en cualquier lado. Tamara no era una santa, era alguien que disfrutaba del
sexo, sea casual o pagado, hoy en día tendría su página de venta de contenido
sexual si es que no hubiera muerto por un Sida letal dejando a su hijo o hija
al cuidado de su abuela. Una alterna realidad que años más adelante descubrí.
Mientras
tanto, nos envolvimos en una sábana llamada sexo durante dos horas. Mi
rendimiento más alto de los últimos años.
Pero…
ella estuve en todo momento dentro de mí como una antítesis de las mujeres con
quienes me acuesto por querer, estúpidamente, olvidarla.
El
domingo desperté con una resaca magistral, hombres martillaban mi cabeza,
reflexiones me azotaban, reacciones ilógicas querían apoderarse de mí, las
cuales se manifestaban en llamadas o mensajes desesperados hacia la persona que
me había eliminado del Messenger y el Hi5 dejando únicamente al correo como vía
para comunicarnos. Y, sin embargo, no contestaba a ninguno.
Desesperado,
sin poder asistir a su casa y mucho menos a su empleo debido a que en
ocasiones, deambulando por las avenidas de las primerizas redes sociales, me di
cuenta que sus amistades me tachaban de varios modos e incluso amenazaban con
verme y arrancarme las pelotas. Si en una oportunidad, pensaba ir a su casa
debía de ser un día en que sus padres no estén, porque el ex oficial de la
marina, no debe estar contento con el corazón roto de su hija y en el área
donde trabaja, aunque hayan varios del otro equipo, es preferible no recibir
arañazos. Y; aunque podría pedirle a uno de esos demonios que me acompañen,
estoy seguro que solo se trata de hombres de la noche.
En
entonces, si desconocía el origen verdadero de un amor, mucho menos iba a
conciliar la esencia de una amistad.
Eran
los veinte, hay tiempo para joderla un poco; no obstante, a veces la mente te
dilata ideas, es decir; si se te presenta la oportunidad de empezar a ser feliz
en el amor a los veinte, ¿Por qué arruinarlo? Era el pensar presente, alejado
de toda esa tonelada de situaciones que iba a evitar o nunca vivir a pesar que
quiera. A veces el destino es nublado y uno debe tener visión nocturna; sin
embargo, no todos nacen con ese don.
Indhira
estaba en el momento justo y a la hora justa para no hacerme cometer una
locura. Pues, al instante en que me dispuse a ir a su trabajo, afrontar a
cualquier sujeto con aires mariposones que intenta persuadirme, la encontré en
el mismo paradero de siempre, allá donde van a abordar los autos que llevan a
todos lados. Ella, vecina de mi casa, recién mudada hace no menos de un mes con un prontuario bastante elocuente
porque la gente murmuraba más antes que no habían redes, me vio de pies a
cabeza alucinándome con los tatuajes al aire por el polo y la bermuda, los
cabellos saltos y casi atados y la mirada frenética en querer volar. Quizá,
sintiendo excitación de solo observarme delirando o apresurado.
Era
algo que no entendía porque les gustaba a algunas mujeres, ¿es que acaso
siempre desean a hombres que aparentan ser bravucones? Yo era tal. Estaba
enojado, sabiendo que si iría tendría que derribar a idiotas y luego hacerme el
bueno para que compensáramos en algo productivo.
Su mirada de arriba abajo podría evidenciar
cualquier cosa menos ternura, se mordía los labios y acomodaba los cabellos
solo para seducirme.
—Disculpa, ¿adónde vas? — me dijo en un toque dócil en
el antebrazo.
—A San Miguel. Digo, a
Miraflores— le dije
confuso.
—Yo voy para la casa de
una amiga, ¿compartimos taxi? —
propuso.
El apuro me nubló. Subimos al mismo auto y
conversamos para romper hielos.
