- En el tercer cumpleaños de mi hija le compré una piñata de Bartolito, su personaje favorito, se veía muy emocionada con ganas de jugar con la figura de cartón; pero enfermó poco antes de la celebración y tristemente no pudo vencer a la trágica neumonía.
Cuando ella murió,
su madre y yo nos separamos, ella se fue a vivir con los suyos porque no podía seguir
viviendo en la misma casa donde crió a su hija y yo me quedé a la espera de que
alguien pudiera comprarla.
Poco antes de su
cuarto cumpleaños empecé a despertar de madrugada por causa de un inesperado
sonido proveniente de la televisión en la sala.
La voz salida de
la pantalla era la del personaje cantando un solo teniendo como bailarines al
resto de sus compañeros de granja. La canción no la había vuelto a oír jamás
con tanto detenimiento, quizá, por el silencio y la pena.
Bartolito, el gallo carismático y colorido, flotaba y
flotaba sobre una terraza manifestando onomatopeyas erradas a su propia condición
para que los niños que vieran la televisión le mostraran su equivocación. Enseguida,
la imagen del animal a quien pertenece el sonido, se asomaba al lado del gallo
en cordial simpatía, mientras que el ave seguía danzando para volver a su
terraza de inicio y soltar, otra vez, onomatopeyas erradas desesperando, quizá;
a más de un infante que corregía su error como lo dictaba el narrador: Bartolito,
ese es un gato. Bartolito ese es un pato.
Finalmente, aquel irritante gallo –luego de dos noches
sin poder dormir por causa de su voz- podía soltar su verdadero cacareo siendo ovacionado
por el narrador y los niños en frente de distintas casas con televisión.
Fui a apagar la tele antes que pudiera terminar. No soportarlo era mi única ambición, y no por pena; aunque al inicio lo fue, sino por desesperación y angustia. No es fácil conciliar el sueño de madrugada después de una derrota emocional, y se convierte en un sistema irracional mi ser de mañana al no poder tener horas de descanso.
Lo odiaba. Odiaba a Bartolito despertándome en la madrugada al punto en que resolví desconectar la televisión y esconderla en un desván. Allí, en donde por casualidad, hallé la piñata olvidada del año pasado.
La pena aumentó, mi dolor no se pudo sofocar y aunque
tuve un conato de melancolía, pude reponerme golpeando fuertemente al cartón
con los ojos clarísimos y profundos de aquel desgraciado gallo que no sabe su
propio idioma; aunque, no pude destruirlo, era una especie de pena y cólera que
solo me llevó a doblegarlo.
La noche siguiente, sin televisión y sin bulla, dormía
plácidamente hasta que me despertó un cacareo. Uno raro y sigiloso como si un
gallo viviera sobre mi techo; pero al abrir los ojos y mirar al lado me di
cuenta que la piñata repuesta se hallaba quieta a mi costado mirándome con esos
ojos altamente brillosos y pronunciando su cacareo final sin previa confusión.
Fin