— ¿Qué harás en Miraflores?, ¿Vas a recoger a
una chica?, o ¿Al gimnasio a tonificar más tus músculos—
dijo cogiendo mi bíceps y enseguida el pecho. En menos de lo que tarda el carro
en llegar al sitio de la ciudad, ella se encontraba sobre mí, besuqueándome y
tocándome como si hubiera espiado mi rutina durante semanas. Como si aquel
encuentro en el paradero no fuera casual. Como si tuviera deseos por mí desde
que nos vimos en una panadería. Supuse que era su debilidad. O tal vez, su
fetiche. Y nos convertimos en amantes dentro del taxi; aunque se trataba de
besos pasionales, mordedura de labio y manos inquietas. Desconocía
absolutamente cualquier hecho antes o después de conocernos y no me importaba;
tal vez, tampoco a ella. Quizá, nada de mí, aparte de mi físico y mi ida y
vuelta a la casa de apuestas. A veces lo que ellas quieren es solo plasmar sus
deseos sin importar más y así lo lograba. Y así lo manifestaba y así lo tenía
dentro de aquel auto que nos condujo a la casa de su amiga para unos tragos de
tarde a los cuales no pude negarme.
Un
flashback me hizo entrar en razón. Adentrándonos en la calle Comisario Ramírez,
pude percatarme a pesar del conato de besos presurosos que recibía, que conocía
el sitio en cuestión de alguna reunión a la que asistí no hace mucho tiempo
atrás. Sin embargo, desconocía la realidad. Es decir; ¿era un pensar irracional
de una mente desequilibrada o algo cierto?, ¿Por qué de tantas casas o
apartamentos debía de ir a uno en concreto? Es decir; no creo conocer los
rincones más oscuros o brillantes de la ciudad.
Pero
la mala fortuna es así.
Adentro
me di cuenta que la amiga era una conocida, al menos tuve esa leve fortuna, de
mi ex novia. Su nombre voy a omitir como sus padres que no estuvieron allí.
Era, según dijo, su primer día de vacaciones del trabajo, uno nuevo al que
compartió con mi ex novia, allí donde se conocieron y luego nos conocimos en
una reunión de compañeros adonde fui para darle ese gusto que tantas veces me
negué. Es curioso como a la única cita a la que vas te genera un revés extraño
años más tarde.
La
vida es un racimo de ironías. Y yo, el cretino más grande.
Y,
sin embargo, a los veinte, lo disfrutas. Es un apéndice a quien eres, es decir;
ser un idiota es algo que viene con el paquete; pero que en alguna determinada
ocasión debes de eliminar, tal cual, una cirugía de apendicitis.
No
voy a fantasear, estábamos a años luz de realizar un trio, porque la amiga de
mi ex pareja me miraba como quien trata de recordar, ¿de dónde lo conozco a
este sujeto? Y yo trataba de no dar datos existentes sobre mi procedencia.
Pero; al ser únicamente los tres, era difícil de no hablar sobre mí. Pues, las
preguntas, ¿de dónde se conocen?, ¿Qué es lo tienen en común?, ¿Qué hacen por
la vida? Y demás, subrayaban de a poco a quien soy. Entonces, al cabo de una
hora, ella pegó un grito: ¡Ya sé quién eres!
E
Indhira, cuyos pensamientos me importaban poco o nada, me vio cuestionada, de
repente como quien piensa: Me acabo de besuquear con un conocido de mi amiga.
Raro, tal vez. Pero; reitero, no me interesaba. Yo miraba a la chica en frente
y le decía con la mente: ¿Qué vas a decir, loca del demonio? Y ella habló,
obviamente, con todo lo que realmente era.
Y
lo que se suponía que sería una reunión entre risas y chacota poco a poco se
convirtió en un encuentro entre tres amigos que comparten sus emociones y
sentimientos a carta cabal, en tragos y cigarrillos que iban moviéndose sobre
la mesa y el aire. Inevitablemente, debido a tantas cuestiones por parte de la
amiga, tuve que contar una versión absolutamente errada de mi ruptura debido a
que es normal que cada persona tenga una historia propia, a veces llenas de
mentiras, beneficencias y más mentiras. Me hice la víctima, el triste, el que
extraña, el hombre perfecto que pierde a una mujer incomprendida y entre ese
proceso de argumentación, Indhira me miraba como pollo a la brasa, pensando,
tal vez, ¿Cómo un hombre tan rudo puede ser tan tierno?, o quizá, entonces, no
iba donde dijo, sino donde su chica. Qué se yo. A veces me da por querer robar
pensamientos. Por suerte, empezaron a caer las siete de la noche y sentía que
debía de devolverle el favor a mi amigo el demonio.
No
pasó mucho para que un auto se estaciona. Descendió el hombre de capucha con
una colección de cervezas y con la confianza que me dieron le abrí la puerta.
Los presenté amablemente e iniciamos una plática bastante amena. Él, lleno de
artilugios por querer conquistar, se enganchó velozmente con la amiga, quien,
aunque cándida y bromista, sentía que no iba a caer con sencillez. Todo lo
contrario para con Indhira y yo, quienes, por obra de su decisión zafamos hacia
la cocina por algo de comer.
Ella
cerró la puerta y supe que no íbamos a improvisar en la cocina.
¿Qué
les pasa a estas mujeres con mi persona? Fue una lejana reflexión que tuve al
momento en que me arrinconó sobre una esquina de la cocina para besarme con
vertiginosa pasión.
En
ese tiempo, estuve pensando en la amiga con el demonio charlando de cualquier
situación que esperara no fuera de mí.
Tenía
cierta fortuna de que los teléfonos inteligentes con mensajes instantáneos no
hayan nacido aún.
Indhira
me desnudó del medio hacia abajo, tuvo una redención y se encargó de mí
logrando que me inspirara a pesar de tener los pensamientos en otra realidad.
Creo que lo único que deseaba era cometer su fantasía. Ese delirio propio y
egoísta por desarrollar su anhelo sin importar lo demás. Algo como yo en una
versión femenina. No obstante, yo no quisiera ser así a los treinta.
¿Alguna
vez has pensado en el miembro viril del hombre como una especie de ser
autocrático? Alguien que prácticamente tiene raciocinio propio. Modesta,
aparte, personalidad orgullosa y elocuente a pesar que la mente estuviera en
otra galaxia. Pues, yo pensaba en lo que podría estar pensando su amiga de mí
en relación a mi ex novia mientras que Indhira me practicaba una felación. Y
luego, estuve pensando netamente en mi ex novia mientras que devoraba sus
pieles dentro de la cocina. Ella sobre un muro gélido y yo penetrándola al
tiempo que sus brazos como tenazas advierten mi cuerpo al suyo; enseguida, no
dejé de ver su espalda al son de la dura penetración; aunque altamente simbólica
y corporal como si estuviera en una montaña rusa y no tuviera miedo ni nervios,
era como si cogiera sin sentir, pues la mente estaba en otro rumbo y el cuerpo
plantado al suyo. No podía entenderlo si llegara a analizarlo. Sencillamente,
me sentía robotizado, y aunque pensar en un esclavo sexual podría ser eso,
sexual, yo seguía creyendo que el demonio la distrajera para que no tuvieran
chisme de mí con otra mujer. Qué recontra cretino. Luego de cogerte a varias,
tienes el primer descaro de buscar conciencia.
Al
salir de la cocina con los cabellos desorbitados, la bragueta abierta y la
playera jeteada por causa de su mano traviesa me di cuenta que el demonio
charlaba entre carcajada y carcajada con la amiga, se me hizo extraño que no
dominaran sus artimañas de conquista y tuviera una sesión de risa con alguien,
al parecer, de su completo agrado. Era curioso, pues, no lo había visto así
nunca en los anteriores cinco años que había llegado a conocerlo, casi desde la
escuela. Por otro lado, Indhira iba al baño. Yo me asomé al dúo sin ánimos de
interrumpir, cogí una cerveza y los oí preguntar, ¿y, dónde estuvieron? Seguro
que comiendo.
—Sí, freímos el pollo de la nevera, espero no
te moleste— le dije a pesar que sabía que no me creería. ¿Quién podría creer
algo así?
El demonio me dio una mirada cómplice, la amiga
se tragó el cuento, lo supe cuando me dijo: Descuida, era para la cena; pero
tendré que comprar una pizza. ¿Qué dices, Wilson, te provoca?
Wilson, jamás había oído su nombre de pila,
siempre lo conocí como el demonio, a veces el demonio de la tinta porque le
gustaba escribir rap, y otras veces como simplemente Del Cabo (su apellido,
porque en el colegio lo llamaban así). Que se llamara Wilson como la pelota me
hizo entrar en una gracia; además, la amiga no se había dado cuenta de la
tremenda cogida que tuve con Indhira en el baño que podría rozar en parte un
poco de suerte para mis próximos capítulos.
¿Por qué las personas mutan en desinterés luego
de su cometido? Indhira salió del baño, cogió unas cervezas y siguió sin
reparos en aventurarse en una conversación de distintos matices junto a los
demás alejada de cualquier hecho por querer coquetearme como si tras haberme
tenido ya no tuviera más deseos.
No le di mucha importancia. Los cuatro hablamos
con claridad, risas, experiencias y demás; formulamos cuentos basados en
ficciones, alegamos puntos de vista y compartimos pensamientos teniendo a la
música en el ambiente y a los tragos en la mesa. Llegando la noche supimos que
el asunto inesperado iba terminando; Indhira a kilómetros de mi a pesar de
estar a mi lado, la amiga y el demonio hablando como si se conocieran de años,
sonriéndose e intercambiando teléfonos, haciéndose amigos y a la vez
presenciando una conquista lenta y suave, algo totalmente distinto, pues el
hombre que parecía estar enamorado, era diferente, antes, hubiera sido una
máquina de sexo, un demente que solo busca follar; pero al momento en que
conoció a la amiga me di cuenta que algo distinto iba naciendo en sí. Quizá,
eso a lo que muchos le tememos por desconocido: Hallar a la correcta. Y sin
saber cuándo ni dónde, solo hallarla.
Maldije totalmente mi fortuna. Si el demonio de
nombre Wilson estaba conociendo a su futura pareja, yo iba arrastrando una
ruptura y teniendo a una rara mujer a mi lado, a quien poco iba a importarle
tras el sexo tal cual yo con ella. Entonces, en reflexiones veloces me di
cuenta que no estaba en el sitio correcto. Yo no, el resto sí. Y por ende, me
fui.
Lunes:
Aparecí en su oficina con flores rosas
dispuesto a arrancarle el alma con la mirada a cualquiera que se me interponga
en la camino.
La encontré en un pasillo, preciosa como de
costumbre, tratada de manera dócil por el clima laboral, se veía sonriente;
aunque no fuera exactamente así, y a pesar que al verme tuvo una reacción de
sorpresa corrió hacia su cubículo para no toparse conmigo.
La seguí. No iba a perder la oportunidad de
remedir.
—Hola, he venido porque no puedo construir
caminos sin ti— me mandé.
¿Cómo es que el tiempo desgasta al rencor y
aflora las emociones? Las personas pensamos que no deberíamos perdonar porque
no sabemos que es lo que sienten los demás.
Ella, tenía la bondad en su interior y
estallada en amor propio cuando fuera necesario, y, sin embargo, también sabía
que las nubes negras son efímeras y que tras aquellas puede que el sendero se
ilumine.
Creyente de Jesús sabía que la gente merece
oportunidades, y yo con sus flores favoritas, era una de esas debilidades que había
no querido soñar y tampoco pensar; pero ahí estaba, parado frente a ella
dispuesto a que volvamos sin tener que lidiar con perdernos otra vez.
La verborragia que solté inspirado en mis
autores favoritos hizo que sus ojos se iluminaran adjuntos al sabor del aroma
de las rosas y el ambiente bastante romántico que se estaba suscitando. Ella,
fiel a los detalles, caía rendida con cierta sencillez, tras haberse marchito
sus emociones negativas, y dándole cabida a nuevas oportunidad. Pues, dentro de
todo, sabía que el amor es lo más importante de la vida y no iba a perdérselo
por una o cien equivocaciones de su pareja. Era algo que nunca entendí de ella,
¿Por qué amarme tanto si yo era tan bridón? Pero; en esa luz pequeña, pude
entender que debía de lanzarme a ese único estrecho camino de luz.
Volvimos. Un abrazo selló el encuentro. Hubo un
beso. Varias sonrisas. Alegrías. Palabras bonitas. Y muchas promesas.
Demasiadas diría yo, incluyendo un plan de viaje a una provincia central del
país para relajarnos. Y ella, segura de cada una de mis palabras e ideales los
adhirió porque confiaba, -de nuevo o por última vez- en mis palabras, las
cuales eran fuertes y resonaban con pasión porque había entendido que las
personas nobles no pueden ser pérdidas o quizá, andaba desesperado por anclar.
—Lo único que espero de ti— me dijo apuntando
su vista a mis ojos después de algunas expresiones de afecto dentro de su lugar
de trabajo.
—Pídeme lo que quieras, prometo cumplirlo— le
dije seguro.
—Quiero que me cuentes que es lo que has hecho
durante los últimos tres días. Si logras ser honesto, yo te aseguro mi amor al
infinito—.
¿Por qué cuando se enamoran son capaces hasta de revelar los secretos más ocultos? Pensé.
Fin
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